domingo, 25 de diciembre de 2011
De despedidas y algo más
miércoles, 21 de diciembre de 2011
Cuentan, cuentan, cuentan...
"Cuentanque los que recibieron al extraño,-que por rara virtud también fue un héroe-lo esperaron con su hambre y sin otra atribución."
sábado, 10 de diciembre de 2011
Un día histórico
Del público, entre las banderas, una pregunta: "Si Néstor no es el pueblo, ¿el pueblo dónde está?"
jueves, 8 de diciembre de 2011
Son decisiones
miércoles, 30 de noviembre de 2011
Largarlo para afuera
viernes, 25 de noviembre de 2011
La vuelta del maestro
miércoles, 23 de noviembre de 2011
Quién sabe
lunes, 7 de noviembre de 2011
Las palabras son las cosas
Es decir, no hay nada fuera del lenguaje. Un fotógrafo y un psicólogo discutían:
martes, 1 de noviembre de 2011
La planta fetiche
Probó con más agua, más tierra y hasta la trasplantó a una maceta más grande, linda y limpia, pero no, nada cambió. Probó cambiándola de lugar, haciendo que le llegue más luz, mejor luz, y hasta fabricándole un techito para protegerla del fuerte viento de la primavera y demás inclemencias del tiempo, pero ni con eso su querida, y cada vez más querida planta creció. Seguía en sus pequeños 15 centímetros y no había señal alguna de crecimiento; ni una hoja que se moviera, ni una raíz que sobresaliese, nada.
La planta estaba muerta, llegó a sentenciarle a un amigo, lo cual, claro, no tenía sentido: el tallo seguía firme y sus hojitas verdes, verdes como siempre, verdes como el primer día. Muy por dentro suyo había vida, o algo que se le pareciera, sin embargo no encontraba respuestas. ¿Acaso había hecho algo mal? Y en todo caso, ¿qué?
Desesperado, buscó en la biblioteca un libro viejo que le había regalado su abuelo en uno de sus cumpleaños de pendejo -ya ni recordaba cuál-. El libro no lo había abierto nunca, pero recordaba su título y su foto, en el centro perfecto, de una huerta de hortalizas: "Cuidados y consejos para una huerta", se llamaba, como para abrirlo.
Siguió buscando en internet. Compró fertilizantes y hasta quita moscas y mosquitos, que aplicaba con rigurosa meticulosidad, como lo indicaban los envases. Preguntó en los viveros de su barrio a ver si algún jardinero, algún vendedor experimentado tenía una solución, pero eran pocos los que se interesaban. Algunos, sorprendidos por el caso, le explicaban: "Jamás vi ese síntoma". Otros directamente no lo creían: "No puede ser".
Sin embargo, él la medía con regla y los quince centímetros eran los mismos desde hacía meses.
Él se los explicaba inútilmente: que la planta no crecía ni se achicaba, que no cambiaba de color ni agrandaba sus hojas, pero no había caso. Ni era cuestión de insistir. La tierra, con más agua o menos, daba igual. Todo era lo mismo.
Tenía algunas otras macetas, que cuidaba de la misma manera, y todas estaban bien, salvo esa. Mientras aquellas crecían, o justamente por eso, la planta rebelde se convirtió en su planta fetiche.
Hasta que llegó un día que, finalmente, Juan se rindió. Fue casi de repente.
Compró otras plantas, algunas especies, y sembró algunas flores exóticas, que regó con un renovado amor. Todas crecieron rápidamente, derechitas y con una vitalidad ejemplar. Todas firmes hacia arriba, exuberantes y plenas.
Se las mostró a sus amigos, a sus familiares. Su huertita era, nuevamente, un orgullo. Conocía más de cientos de especies distintas, tenía montones de macetas, de tierras distintas, de semillas por germinar y abonos imposibles, pero, cada vez que alguien le señalaba la planta, ahora ubicada en el fondo de la hilera, la cosa volvía.
Es que la planta, olvidada por momentos aunque siempre presente, al menos a la distancia, continuaba resaltando, verde y caprichosa en sus 15 inamovibles, religosos, centímetros.
Enojado, algo resentido por ese tallo que se le negaba y era objeto de todas las preguntas y las difamaciones posibles, entendía que había que tomar una decisión, hacer un quiebre. Y así fue: casi a los seis meses, dejó de regarla.
De a poco fue convirtiéndose en una más. Quizás porque le regalaron otras más radiantes, o quizás porque ya había asumido su definitiva derrota, lo cierto era que dejó de pensar en ella.
Y así, de modo casi desapercibido, luego de meses de olvido, la plantita comenzó, intrépida y concienzudamente, a estirarse.
jueves, 27 de octubre de 2011
viernes, 21 de octubre de 2011
Y si
jueves, 13 de octubre de 2011
Oliden, entre la incomunicación, el olvido y el progreso
miércoles, 12 de octubre de 2011
Un poco de amor francés
martes, 20 de septiembre de 2011
Nuestra primera vez
sábado, 17 de septiembre de 2011
Médicos
martes, 13 de septiembre de 2011
"Un taper de cariño"
lunes, 12 de septiembre de 2011
Fuera de contexto
viernes, 9 de septiembre de 2011
Hombres
No tienen punto medio. O un extremo o el otro. O tardan una eternidad (“dale, flaco, estoy apurada, me tengo que ir”) o en dos minutos listo (el famoso “ya terminé”). Cuántas veces los bancamos y hacemos como que está todo genial, pero no. Ni siquiera se dan cuenta, eso es lo más triste. Y encima, después, cuando algún día se los decimos: “¿Podrías tardar un poco más?” -o mejor: “Che, ¿te pasa algo?”- nos tenemos que bancar esa cara de perritos mojados y esa pregunta tan obvia pero que, depende el cariño que le tengamos en particular, callaremos o contestaremos de manera implacable y sin retorno: “¿Tan malo soy?”. “Nooo, boludo, no te preocupés, ¿no te das cuenta que sos un embole en la cama?”, deberíamos decir, pero a veces callamos y dejemos pasar la oportunidad. Y seguimos en el jueguito. A veces el tiempo arregla la cosa, pero a veces no. ¿Es que puede ser que los hombres sean tan egoístas? ¿Qué les cuesta sólo un poquito más? Un poquito de control, nada más. Hombres… si no tienen ganas que avisen. Así podemos dormir un ratito o comernos un chocolate o mirar alguna serie de Warner o, por enésima vez, algún capitulito de Friends que ya nos conocemos de memoria; pero no, ellos prefieren hacernos perder el tiempo. La próxima voy a mirar la tele de reojo, ya fue. Y si esto sigue así, la próxima te dejo, y ahí ya vas a volver a darme buen sexo, pescado, o te creés que no los conocemos, si son más simples que la tabla del dos. O dos minutos o dos horas, esa es la cuestión. Jamás un punto medio, jamás una noche que termine en goleada para nosotras. Después, para colmo, cuando una quiere asumir la conducción, la típica: si querés ir despacito (y más despacito también), sos una histérica; pero si querés sacarte todo de una e ir al grano, sos una trola, una “rapidita”. Si querés sentirlo, ir volviéndote loca y más loca con cada beso, cada caricia, cada sonido al oído, cada respiración; si tenés ganas de jugar con los dedos, las manos y recorrer la piel del otro suavemente, muy suave y cada vez un poquito más hasta volverlo loco, perdiste. Porque es como un partido de… Nunca sabés cuando todo puede terminar. Además de que después te tilden de lenta, aburrida y todo eso. Ahora, claro, si querés acorralarlo al otro contra la pared, comerlo a besos y gritarle todo lo que te surja, es demasiado rápido, demasiado pasional. Hombres… Para ellos no hay punto medio. Y cómo nos duele. Pero ya te voy a dejar, gordinflón, ya te voy a decir la verdad y te voy a bajar cuatro dientes de autoestima. Y sinó la ropa. Si te ponés una pollera, un short o un vestido corto es MUY corto, muy provocativo; estás insinuando. Ahora si te ponés un buzo de ellos que te queda grande, holgado, que no te marca nada, es muy poco, no insinuás. No nada. Dale, flaco, ¿qué te pensás, que me visto para vos? Dejame de joder. Si tengo ganas de estar cómoda con una remera 5 talles más grande que el mío no me rompás las pelotas. ¿No te gusta? Vení y sacámela. Hombres… Si querés más, te tenés que bancar alta cara de culo (qué hijos de puta) y si no querés más, ahí sí agarrate... En fin, como diría un gran compañero de la vida: lo mejor: tener sexo verdadero, ese en el que ambos se aman con locura y se quieren millonadas; ese en el que uno aprende a disfrutar cada segundo sin dejar de pensar ni un instante en el otro, porque la felicidad del otro es la tuya y la tuya es la del otro. Lo mejor, sin duda, es sentir… nunca, nunca, dejar de sentir.
jueves, 8 de septiembre de 2011
Perdón
No tiene sentido
miércoles, 7 de septiembre de 2011
Mujeres
jueves, 11 de agosto de 2011
Sobre la desaparición del protector bucal
Hay noches en que me saco el protector, haciendo caso omiso a mi odontólogo que insiste casi obsesivamente en que los dientes están gastados y es ultra necesario el uso del plastiquito incómodo. Hay otras noches en que ni siquiera me lo pongo, es verdad. Pero cuando me despierto por la madrugada siempre soy consciente y alcanzo a ponerlo en la mesita de luz y al otro día lo encuentro. Hoy no sé dónde está.
No está en la mesita de luz, por supuesto, pero tampoco en el escritorio. En el baño ya revisé y menos que menos. Hasta hice la cama a ver si estaba entre las sábanas y no hubo caso. Le pregunté a mi vieja si lo había visto. Corrí la cama, me acosté panza abajo para llegar a ver debajo, ensuciándome de esa mugre que nunca limpio, pero no había nada más que eso, mugre, y una moneda de 10 centavos. Del protector, no hay señales. Y me empiezo a preocupar.
Si no está en ningún lado, hay un problema. Mejor dicho: dos. Uno, económico, porque la plaquita sale un huevo. El otro, más inmediato: relacionado con mi salud. ¿Me lo habré comido mientras dormía? ¿Es posible? Si es así, ¿Qué podría hacerme un cacho de plástico en el estómago? ¿Lo vomitaría si realmente me hiciese mal? Peor: ¿Me debo provocar algún tipo de ejección forzada? ¿Hace falta? ¿Tengo que llamar a un médico clínico por esto? ¿Sacar turno?
miércoles, 10 de agosto de 2011
Errores
sábado, 6 de agosto de 2011
¿Puede ser?
viernes, 5 de agosto de 2011
Muy tarde
miércoles, 3 de agosto de 2011
Tarea para el hogar II
lunes, 1 de agosto de 2011
La marca
Entonces ella desorbitó los ojos, se entregó como la primera vez, y hasta lo rodeó con sus brazos peludos. Pero no, no era un buen mensaje. Era el mesnaje equivocado, entendería después: un mensaje forzado. Pero allí ese beso era lo máximo, sin importar circunstancias ni tiempos ni olvidos. Así que almorzaron juntos y, en lo que pudieron, se sintieron juntos.
Hasta que él, en el momento en que entraba a pensar que podrían compartir toda una tarde más allá de todo, un llamado le señaló el destino de esa y de otras muchas: ella se iría después de comer y después de contarle cómo le había ido en la facultad, de hablarle de cómo estaba su madre, la relación con su hermana; es decir, se iría después de conversar de todas esas boludeces que, ese día, no importaban.
Había, sin embargo, alguna duda. Quizás se quede, pensaba. Quizás lo deje para mañana, anhelaba. Y eso pasaría, pero no como se lo imaginaba.
Es que cocinando, mientras él se encargaba del horno y ella lavaba o limpiaba la mesada -no viene al caso qué es lo que estaba haciendo, ni importa ya- le vio algo que le reveló, finalmente, el desenlance final.
-¿Qué pasa? ¿Qué tengo?- le preguntó.
Y él, aunque sabía que debía dejar pasar lo visto, tardó en responder y evidenció su incomodidad. Tras un silencio, en el que le corrió el pelo y le observó por un segundo el cuello, en su costado derecho, ese que soñaba vuelva a ser suyo, dijo, conociendo ya que era imposible volver atrás, entendiendo que había metido, otra vez y quizás definitivamente, la pata:
-Nada, no tenés nada
Ella, era de esperarse, no le creyó y fue al baño a mirarse al espejo. Tenía una marca en el cuello que, obviamente, no era de él.
Almorzaron y él no pudo evitar poner esa cara de mierda que luego le recriminaría. "¿Y sí, qué otra cara querés que ponga?", le contestaría, aunque sin mencionarle esa triste marquita que estaba en todo el derecho de tenerla pero que, pensaba, podría haberla evitado sabiendo cómo estaban las cosas: "¿Para qué la marca si podías cojer sin ella?", se preguntaba para adentro, entre enojado y dolorido. Lo empezaba a reprimir.
Recordó que en un mensaje le había dicho "te amo"; que le había pedido que la lleve a la costa en vacaciones, que se moría de ganas de que vayan juntos a un recital en noviembre, que era ésta la "situación ideal" y hasta que le había dicho que él la mantendría con su trabajo y peor: "siempre estoy pensando en vos", le había dicho, y no hace mucho; tan sólo algunos días.
Pero también se acordó de que en uno de esos le había dicho: los besos así no, las manos acá no. Cosas que no le había dicho nunca, ¿y por qué ahora que no estaban? ¿por qué ahora que no los unía nada más que un almuerzo o un desayuno, una fría mañana de lectura?
Levantaron la mesa, subieron, charlaron y ella se fue.
Si se hubiesen visto al otro día quizás la marca hubiese desaparecido y otra hubiese sido la suerte. Pero ya no se habían visto durante una semana y eso, para él, era demasiado.
domingo, 31 de julio de 2011
jueves, 21 de julio de 2011
Una noche de mierda
Sabe que no voy a su ritmo, pero espera. Agarro las llaves, la billetera y bajo con ella, que golpea la pared con su cola frenética. Pasa lo mismo, pero con la puerta de entrada. Ella se lanza y espera, y luego, ahí sí, el afuera.
Hacía rato no la sacaba. Pobre Laila. Siempre digo lo mismo, y no siempre la saco: pobre Laila, que duerme en el patio ahora bastante seguido porque se le cae mucho el pelo y sino la casa es un desastre, dice mi vieja, preocupada por el orden y la limpieza.
A Laila antes la sacaba con correa pero nunca resultó: cada salida era una lucha, una guerra entre tirar y aflojar, entre avanzar y retroceder. Hasta que un día me animé a dejarla completamente libre y ella, educadita, cumplió como para poder repetir. Ahora puedo salir con ella sin tener que llamarla todo el tiempo. Incluso, puedo ir al chino sin tener que atarla a un árbol; antes tenía la correa en los bolsillos por si las moscas, pero ahora ni siquiera sé dónde está en casa. Hasta hoy pensaba qué bien la habíamos educado -acostumbrado-, pero ahora creo que nada de eso: todo se debe a su edad.
Es que Laila está grande: come poco, deja comida, duerme de más, no juega, se cansa rápido; y ya no es la misma cuando salimos.
Hoy pasó algo horrible para ella. Volvíamos del supermercado y antes de cruzar Julián Álvarez nos cruzamos con una parejita con un cachorro todo bonito, peinadito y juguetón. Laila, cuidadosa, se acercó a olfatear y el otro empezó a dar piruetas por el aire, a saltarle encima, a mordisquearla con cariño. Pero Laila se quedó quieta. No jugó como otras veces, no persiguió olores como solía hacer. Se dejó oler, nada más. Y encima, en eso, otra señora se acercó; al tiempo que se acercaba se agachaba y decía con voz maternal, juntando los labios como para silbar: "Qué linda perrita".
"Vamos, Laila", le dije para cruzar. Me hizo caso, sí, pero en el medio de la calle se dio vuelta y miró. Era la primera vez que la ignoraban, que no la acariciaban a ella, tan suavesita y dorada. Antes le preguntaban -mejor dicho: me preguntaban- cuántos años tenía, cómo se llamaba, si se podía acariciar. Hoy, ni siquiera si mordía.
Al llegar a la puerta de casa, abrí y dejé todo en los primeros escalones. Laila quiso meterse pero no la dejé. Fuimos a por otras cuadras, como para levantar la noche. Ella, chocha. Al darse cuenta que la salida continuaría como que me lo agredeció, de alguna manera, quedándose a mi lado un instante para luego salir despedida y dejarme, como siempre suele hacer y le encanta, unos metros atrás.
A la vuelta, esperé a ver si hacía sus necesidades y no tenía que limpiar el patio. Me quedé parado ahí un buen rato y en eso una señora, con otro cachorrito, cruzó y justo se paró en la puerta de una casa al lado donde me había quedado. Me miraba a los ojos. No entendía por qué hasta que me estiró la mano y me ofreció si quería la bolsa de nylon que tenía: "No la usé", me contó y en esa frase como que también me dijo: "Me sobró la bolsa porque pensé que iba a cagar afuera pero nada de eso, me va a volver a cagar adentro de casa y eso no está bueno". La entiendo.
Igual, medio raro que me ofrezca una bolsa. Nunca me había pasado. Bah, una vez sí, pero luego de que Lailita haya cometido el impúdico acto de cagar unas baldozas recién lustradas de un local de ropa de esos tipo outlet que hay por Córdoba y Scalabrini Ortiz. En este caso, a diferencia de aquel, el acto no había sucedido, ni parecía que iba a suceder... Me la ofrece de buena onda, pensé, porque yo tenía la mía en el bolsillo y no se veía. Pero claro, ¿cómo no ofrecérmela si yo estaba sin bolsa en mano parado esperando la suciedad de Laila -que en cualquier momento podía sorprendernos- a tan sólo un metro de la entrada a su propiedad?
Fuera de eso, la mujer fue simpática. Cuando se dispuso a buscar las llaves, soltó la correa y dejó en libertad al pichicho, que empezó a arrastrar la correa y a dar vueltas en círculo alrededor de Laila. Se agachaba con las dos patas delanteras y parecía implorarle a Laili aunque sea un juego, una mordidita, algo; al menos una olfateada. Pero nada. Laila ni siquiera mostró los dientes, ni paró las orejas. Nada. Estaba como escéptica. Rara. Vieja.
La mujer siguió llamando a su perro durante dos minutos en vano, hasta que la ayudé un poco y le ¿ordené? a Laila que me siguiese para el otro lado.
Volvíamos. No había sido una de nuestras mejores salidas. Ella no hizo lo que tenía que hacer, pero tampoco jugó lo que podría haber jugado. Yo pensé y pensé, pero no resolví aquello por lo que salí a dar esa vuelta. Así que todo mal. Al menos caminamos un rato y tomamos aire, intentaba reconfortarme.
Empecé a abrir la puerta de casa, pero Laila no estaba desesperada para querer entrar como siempre. Me di vuelta y allí estaba, a unos metros mirándome con esa cara tan inocente que pone cuando se echa terrible garco y que parece implorar como un bebé: "Esperame un minuto, ya voy".
Eso ponía la salida en un mejor lugar. Me acerqué, cuando terminó le di una caricia y saqué la bolsa del bolsillo. Me la puse en mi mano como un guante con la misma valentía de siempre y con la experiencia que poseo en estos asuntos tomé sútilmente el buen pedazo que yacía, calentito y humeante, en el frío asfalto de una noche de jueves.
Ahí, otra vez, la noche volvió a su lugar: la bolsa estaba rota. No pude no pensar: supermercado de mierda.
viernes, 8 de julio de 2011
En el ojo de la tormenta
Unos pasos más. Ya en el pasillo se escucha su voz, que resuena idéntica como por las mañanas y nos petrifica. Dudamos unos minutos: no sabemos si interrumpir la nota o hacer algún ruido que dé cuenta de nuestra espera, hasta que finalmente Nico avanza: "Son y veinte, vamos", dice intentando mostrar seguridad.
Se hacen las y veinticinco seguimos ahí parados. Nuestro tiempo era hasta las y media: ¿qué va a pasar? ¿nos dice que vengamos otro día? ¿estuvimos mal en no cortarlos? Mientras, Víctor Hugo le reprocha la construcción de una pregunta en la que los conceptos lo habían mareado, y eso nos aterra. Igual, el periodista pone voz gruesa pero nada más, pienso.
María continúa con sus uñas.
En eso el entrevistador futuramente entrevistado por ¡nosotros! lo corta en seco: "Bueno, ¿cuánto tiempo crees que tenés?". El otro intenta zafar y sonríe. Ya parado y con el grabador en mano, arriesga su última pregunta: "¿Qué consejo le darías a los jóvenes periodistas?" (o sea: a nosotros que estábamos ahí parados como lechugas). La pregunta me interesa, pienso, pero es totalmente estúpida y se la deben haber hecho mil veces.
Y obviamente, la respuesta del gran Víctor Hugo es la que ya repitió en las últimas entrevistas que andan circulando: "Que tengan ganas de meterse en esta pelea", finaliza y le da la mano, cordial.
Ya es nuestro turno, nos decimos con las miradas tensas, pero no: el usurpador de nuestros preciados quince minutos de entrevista continúa:
-¿Podrías venir a dar una charla a nuestra institución?
-¿Cómo?- se muestra sorprendido el uruguayo.
Le repite la pregunta, pero en vano. ¿Acaso no sabía el iluso que Víctor Hugo no da charlas para alumnos ni para empresas? "No, no", repite, "tengo tres horas por día libres nada más", dice, contundente, y casi que lo echa. Pienso que por las últimas respuestas debe tener una cara de culo terrible y unas ganas de terminar con todas estas notas obvias y de porquería más grandes aún. Pero no.
Se acerca y nos extiende la mano, uno por uno. "Hola chicos, ¿cómo andan?", saluda con una sonrisa amable que hace que sus ojos se conviertan en dos rayitas, bien a lo Víctor Hugo. Respondemos como estatuas. Como en toda la entrevista, él toma la delantera: "¿Es con grabador? Entonces vengan por acá". Nos guía a una salita pequeña con una mesa en el medio llena de diarios y revistas. Abre la puerta y pide a las dos personas dentro si le puedan dejar la sala. No hay respuesta, pero se van. Nosotros pasamos y nos sentamos, sacamos los grabadores y esperamos. Son y media pasadas: ¿nos dará más de cinco minutos?
Ya ni nos cruzamos las miradas.
Tras dos minutos eternos el despertador de todas mis mañanas entra y cierra la puerta. Se sienta rápidamente y estira los brazos hacia adelante, mostrándose dispuesto. María, con dos uñas menos, le explica:
-Somos alumnos de periodismo y estábamos...
-Bueno, bueno, eso no importa, empiecen nomás.
Claro, ¿cuántas notas por día, por semana, debe dar el tipo? Millones, como para interesarse en los motivos, móviles y fines de cada una de sus entrevistas. Imposible. Así que es hora de asumir el papel que habíamos acordado.
-¿Te sentís en el ojo de la tormenta entre un periodismo de oposición y uno oficialista?- pregunto casi con la voz partida.
-En el ojo de la tormenta estoy, hay lío- responde con una amabilidad y una predisposición que no esperaba, y hasta con una sonrisa pícara.
-¿Te metieron, o te metiste?-
-Las circunstancias son de participar- explica con interés y desarrolla con una tranquilidad envidiable- Es decir, la vida está hecha de asumir determinado tipo de riesgos. Yo hago un programa de actualidad que conlleva también un poco de opinión. Amo pasar música, la tarea creativa, educacional, científica; todo lo que uno puede meter en un programa de radio, pero también ahí cabe la política. Y en este momento, el nivel de participación en política es muy fuerte, de todos. El involucramiento es inevitable, y estoy, en consecuencia, atado a ese barco en la tempestad.
"Atado a un barco en la tempestad" es una de las frases que me quedarían dando vueltas, como tantas otras. Continúo y le pregunto cuáles son las medidas que más allá de los aciertos que resalta del gobierno este debe profundizar. En el medio me interrumpe, como a la defensiva: "No, no, nunca resalto, ¿cuál acierto?", y me paralizo, pero enseguida, para mi alivio, se corrige: "Bueno, sí, está bien, temas generales...".
-La Asignación Universal comienza a ser insuficiente y hay que aumentarla. Esto que acaba de hacer la Presidenta para la gente del Sur, habría que hacerlo para todos urgentemente. Creo que se impone un aumento como del 30% como para que no pierda eficacia. En cualquier momento van a ser papeles los billetes, porque es indudable que hay precios más altos que no sé si aplicarle la palabra inflación; yo creo que sí, que la hay, después discutimos cuánto.
Me cuesta prestarle atención a sus palabras. Hoy, que lo tengo de cerca, le presto atención a su gran nariz y a su mirada, que decir que es profunda es poco.
Gracias al grabador puedo continuar su respuesta: "Es urgente también no descuidar a los jubilados y cuidar muchísimo más los índices de salud sobre todo en las provincias del norte". "Hay que atacar de una manera más directa las circunstancias", señala. También critica a la Presidenta por no haber ido a presenciar los problemas que se produjeron a razón de la erupción del volcán chileno en el sur de nuestro país: "se pierde de participar activamente en algunas cosas para no mostrarse demagógica", opina.
En eso suena el teléfono. Mejor dicho, vuelve a sonar, y Víctor Hugo, esta vez, atiende: "¿Hola? Sí, soy yo, llamame en diez minutos que estoy en una nota". ¡En una nota! dice como para reconfortarnos, y enseguida vuelve a la carga:
-Me parece que se pueden hacer las mismas cosas mejor, y, sobre todo, profundizarlas. En líneas generales, hay varias cosas que el gobierno hace bien, pero debe profundizar a muerte la lucha contra la corrupción; nunca la va a aventar, pero todo episodio que aparece de escasa transparencia es lo que lo complica y lo que más lo compromete- resume. El gobierno, con quien se mantiene cercano tras el enfrentamiento con los grupos mediático-corporativos, parece preopcuparlo.
Mejor dicho: lo preocupa.
Cuando habla de la corrupción hace referencia a una naturaleza del ser humano, maligna, ambiciosa y cruel: "Es muy embromado el hombre en su naturaleza", indica, y pregunta: "si no, ¿por qué la derecha y el capitalismo pueden propender, siendo una salvajada?", preparando el terreno para avanzar con las preguntas.
Maneja la entrevista de pe a pa, aunque deja frases para nosotros, sospecho, memorables: "Éticamente estamos discutiendo dentro del capitalismo cómo hacerlo más salvaje, menos salvaje, socialdemocracia, capitalismo salvaje estadounidense, lo que fuere, pero nunca estamos planteando una sociedad más igualitaria como la que se plantea y concreta, para mi gusto de una manera cada vez más plausible en Cuba", opina con una armonía y una sonoridad que deslumbra: "Como la que se planteea y concreta, de una manera cada vez más plausible en Cuba" -otra de sus frases.
Como la cincuentona del departamento de la esquina pasea a su caniche toy, Víctor Hugo nos pasea ahora por Cuba y la cosa resulta interesante: ¿siempre se generará esta confianza?, me pregunto en el momento.
Nos habla de incentivos, a través de los cuales vive el capitalismo y que le hacen tanta falta al socialismo cubano. De la dificultad de unir sociedad igualitaria con sociedad libertaria: "Capaz que en Cuba funcionaría como un elemento negativo frente a la imposibilidad de decir lo que quiero", nos confiesa, astuto. Nos cuenta que viajó dos veces a la Isla. Ante la pregunta de una posible Revolución Cubana en Argentina responde, contundente, sobre su imposibilidad: "Acá no podés hacer nada, no podés ponerle un impuesto al campo sin que haya líos. No podés contra nada que implique los factores de poder; ni a la Iglesia podés molestar".
Cambiando de tema, María le pregunta por su religiosidad pero no la deja terminar. No hasta antes aclarar que no se considera "bastante religioso" aunque rece todas las noches desde hace más de 50 años: "Tengo muy buena relación con Cristo, voy a misa de vez en cuando, me gusta sentarme en una iglesia y su silencio me hace bien. Pero seguramente si encontrara ese silencio en cualquier sitio me gustaría también", explica.
De alguna manera, nos acaba de decir que en la tormenta en la que está, en la guerra que se metió y que, muchos le reconocen, se animó a luchar con valentía sin ceder ni matizar siquiera su tono confrontativo, sólo extraña el silencio.
Recién ahí Morales, tiempista como el Diez de Boca, cede la palabra y permite la pregunta acerca de la despenalización del aborto. Se muestra de acuerdo y argumenta: "Todos en nuestras familias hemos tenido circunstancias por el estilo. La diferencia es el cómo: en una buena clínica o en una mala, y esto es una gran desigualdad". Lo mismo con la marihuana, aunque reconoce que aún algunos mitos le generan cierta incomodidad.
Se explaya luego sobre los problemas que tuvo en canal 7 con su programa Desayuno, dejando frases en el camino: "Nadie se anima contra el poder corporativo mediático. En cambio, contra el gobierno se anima cualquier chitrulo".
Víctor Hugo no dice tonto, dice chitrulo (lunfardo); tampoco existir, sino propender; tampoco terminar, sino aventar. Ese es Víctor Hugo; sus palabras son sus armas y pareciera que las tiene cuidadosamente seleccionadas. Lo dijo alguna vez: hombre de radio, es bueno en el uno a uno, con los micrófonos y las cámaras, pero con mucha gente los nervios le juegan en contra.
Ya con casi veinte minutos de entrevista, nuestro entrevistado suena más íntimo y hasta nos hace creer que le caímos bien -y hasta quizás, quien sabe, es cierto-:
-Cada vez estoy más vigilado- se lamenta.
Es que está, como bien sabe, "en el ojo de la tormenta", en un barco en medio de una tempestad.
-Soy bien visto por el gobierno en este momento porque en la pelea que mantienen con las corporaciones yo estoy mucho más lejos de ellas que del gobierno- aclara, como si hiciesra falta.
Ya se perdió de transmitir el Mundial por Canal 7 -"para no darles el gusto"- y ahora nos cuenta que le hicieron una oferta desde la televisión para conducir un programa en un canal que maneja Villarroel. "Estoy viendo, peleando conmigo mismo a ver qué hago con eso...", se sincera.
En este sentido, dice que cuida cada detalle al hacer sus programas: nos cuenta que no trata el tema de las tomas de secundarios porque considera que hay una intención política detrás: "No es casual que las elecciones sean el domingo", dice, aunque enseguida admite que puede estar equivocado.
"No voy a hacerle una nota a un chico que ocupa un colegio para que me diga: Macri es un inútil, no en este momento", agrega. Y en esa decisión, arriesgada quizás, casi vanidosa, pienso que radica su grandeza.
Sus respuestas empiezan a hacer más breves y ya siendo casi las 6 y 50 la intención es obvia: que le digamos: "Terminamos acá, muchas gracias", pero imposible. Cada uno de nosotros arroja sus últimos dardos, pequeños darditos, pero me quedo a propósito con el último, que lo arrojo perfectamente al final. La pregunta entra justito antes de la chicharra, como un gol convertido en el último minuto del tiempo de descuento.
-¿Estás más convencido hoy de limitar la concentración mediática después de todas las repercusiones tras la sanción de la Ley de Medios?
-¿Pero qué te parece?- contesta, cómplice- Si no se puede poner en marcha la cláusula antimonopólica, la ley de medios va a tener cosas lindas y útiles, pero nada más que lindas: no va a cumplir la finalidad que tenía antes- y tras un silencio retoma, con ganas y golpeando la mesa, interrumpiendo una pregunta de uno de mis colegas y mirándome fijamente- Que la ley de medios no se pueda aplicar demuestra, ¡fijate si tendrán poder!, la falta que esta hacía.
Estoy hecho. Y ahí justo suena el teléfono y el relator, hoy de árbitro, pita el final: "Bueno, chicos, yo ya...", y atiende. Es el final. Nosotros nos vamos parando: ¿Nos tendremos que ir sin un saludo? ¿Sin demostrarle nuestra admiración?
Es entonces cuando corre el tubo de la oreja y nos extiende, otra vez y con esa sonrisa y ojos achinados, la mano. Me hubiese gustado decirle lo mucho que admiraba su coraje y su profesionalismo; de hecho, lo lamenté en ese momento, pero luego me quedaría tranquilo.
Es que estoy contento. No por las preguntas, que fueron tontas, superficiales y hasta con un tono inseguro y nervioso, sino porque siento que él se fue con la certeza de que lo entrevistaron tres jóvenes que no se comieron ni se comen el verso mediático del libro de Majul o las últimas goriladas, siempre a la orden del día, respecto a su "giro hacia el oficialismo" y su supuesta venta al gobierno de turno.
"Ustedes son jóvenes, tienen que ser observadores de todo; saber cómo son las cosas y no dejarse trabajar la cabeza", nos aconsejó hacia el final del partido-entrevista. No hizo falta preguntarle. Lo soltó casi como un cariño: "No se dejen trabajar la cabeza".