miércoles, 21 de abril de 2010

Carlitos

Carlos es un tipo común. Tiene un nombre común, un trabajo común, y muchas preocupaciones comunes. Pero le teme, más que muchos otros, a la muerte; un fin inexorable pero siempre presente. Una sombra que lo acecha y lo mortifica, persiguiéndolo día y noche y atormentando sus horas. Por doquier encuentra razones para que sus días encuentren un punto final. Esta preocupación por el final no le permite el goce y el disfrute, que envidia a sus pares. Mejor dicho, Carlos era un tipo común.

Carlos tuvo miedo a las agujas y a las vacunas desde que aprendió en la secundaria que una simple molécula de oxígeno en sus venas podría súbitamente acabar con su existencia.

Carlos odió tomar ascensores y trataba de evitar al máximo su uso. Prefería las escaleras. Temía quedar encerrado en uno de esos aparatos y terminar sus días bramando inútilmente por alguien que lo escuche y se digne a rescatarlo. En el mejor de los casos, porque así lo consideraba él, temía simplemente que el artefacto se desplome en un abrir y cerrar de ojos.

Carlos jamás viajó al exterior. Hacía oídos sordos al discurso de que los aviones eran el medio de transporte más seguro. Para él, sólo los pájaros podían volar con seguridad. Siempre decía que una simple impureza en el aire podría hacer añicos una de las turbinas y hacer caer en picada la gigante maquinaria. Carlos tampoco anduvo en barco alguno. El miedo a una simple fisura en el armazón del mismo lo petrificaba.

Carlos murió tras haber sido llevado puesto por un 60 en Riobamba y Corrientes. Murió al instante. Ningún familiar se acercó. El fin de sus días resultó no ser el que esperaba.