jueves, 26 de mayo de 2011

La abuela Chichita

Empezó a tener problemas para escuchar hace rato... O eso creía mamá.

Con la abuela costaba hablar por teléfono, costaba mantener una conversación. Con ella ya no se podía hablar, se quejaba. Mi vieja directamente dejó de llamarla cuando ya ni con gritarle se entendían. Chichita, afirmaba ella, a cada frase respondía "QUÉE". O, peor, hacía la que entendía sin entender un carajo, y eso era lo que más le molestaba. Era hablar con la pared, "hablarle a la nada", repetía indignada.

Dudó mucho tiempo en decírselo a su hijo hasta que un día, nostálgica de esas buenas charlas largas, ravioles mediante con la abuela, se animó: "Sergio, ¿no crees que tu madre debería usar un audífono? No se le puede hablar".

Sergio, sin contestar, pasó el dormitorio, el baño y el comedor alejándose de la abuela, se fue hasta la otra punta de la casa y, desde allí, a unos cuantos metros habló: "Te traje los 500 dólares que te debía".

Ante la sorpresa de Laura, Chichita, que se fascinaba con uno de sus sobrinos en la cocina, giró la cabeza y respondió: "¡¿En serio me los trajiste?!". Sergio volvió y se rió con Laura: "¿Viste? El problema no es del oído".

Sergio era psiquiatra; sordera selectiva le llamaba a eso.

lunes, 23 de mayo de 2011

Ella y él

Ella, la mina más grosa de su vida. Él, su primer chico. Ella, la mina con la mejor sonrisa. Él, el tipo que más la hizo reir. Ella, su primer relación en serio. Él, el tipo con quien nunca pensaba estar. Ella, la mina más linda con la que estuvo. Él, el tipo más grande con el que estuvo. Ella, la primera que presentó a su familia. Él, el primero que la hizo sentir una mujer.

Nunca más se vieron.

domingo, 15 de mayo de 2011

Las moscas de la cocina


No se van por nada del mundo.

Ya probé con sprays anti moscas y mosquitos y hasta con raids mata cucarachas, pero no hay caso. Lo único que logré fue contaminar la comida y llenar de un vaho extraño la cocina y algo del comedor.

Probé también limpiando los platos y las cacerolas apenas terminada la cena, pero tampoco; bajando la basura todos los días conseguí igual resultado. Empecé a cerrar las ventanas, la puerta del patio, puse un mosquitero, pero todo sigue igual: las moscas siguen ahí, como si nada.

En una tarde de desesperación, no hace mucho, cazé el trapo y les empecé a dar. Por suerte, durante el ataque de locura que sufrí no había nadie que me pudiese observar.

Sostenía con fuerza el repasador, movía el brazo violentamente de abajo hacia arriba para darles a las mosquitas que estaban bien panchas en el techo, así como a las que permanecían pegadas en las paredes. Así estuve cinco minutos, y cuando creí que mi táctica, finalmente, había dado resultado, descubrí, patéticamente, todo lo contrario; no sólo las moscas seguían ahí, sino que ahora volaban de un lado para otro, zumbando sobre mis oídos y, hasta a veces, posando sobre mi piel.

Eran más de las que temía. Eran muchas, millones. Pregunté a los vecinos y hasta algunos profesores; mis viejos no tenían idea. En la facultad me preguntaron cómo eran y las describí con perfección: eran pequeñas, más pequeñas que las moscas, pero menos rápidas que aquellas. Más silenciosas que los mosquitos, pero más difíciles de matar que estos. Exprimían un líquido rojo al morir, pero no se trataba de sangre humana puesto que no picaban.

Fui al supermercado más grande. Compré nuevos sprays, los últimos, que hasta venían con tapas de colores y promociones de dos por uno. Pero la suerte fue la misma. Las moscas no estaban dispuestas a trasladarse, ni a morirse, ni a dejarme en paz al menos un día; se quedaron también en el invierno...

Fueron mi obsesión; dormía pensando en ellas, me levantaba pensando en ellas. Y hasta las soñaba.

Un día, ya sin esperanzas de destruir la especie que lentamente se estaba constituyendo en mi cocina, le conté a un viejo compañero de secundaria mi triste situación; le pregunté qué carajo podía hacer frente a tamañana adversidad.

Él, que nunca se hacía problema por nada y entendía la vida como nadie, me contestó con sabiduría: "Ignoralas, Darío. Hacé como si no existiesen."

Al mes, las moscas, tristes, se fueron para no volver jamás.

lunes, 9 de mayo de 2011

We're jamming

Hacia las tres de la tarde, las más de diez mil personas que se reunieron en la Plaza de Mayo para apoyar la despenalización del consumo de marihuana se disponen a avanzar por Hipólito Yrigoyen.

"Nuestro bebé se está haciendo famoso", dice, entre risas, una mujer de no más de 30 años que, encolumnada detrás de la bandera principal de "No al narcotráfico" con su joven pareja, marcha mientras empuja el cochecito de su bebé, que recibe miles de flashes y saludos de los manifestantes.

Es que el carrito fue decorado para la ocasión: tiene pegadas chalas hechas a mano con cartulinas de colores.

Más atrás un grupo de amigos también se preparó para la manifestación. Los cuatro tienen carteles colgados en sus mochilas que sobresalen de sus espaldas: "Contra el narcotráfico, cultivá tus derechos", aconseja uno que tiene el dibujo de una maceta y una hoja de cinco puntas.

Hay quienes vinieron solos a apoyar la causa, como Juan, que trajo un cartel que escribió con su puño hoy a la mañana en el que detalla el artículo 19 de la Constitución Nacional.

Dicho artículo es el principal argumento que comparten todos los manifestantes para defender el consumo de una sustancia que, desde 1973 y como consecuencia de las presiones norteamericanas, está prohíbida en el Código Penal.

La ley de Drogas de 1989, -o Ley de Estupefacientes-, aseguran, sólo sirvió para meter presos a los que compran -"a los perejiles"- pero no a los que venden -"los peces gordos"-.

El artículo 19, invocado por la gran mayoría de los presentes, fue el argumento de la Corte Suprema de Justicia Nacional en el caso Arriola, de agosto de 2009, para declarar inconsitucional uno de los artículos de la Ley mencionada anteriormente (el 14), que, aún vigente, prohíbe la tenencia simple de drogas para consumo personal.

"A pesar de lo hecho por la Corte, todavía tenemos el riesgo de ir a la cárcel simplemente por tener unos gramos de marihuana", afirma Juan, preocupado, pero exhibiendo con satisfacción su cartulina.

Los manifestantes se aprietan en la angosta Yrigoyen, pero eso no detiene la alegría, que se transmite a través de banderas que flamean y en cánticos que piden -y defienden- el auto cultivo y la despenalización no sólo del consumo sino también de la tenencia de marihuana.

Al cruzar Florida, el tránsito de peatones se detiene y son varias las señoras que observan y cuchichean acerca de la sorpresiva marcha y sus generalmente escondidos actores: una señora bajita, ubicada en la esquina, aplaude a la juventud que avanza lentamente y recibe los gritos de algunos pibes: "¡Véngase, señora!", la tientan.

Otra señora, misma edad, indignada por la humareda y visiblemente horrorizada por las fotos de chalas y cigarrillos caseros, les responde a los marchantes: "La marihuana hace mal", vocifera.

Ella, sin embargo, que pita uno de tabaco, pero con firma multinacional, aún no se enteró que su cigarro hace peor.

La multitud continúa el avance y dobla, curiosamente, por la calle Piedras, para luego retomar Avenida de Mayo y dirigirse al Congreso.

Allí se espera que sea discutida una nueva ley, "que no criminalice y no estigmatice a los jóvenes", se muestra esperanzado Ricardo Paveto, psicólogo especialista en adicciones entre adolescentes; "una nueva ley que no los discrimine", resume.

Desde los edficios, hay quienes abren las persianas y saludan: un trabajador se lleva el puño derecho al pecho y luego extiende el brazo hacia la concentración, en señal de apoyo; dos señoras de un segundo piso alzan las manos como si fueran Perón en el 45.

Luego de quince minutos de marcha y tras haber cruzado la 9 de Julio, los gritos se apagan y los cánticos desaparecen hasta que una combi vieja que acompañaba la movilización hace sonar su moderno estéreo con una canción que recuperará a todos del momento bajón.

"Ju ieee", es la señal que da inicio al delirio popular.

"We're jamming, jamming", continúan todos, mientras acompañan la música del gran Bob con el movimiento de sus cuerpos. "Estamos bailando, bailando, no hay reglas, no hay compromiso, podemos hacerlo de cualquier manera", dice la canción que es casi religiosa.

Al costado de la marea de gente, los afiches de THC, la revista que coordina la marcha, llevan la foto de Victoria Donda, diputada nacional impulsora del proyecto de ley que presentó Proyecto Sur y que pretende terminar con la criminalización de los usuarios.

¿El título del afiche? "Despenalizar el consumo es combatir el narcotráfico".

lunes, 2 de mayo de 2011

Había que cortarla

Un amigo de él, apodado el Turco, fue el que se la presentó. Juan aseguraba que no había nada especial en ella, pero ante la insistencia de, además, varios de sus otros amigos, accedió a conocerla. Al menos a probar qué onda.

Las primeras veces que salieron Juan estaba desilusionado. No era todo lo que le habían prometido. No podía creer cómo todos, tan seriamente, le habían hablado maravillas.

Pero de a poco fueron conociéndose y entablaron una linda relación. Se empezaron a ver más y él aprendió a disfrutar los momentos juntos, que aumentaban. Así, le dio la razón, rápidamente, a sus consejeros, quienes hacían gala de su acierto. Juan, era obvio, iba a terminar cayendo, como antes habían caído otros.

En un primer momento, se veían sólo de noche cuando salían con el grupo de amigos de la secundaria que compartían, pero a medida que pasó el tiempo, comenzaron a juntarse solos, sin el pretexto de ningún tercero ni ninguna fiesta. "Ya es cosa seria", opinaban sus compañeros, a quienes, claramente, la relación no les sorprendía.

Sin saber bien por qué, Juan la ocultaba a sus padres. Había presentado antes a una muchacha con la que había salido poco más de un año, pero con ella, pensaba, era distinto: "a mis padres no les va a gustar", afirmaba sin ningún tipo de duda. Estaba seguro de que sospechaban algo, pero mantuvo el secreto con esfuerzo.

Cuando llegaron al año de relación clandestina, la mentira no daba para más. Sus padres, que antes ni siquiera le pedían datos de sus salidas, ahora comenzaron a cuestionarle cada una de ellas: a dónde vas, con quién te juntas, a qué hora venís. Incluso a veces lo esperaban toda la noche para toparse con él en la entrada y, quizás, hallarlo in fraganti.

Sin embargo, Juan había aprendido algunos oficios propios del amor. Sabía qué responder, cómo hacerlo; cuándo dar respuestas y cuándo mejor callar.

La relación, al cabo de un año, los estaba consumiendo. Era algo que les sucedía a los dos, pero ninguno podía verlo, aunque cada uno tuviese razones diferentes…

Juan sentía que se estaba alejando cada vez más de sus seres queridos, su familia y algunos antiguos amigos que tenía olvidados. Cada encuentro que realizaban era, pensaba, un modo de acercarse al final, un modo de acabar con todo lo que habían construido, con todo lo que habían crecido juntos. Ya los padres no figuraban en su cabeza; ahora sólo pensaba en tomar una determinación.

Y así fue que un día Juan decidió no regar más la planta de marihuana que había cultivado con tanto amor durante un año y siete meses. El Turco, cuando se enteró del asunto, le dijo: "Era hora, Juan. El amor tiene fecha de vencimiento".