miércoles, 6 de mayo de 2009

Qué felicidad

No sabes que contento me pone reencontrarme con Orestes. Una sonrisa infantil se impregna en mi cara, y mis ojos se agrandan. Me siento un nene con el cucurucho más grande del mundo, con el regalo de navidad más preciado. Me siento ese niño que fui y que extraño ser. Lo siento más cerca, al menos. Simplemente por saber, por tener la certeza de que aquel personaje de mi imaginación, no sólo fue, sino que ahora también es. Es y seguirá siendo presente. No digo que haya dejado de serlo alguna vez, pero ahora se renuevan mis expectativas y mi curiosidad se agiganta a cada minuto. Como juguete olvidado, Orestes vuelve al lugar que se había ganado, al primer plano de mis pensamientos. Será que lo necesitaba. Que lo necesitaba o lo extrañaba, no lo sé, ni me importa. Pero sé que estas no van a ser páginas de un libro cualquiera, de una novela. Van a ser las páginas de la vida de mi gran amigo y compañero Orestes.

lunes, 4 de mayo de 2009

Click

El otro día vi cómo se caían las hojas de los árboles. Me hubiese gustado tener en ese momento la cámara, pero es siempre lo mismo; no era cuestión de tenerla en la mochila. Si hubiese decidido llevarla en la mochila aquella mañana, hubiera corrido otra suerte, y esa situación estoy casi seguro que no se me hubiera presentado. Es ley. Cuando uno no la lleva es cuando se le ocurren esas secuencias que uno piensa que podrían competir hasta con el mejor fotógrafo del mundo, aunque está bueno destacar que eso sólo pasa en ese instante, porque luego al momento del revelado, son más las frustraciones que los encantos. Esta también es otra ley. O su segunda parte.

Sobre el cuadro que se me presentó, no hay mucho más para decir. Era simplemente eso. Hojas cayendo y susurrando por lo bajo. Una llovizna de hojas amarillentas que caían como papelitos desde la copa de los árboles, que se amontonaban en la vereda, cubriendo el gris oscuro del cemento. Lo hacían con lentitud, pero con un estilo propio que parecía darles vida. Daban trompos en el aire, giraban, ladeaban para un lado y para el otro. Y ay, cuánto vale una situación así entre tanta urbanidad. Qué gran satisfacción es caminar pisando estas hojas maduras caídas de los árboles, qué grato desfasaje de tantos colores artificiales y grises opacos. Y ay, pero qué tan descuidados están estos en nuestra vida cotidiana. Acaso no lagrimean con sus hojas amarillas, acaso no murmuran unos con otros, siendo el viento que los agita el cómplice de sus pensamientos. Acaso no piden a gritos un poco de espacio; recuperar su protagonismo en un mundo que cada vez les es más ajeno. Acaso no son ellos la causa de mi respiración.