jueves, 31 de marzo de 2011

El pelado del kiosco

El alivio al ver el kiosco de las rejas abierto fue inmenso. Es que eran ya las once de la noche y todos los demás ya habían cerrado. No lo conocía; sólo sabía que tenía malos precios y que vendía panchos fríos, pero en ese momento esas cosas no importaban. Yo sólo necesitaba forros.

Cuando me acerqué, vi que el tipo que laburaba, un pelado cuarentón con expresión no de cansado sino de hinchado las pelotas, estaba reponiendo la mercadería en la heladera del fondo.

"Pobre", pensé: había que interrumpirlo. Interrumpirlo, que se acerque a la reja, que escuche el pedido, que vaya a buscarlo y vuelva a entregármelo, o irme a mi casa con las manos vacías. Definitivamente, la segunda opción quedaba descartada, por cuestión de circunstancias. Así que: "Hola", saludé con simpatía.

El tipo se acercó y hasta se permitió una sonrrisa, cosa que no esperaba: "Hola, sí, decime", saludó casi mecánicamente, con una cadencia idéntica entre palabras.

"¿Prime tenés?", le pregunté y dudando me contestó: "Prime... sí, tengo", tras lo cual se alejó y fue detrás de la caja. Me preguntó cuál quería, mientras señalaba la colección entera de cajas de colores. "El más normal", le dije, porque la verdad que un poco me daba lo mismo cualquiera, y otro poco porque algo de pudor hay en estas cosas, por más anarquistas, zurdos o agnósticos que nos hagamos -tampoco daba decirle al pelado que me alcanzara los "anatómicos"-.

Pero sí, debería haberle dicho eso. El pelado no sólo se sonrrojó, sino que empezó a mover las manos con torpeza, tocando una y otra cajita, sin decidirse por ninguna: "Uh, decime vos", dijo con voz nerviosa. "Yo laburo de kiosquero a la noche, no cojo", enseguida agregó, implacable. Mudo, incómodo, sólo atiné a responder "ese está bien".

El pelado, sentía, se había sincerado como un hermano.

No podía irme en esas condiciones: el pobre tipo pensando en su laburo de mierda, en su horario también de mierda y, encima, en su imposibilidad para relacionarse. Así que le pedí también un chocolate, casi que de excusa nomás para continuar la "charla". "Llevate este", me recomendó, y, cómplice, hasta se animó a pronosticar: "Con éste la matás". Se refería al Toblerone.

Así, el pelado, que no pudo ayudarme con la elección de los forros, eligió por mí el chocolate.

Lo saludé con cariño y tras volver a casa me recorrió una fuerte convicción: mañana cuando salga de la facultad voy a ir a comerme un pancho frío a su local.

domingo, 27 de marzo de 2011

jueves, 17 de marzo de 2011

Laila (otra oportunidad)


Laila piensa todos los días. A veces sueña, tiene hambre; tiembla de frío o sufre del calor y jadea.

Está sola aunque no concibe ni se imagina, tampoco recuerda, un pasado diferente. Su realidad es este patio, a veces la cocina y cada tanto el gran mundo exterior, ese espacio inmenso que por momentos la desconcierta.

En sus salidas ve autos que pasan, ha visto también semáforos, pero para ella son sólo luces que titilan, son sólo colores que por momentos brillan, sombras y figuras sin nombre; tonalidades. Laila ignora muchas cosas pero tampoco las necesita saber. Ni pretende hacerlo.

Se confunde cuando camina sóla por la calle, y ya no sabe bien porqué camina sólo por la vereda. Se confunde cuando ve uno de los suyos. Su cabeza es una maraña de pensamientos que la hacen reflexionar de esa realidad que nunca fue; sólo quiere olfatear y generar un contacto, y generalmente se entristece porque sabe, intuye, que probablemente no vuelva a cruzarlo nunca más. Es un amigo de una sóla noche, de una sóla esquina, por eso lo olfatea hasta más no poder; hace ruído con el hocico como queriendo adueñarse de ese aroma para así retenerlo y recordarlo, una y otra vez, hasta el cansancio.

Laila duerme mucho porque no encuentra muchas cosas para hacer. Prefiere descansar y dormir, porque así sueña.

Sueña con muchos otros, con una pradera grande, inmensa, para correr; correr como nunca corrió en su vida, sin límites ni dirección alguna. A veces sueña y hace ruidos que son como lamentos. Se acuerda de ese primer mes de vida en el que pasó sus días en una jaula, poniendo cara de bebé para que algún niño intrépido consiga convencer a su mamá lo linda que ella era.


Una Pepa cualquiera

Agobiada por el fuerte calor que inundó a la Ciudad de Buenos Aires, así como por la fuerte correa que la sujeta, Pepa, una perra adulta, espera, sentadita y obediente, que su dueña le señale el momento oportuno para cruzar Riobamba y Corrientes.
Pepa está vieja; tiene el pelo algo canoso -aunque lo mantiene lacio y brilloso- y dos de sus dientes negros, pero a pesar de sus años, que notablemente le pesan, es observada y algunas veces hasta acariciada por los peatones.
En el medio de la calle recibe el saludo, que es casi una cachetada, de un niño con ganas de jugar, pero ella pareciera estar pensando en otras cosas y, sin rechazarlo, continúa su camino, que es el de su correa, que es el de su dueña: “Vamos”, le ordena esta y, tras un leve tirón en su cuello, ella entiende el mensaje y avanza, educada, sin reprochar ni tironear de la soga.
Al cruzar Riobamba es Pepa, la vieja Pepa, que jadea sin interrupciones, cansada tras una caminata por el caluroso cemento del centro de la Ciudad, la que asume el riesgo de un eventual tirón y toma la delantera.
Su ánimo recién se recupera al tomar contacto con uno de los suyos, cuando sus orejas, otra vez paraditas, recuperan la atención y su olfato se activa.
Es su hocico el que manda ahora.
Pepa se olvida del collar, del calor de su cuello y de todo lo demás; se olvida que tiene sed, que su dueña quiere volver a casa y sólo olfatea sin preocupación, adueñándose de un aroma que seguramente recordará pero difícilmente vuelva a sentir.
“Dale Pepa”, la apura su dueña, que acompaña cada orden con un nuevo tirón en el cuello.
Pepa, como siempre, no tiene opción.

jueves, 3 de marzo de 2011

El Tigre de los Andes

Daniel, mano derecha del cacique de la Comunidad Diaguita del Divisadero, entiende que la última pelea en la que luchó no fue ganada por el arco y la flecha, sino por la lucha dada en los medios de comunicación.

El combate, que lo envalentona y lo enorgullece, no fue contra otro pueblo, "como lo era antes", sino contra las fuerzas policiales salteñas que intentaron desalojar a los descendientes de los indios Quilmes del territorio correspondiente a las ruinas de sus antepasados, en disputa hace décadas por su gran atractivo turístico: "Vinieron las fuerzas de élite de la Provincia y ni así pudieron", se jacta Daniel.

Los descendientes de los indios Quilmes, al igual que Daniel y su pueblo, no se sienten argentinos ni chilenos; pertenecen, ambos, a la Nación Diaguita. Daniel todo el tiempo hace referencia a ella y a la necesidad de organizarse para defender tanto territorios como derechos: "Pertenecemos a una Nación guerrera; debemos recuperar esa identidad porque es la única manera que tenemos de defendernos", dice, mientras gesticula con bronca y apreta el puño.

"Nuestros antepasados resistieron primero a los incas y luego, durante 100 años, a los españoles", relata, haciendo referencia a las Guerras Calchaquíes, que se sucedieron entre 1562 y 1667, cuando los pueblos diaguitas finalmente fueron derrotados y reducidos a la esclavitud por los conquistadores venidos desde Europa.

Daniel se divierte relatando la pelea contra la policía. Conocido entre su gente como el Tigre de los Andes, fue uno de los ocho enviados a ayudar a la Comunidad India Quilmes. "Hoy las luchas no se ganan con tiros, sino con esto", dice, desafiante, señalándose la cabeza. "Ganamos porque ellos no conocían el terreno, y ese es un error imperdonable". Cuenta que gracias a eso pudieron acorralar al cuerpo de infantería, y hasta que él y sus compañeros tuvieron la posibilidad de matarlos, pero que esa no es ni será nunca la idea: "Lo único que queremos es que no vuelvan", dice, y tras una pausa agrega con una mueca de sonrisa: "Con el miedo que se pegaron, no creo que acepten volver jamás".

Para terminar, cuenta con orgullo que ya son 26 las causas penales en su contra, aunque aclara, enseguida, que una de ellas fue "dibujada" por el Intendente, a quien sólo le pide que no monopolice el turismo.

El Tigre de los Andes es el encargado de la coordinación de los guías que acompañan a los turistas que se acercan hasta la aldea, de 300 habitantes, para visitar las famosas tres cascadas que se encuentran en su territorio. El pueblo permite a cualquiera el ingreso en sus tierras, pero recomienda el alquiler de un guía para el camino: "Ayer hasta vinieron los bomberos para rescatar a una pareja que habían rechazado ir con uno de los nuestros", señala uno de ellos.

El camino hasta las cascadas es complicado y requiere de cruzar el río varias veces; una leve llovizna es suficiente para provocar una crecida y que se torne peligrosa la aventura. Daniel, algo agresivo, insiste en no ir sin un guía: "Nosotros permitimos que pasen, pero no sean soberbios"., ruge. El precio que pide el pueblo es de 20 pesos por persona, aunque puede ser hablado sin problemas...

Ayer una turista extranjera, que recibió esta misma charla, le preguntó para qué querían las tierras si no las producían. Daniel cuenta su odio ante semejante cuestionamiento, aunque también cuenta que lo logró contener: "Le respondí que ese árbol de allá produce oxígeno, me da sombra y leña. Pero además le dije que ese árbol me da compañía cuando estoy sólo", dice, largando una carcajada. Luego, recuperando su gesto adusto, agrega: "Y eso es algo que no creo que haya entendido".

Daniel no está seguro si le gustaría ser cacique algún día, aunque sabe que es una posibilidad, en caso de que así lo decida el jefe de la aldea. Insiste todo el tiempo en recuperar una identidad que día a día se va perdiendo. Durante la charla, mencionó a varios antepasados, reconocidos y recordados por haber dado la vida por estos territorios que él y las distintas parcialidades diaguitas hoy habitan. Entre ellos, sobresale Juan Calchaquí, quien fuera el cacique que, a mediados del siglo XVI, supo convocar a las distintas parcialidades de la Nación Diaguita para formar un gran ejército con el objeto de resistir la colonización española.

"Los occidentales nos trajeron el alcholismo, las drogas...", reflexiona, y tras una pausa continúa, seco, rotundo: "Antes no se les pegaba a las mujeres". Daniel ha leído mucho y conoce de otros pueblos y culturas. Habla del Imperio Inca, la influencia cultural que ejerció en su Nación; también habla de los Estados Unidos y hasta de los samurais japoneses. "¿Pero sabés cuál es la diferencia?", nos pregunta y ante el silencio responde, implacable: "Nosotros no somos expansionistas".

martes, 1 de marzo de 2011

Tarea para el hogar

¿Existe el amor de una sóla noche?

¿Se vale?

¿Existe un amor para toda la vida?

¿Y varios?


¿Se puede dejar de amar al amor de tu vida?

¿Se puede no encontrarlo jamás?

¿Existe?

¿Se vale no querer enamorarse?

¿Tiene sentido?

¿Se puede?