domingo, 25 de diciembre de 2011

De despedidas y algo más

Laila me ignora. O no me escucha, no lo sé. Pero ella sigue tirada ahí, durmiendo, o esperando no sé bien qué. No sé si es que está vieja o es que ya no me tiene ese afecto que me tenía. Que nos teníamos. Pero no me recibe como antes, ni me pone cara de nada. Ya ni pide que la pasee. No me viene con su hocico todo mojado de recién haber tomado agua para romperme las pelotas y pedirme una salidita al mundo exterior -al menos una manzana, creo que diría si pudiese conversarme-. Para peor, no sé si es culpa mía o su vejez. Culpa de no limpiarle el patio, de de alguna manera ser el que la obliga a pasar un día entero (dos incluso) acostada ahí debajo de la mesa de plástico del patio esperando vaya a saber qué, durmiendo vaya a saber para qué. El otro día de gran calor, al menos, le di unos cuantos baldazos de agua fría que recibió sin moverse, para luego sacudirse y mojar con esas gotas que no molestan pero que dejan un olor a perro que no está tan bueno -porque nada más feo que el olor a perro grande, y encima mojado-. Recuerdo que dejé que me mojes, pero no sé si es suficiente. Laila, espero haber sido un buen dueño para ti.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Cuentan, cuentan, cuentan...




"Cuentan
que los que recibieron al extraño,
-que por rara virtud también fue un héroe-
lo esperaron con su hambre y sin otra atribución."

"Cuentan" fue una de las primeras, una grata sorpresa para la gran mayoría y una especie de regalito, como él dijo antes de comenzar.

Luego, en una de sus últimas canciones, ya algo cómodo por las constantes declaraciones de amor del público femenino pero también del masculino, Silvio, otra vez en Buenos Aires, cantó:

"Soy feliz, soy un hombre feliz, y quiero que me perdonen, por este día, los muertos de mi felicidad".

Y sí, te perdonamos, le contestamos con aplausos y alguna que otra piel de gallina. Y se fue. Y volvió, porque los gritos no cedían y los cánticos menos. Y la bandera cubana flameaba, inerte, en medio de la joven masa que lo aplaudía una y otra vez. Te perdonamos, Silvio, medio que le dijimos. Y volvió. (¿Volverá?).

Como quien dice, los públicos de grandes artistas no envejecen jamás. Y allí estábamos nosotros, sedientos de arpegios y esperando por más vueltas, preparando la despedida que se avecinaba, inexorable, triste, f'inal.

Y entonces volvió ya por última vez y cantó, como para agradecer todo el cariño; para hacernos un mimo y sentirnos cerca, cerquita, a pesar de la distancia terrible, implacable que nos separaba de su escenario:

"Cómo gasto papeles, recordándote.
Cómo me haces hablar en el silencio.
Cómo no te me quitas de las ganas
Aunque nadie me ve nunca contigo..."

Porque esa noche, de alguna extraña manera, estábamos juntos. Lejos, sí, bien lejos, pero sintiéndonos. Él con su guitarra y nosotros, atreviéndonos al susurro.

"Y como pasa el tiempo,
que de pronto son años,
sin pasar tu por mí, detenida".

Seis años habían pasado desde la última vez. Quién lo hubiese dicho.

"Te doy una canción si abro una puerta
y de la sombra sales tú
te doy una canción de madrugada
cuando más quiero tu luz"

Más de tres horas juntos, después de años. Era madrugada, sí. Quién lo hubiese dicho.

"Te doy una canción cuando apareces
el misterio del amor
y si no lo apareces no me importa
yo te doy una canción".

Y aplaudimos. Mucho. Todo lo que pudimos. Quién lo hubie...

"Si miro un poco afuera me detengo
la ciudad se derrumba y yo cantando;
la gente que me odia y que me quiere
no me va a perdonar que me distraiga
creen que lo digo todo
que me juego la vida
porque no te conocen
ni te sienten".

Y volvemos a aplaudir porque creemos que en tus canciones lo dijiste todo, la vida y la muerte, el odio y el amor. Quién lo...

"Te doy una canción y hago un discurso
sobre mi derecho a hablar
te doy una canción con mis dos manos
con las mismas de matar.
Te doy una canción y digo patria
y sigo hablando para ti"

-Viva Cuba-, grita, vocifera uno.

"Te doy una canción
como un disparo
como un libro
una palabra
o una guerrilla
como doy el amor"

Quién...

sábado, 10 de diciembre de 2011

Un día histórico

Es curioso. Una Presidenta que se define por la negativa: "No soy la Presidenta de las corporaciones". Pero con un énfasis, una fuerza y un vigor envidiable: "Yo NO soy la Presidenta de las corporaciones; soy la Presidenta de los 40 millones de argentinos". Como para que no se lo olviden. Más tarde, Yasky explica el por qué del apoyo: "Ni una persona con hambre en la Argentina ni ningún genocida impune, esas son las dos banderas". Alicia Kirchner ante la promesa de buen desempeño: "Y también lo hago por Néstor, SÍ, JURO". Los aplausos y las lágrimas de Cristina. Evo Morales, apenas llegado al país, tras bajar de su avión presidencial con la insignia de "Estado plurinacional de Bolivia" no puede saludar a Cristina, a su nuevo mandato, sin agradecer: a ella, a Néstor, por la ayuda en sus momentos díficiles. La Presidenta con Dilma se da muchos besos, con Pepe y su primera dama se abrazan para la foto; con Piñera, nada, apenas la imagen de protocolo. "No soy yo, soy un proyecto colectivo", diría después. Nacional y popular. "Y profundamente democrático". "Parecía imposible recuperarse de tanta derrota, de tanta decepción, pero aquí estamos".

Del público, entre las banderas, una pregunta: "Si Néstor no es el pueblo, ¿el pueblo dónde está?"

jueves, 8 de diciembre de 2011

Son decisiones

El puto tardaba en responder los mensajes. Peor, a veces ni los respondía. Pero ella, mitad no querer ver, mitad ya fue, creyó que era todo parte de un juego, que aunque no entendía bien cuál, aceptaba con gusto; la clandestinidad, como a cualquiera, le divertía y le sentaba bien. Por lo menos al principio.

Después el chabón se fue convirtiendo en una obsesión. Era el hijo de puta que le encantaba, el hijo de puta con que todas las minitas querían estar y con el que sólo ella había podido. A costa de entregarle todo y él nada, sólo ella lo había logrado.

Al comienzo pensó que todo lo controlaba. Ese pendejo no me va a tener como quiere, pensaba. Las amigas le decían que tenía novia, pero ella no entendía, o no quería entender (esa es, finalmente, la gran duda de todo esto: ¿lo entiende y no lo quiere entender? ¿lo entiende y se hace la boluda?).

¿Cómo, si hasta en las putas redes sociales, con foto, etiquetaciones y hasta "me gusta" y hasta unos cuantos te amo había en internet? Si se los veía tan perfectitos por qué la iba a ver a ella, apretarla, besarla. Cogerla. ¿Por qué? Cómo, cagarla así, después de dos años de novios con "la puta esa". Cómo, si para el mundo era otra la que figuraba debajo de su foto tan tierna a continuación de la frase "Tiene una relación con".

De alguna manera, era como si ella no existiese.

Sin embargo, la posibilidad de que entre ellos algo existiera estaba latente. Lo estaba desde un principio, y lo era todo. Después, aún cada vez más lejana, siguió presente en su mente. Era cuestión de tiempo, pensaba, se convencía o lo intentaba. El tipo desaparecería de su cabeza, pronto conseguiría otro chongo, otro clavo que le sacase ese clavo, clavote, y todo lo mierda que la había tratado. Pero los tiempos, menos cuando uno los piensa y los repiensa constantemente, menos cuando los intenta moldear como si fueran arcilla, no se deciden como nosotros queremos.

Ya ni lo disfrutaba a su chongo cuando se veían, era una especie de cumplir. Pero era una rutina de la que le costaba y no quería salir (¿y no quería...?). Una rutina que le exigía tomar una decisión que ella postergaba. Porque, como siempre supo, la posibilidad aún hoy, la chance pequeñita de que algo le gustase a él, estaba, existía. Y hasta no rechazarla por completo, iba a seguir apostando. Jugando sus cartas en este juego que se le iba, se le fue, o se le estaba yendo cada vez más de las manos. A la mierda.

"En un año vas a pensar que es un asco. Te vas a preguntar cómo pudiste estar con él con lo feo que es. Ahora te encanta, pero ya vas a ver", le aseguraba una de sus best frends. Como desde hacía rato, había tiempos para que ese flaco con bigotes dejase de ser su fetiche, su objeto deseado, pero cuanto más pensaba en ellos, cuanto más los esperaba, más indomables, inciertos y hasta hostiles se volvían.

Hasta se preocupaba por estar linda, por estar perfecta y femenina. Cuando él, hoy lo percibe, claramente le chupa un huevo. No se preocupa ni por ella ni por nada. Ni por una camisa limpia ni por acompañarla a las cinco de la mañana a esperar el bondi que tardaba horas en llegar y otras tantas más en ir hasta su casa.

Al menos pagaba el telo, se excusaba ella frente a las exigencias morales de sus compañeros, algunos noviando y amando, otros noviando sin amar, y otros amando en un lado y noviando en otro. Ella no decía nada, casi, pero se servía más fernet y en intimidad con alguno y rojos los cachetes lograba llegar hasta el fondo de todo: "Jamás voy a estar con alguien así, me encanta. ¿Y si lo pierdo qué?".

Él, claro, era parte de esa autoestima por el piso; su culpable o al menos su copartícipe necesario -no importa-. Ahora, su argumento era imbatible. Y si lo perdía, ¿qué? Pero había que tomar una decisión.

En eso, el celular que vibra. Un mensaje: "¿Nos vemos?". Y una respuesta: "Dale".

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Largarlo para afuera

El pibe tenía asma, o algo por el estilo. Ante cualquier actividad f'ísica, se fatigaba fácil y empezaba a hacer bocanadas como los peces cuando están fuera del agua. Le pasaba cuando jugaba al fútbol, cuando corría o en días de mucho calor. Pero también, y sobre todo, cuando se acostaba y se ponía en la posición "más peligrosa".

En esas noches, despertar a sus viejos o sufrir la sensación de falta de aire hasta dormir era el dilema. "Papá, no puedo respirar", sólo lo decía en los peores momentos; era el último recurso. En las otras, tosía y tosía con el miedo a que lo escuchen para facilitar el ingreso de aire nuevo. Tosía para que lo que sea que había en su gargante, se destrabase y dejase correr el aire libremento pero, él lo sabía, a la primera dificultad era imposible zafar, y lo peor era hacerse la cabeza. La traba, claro, era él mismo.

El nebulizador era la solución mágica a todos esos problemas. El tema estaba en que era pendejo y no se lo sabía administrar sólo, ni siquiera sabía en dónde estaba guardado (suponía antes que de saberlo se hubiese curado más rápido, pero ahora opina que eso sólo le hubiese generado más dependencia). El mayor de los miedos era qué hacer si le pasaba lejos de casa o en algún lugar extraño que no tuviese el aparato milagroso. Que, dicho sea de paso, sólo servía para superar el momento, pero nada hacía con la "enfermedad", que volvía cuando quería no se sabía bien por qué.

Para ello, sus padres se decidieron: se contactarían con el mejor médico especialista en cuestiones respiratorias infantiles. Tardaron unos varios meses y unos varios llamados pero lo lograron. Muñoz, que había sido director del Hospital de Niños, los recibiría en una clínica privada sólo una tarde.

A la entrada, el médico saludó a ambos padres, preocupados por la situación de su hijo que parecía no mejorar nunca.

-Bueno, ¿qué es lo que quieren de mí?- preguntó.

-Queríamos que nos ayude con nuestro hijo, que se fatiga rápido y sufre broncoespasmos bastante seguido, como le contamos.

Es como si el pediatra los hubiese tanteado. Quizás otra hubiese sido su ayuda si los padres, separados en ese entonces y desde que el pequeño tenía dos, respondían algo así como: "Queremos que solucione el problema". Pero no.

Después de revisar al chico, de hablar largo y tendido con él, primero a solas y luego con sus viejos, después de ver la radiografía de sus pulmones -una con el aire dentro, otra con el aire fuera-, de sentirle su respiración una y otra vez, siguió con más preguntas.

Entre algunas otras, les preguntó a los padres si se peleaban frente al chico, si éste escuchaba esas peleas, desde cuándo estaban separados, si tenía amigos en la escuela, cómo era su personalidad, si conversaba con ellos, si les contaba cosas a ellos, sus padres; qué tan introvertido era.

En fin, charlaron un rato y con todos los elementos les explicó que el niño no sufría de asma como quien dice, sino de episodios asmáticos menores, que tenían que ver más con la infancia que con una enfermedad crónica; es decir que el ahogamiento se podía ir con la edad. Y les dio un remedio redondo que se convirtió en la salvación para esos momentos.

Algo alejado de la medicina, continuó:

-El problema no es ingresar el aire, sino expulsarlo para afuera.

Y esa fue la clave. El remedio hoy está vencido en un cajón. El padre habla de un triunfo del chico por haber superado eso. Él prefiere verlo como un logro entre los tres.

viernes, 25 de noviembre de 2011

La vuelta del maestro


Con la excusa de la presentación de "Segunda Cita", su último disco

Silvio Rodríguez la descosió en Ferro


Un poco más calvo, algo menos tímido y esta vez acompañado en el escenario por otros músicos, Silvio volvió a entregar un concierto inolvidable en Buenos Aires, donde no tocaba desde el 2005 cuando lo hizo en el Luna Park. El espectáculo duró más de tres horas y ganó en emoción a medida que se sucedían las canciones, todas reinterpretadas bajo una nueva faceta artística del cantautor cubano. Los veinte mil espectadores presentes ovacionaron, aplaudieron y cantaron junto al trovador, que se mostró más simpático, íntimo y cercano al público que otras veces y volvió en cinco oportunidades al escenario.

Eran las nueve y veinte pasadas en el Estadio Ferrocarril Oeste. El clima, la noche, era la ideal para recibir después de seis años al gran Silvio, representante de la canción revolucionaria cubana, del movimiento Nueva Trova y por qué no, de la Revolución en sí.

La gente se apresuraba como hormiguitas a acomodarse en sus asientos. En el escenario el grupo argentino “La Surca”, que acompañó a Silvio en cada una de sus presentaciones en Rosario, Córdoba y Montevideo, calentaba la velada.

Entre las filas de butacas y en las inmediaciones la expectativa era inmensa. Era la última presentación de Silvio Rodríguez en Argentina, y, se pensaba, algo habría de mágico en aquella noche, algo inolvidable sucedería. Pero todas eran sospechas, nada cierto había. Sólo una noche que, con sus estrellas, se aprestaba para una gala de buena música y los acordes de la guitarra del maestro. Todas sospechas que debían ser confirmadas.

Y eso empezó a hacer Silvio desde su primer tema. Mientras el público seguía ubicándose y el silencio se hacía esperar, apareció con toda su simpleza y vestido con una remera negra, se sentó, tomó su guitarra, se acomodó los anteojos, y lanzó las primeras melodías junto al trío de cuerdas Trovarroco, integrado por Rachid López Gómez en guitarra, Maykel Elizarde Ruano en tres cubano y César Bacardo Laine en bajo, y los músicos Oliver Valdés Rey en percusión y Niurka González Núñez en vientos.

“En el claro de la luna”, fue la elegida para la bienvenida, tema de su primer disco Días y Flores.

Con 65 años y una voz que no era ya la de su adolescencia, el cantautor demostró toda su vigencia, capacidad artística y musical al reinterpretar viejos clásicos de su itinerario de más de 500 temas y algunos inéditos que permanecían casi olvidados, como señaló respecto a “Virgen de Occidente”, “una canción que había olvidado y que me hicieron recordar”.

Pero ese fue su quinto tema. Antes, dedicó un tiempo para canciones de su último disco “Segunda Cita”, grabado en el 2009, año del 50 aniversario de la Revolución Cubana, y para explicar su por qué: “Siempre supe que tendría que haber una segunda cita con los ángeles que se ocupan de la suerte de mi país”, explicó el cubano antes de sumergirse en “Sea señora” y “Carta a Violeta Parra”.

En el primero de ellos, quizás el más significativo de sus últimos tiempos, defiende el presente socialista en su país natal a la vez que pide una profundización y revisión: “A desencanto, opóngase deseo, superen la erre de revolución, restauren lo decrépito que veo”, cantó y recibió el aplauso cerrado y emotivo de los presentes, multiplicados ante la mención hacia el final de la necesidad de “volver a la semilla de José Martí”.

Como señaló en una entrevista a Página 12 antes del recital, “Revolución no significa lo mismo en cada circunstancia, mucho menos desde que los dueños de los medios lograron que algunas cosas se vieran al revés”, y eso es lo que expresa el trovador desde hace tiempo y resume en “Sea señora”. Para él, lo revolucionario sigue siendo en Cuba defender la continuidad de la Revolución, aún con aspectos a hacer frente y a resolver, pero siempre hacia el interior.

Luego, la noche comenzó.

“Viva Cuba”, le gritó alguien desde algún rinconcito del estadio y él, rápido como con sus arpegios, retrucó: “Viva Argentina”, y anunció: “Ahora les vamos a hacer un par de temas que vamos a grabar”.

“Cuentan” y el ya mencionado “Virgen de Occidente” fueron los agasajados, posiblemente ambos integrantes de su próximo álbum. En su voz, en las palmas del público, y en los solos de la flauta a cargo de Niurka Núñez, heroína durante la velada y mil veces aplaudida, el espectáculo se iniciaba y tomaba calor y color. “Y la galaxia estaba enferma, iba enredándose como un remolino”, irrumpía nuevamente el extrañado Silvio Rodríguez.

Tres generaciones lo escuchaban y veneraban con el más profundo silencio como a un músico o algo más que eso.

Es que para muchos era –y es–también un referente político e intelectual, además de un “artista enorme”, como mencionaba un fanático cincuentón de las primeras filas; un representante de tiempos que habían sido, como aquellos durante la dictadura cuando por entonces sus casetes, prohibidos y señal de “subversión” para los militares, eran prueba de compromiso entre los jóvenes pero también de esperanza.

Otros, de menor edad y aún bajo escenarios políticos totalmente diferentes, vislumbran las mismas contradicciones y ven detrás del accionar y las letras del músico a un luchador que jamás dejó de dar pelea, ya sea a través de la palabra o de la acción directa, como cuando allá por la década del 70 y las influencias del internacionalismo se embarcó a Angola para acompañar el proceso de independencia.

Como dice Silvio en un tema que no se escuchó en la noche porteña, pero que conforma una sus frases más conocidas: “En busca de un sueño, van generaciones”, y estas todas se hicieron presentes y acompañaron, festejaron y entonaron sus canciones.

“Es admiración y respeto, además de la belleza musical de sus canciones”, explicó una adolescente visiblemente emocionada.

Más tarde, ahora sí, sonaron los temas más pedidos: los clásicos “De la ausencia y de ti”, “Días y Flores” y “Mariposas”, para luego invitar al escenario al músico cubano Amaury Pérez para cantar juntos “Amigos como tú y yo” y cederle el espacio para tres de sus canciones, como “Acuérdate de Abril”, la más festejada.

“Voy a ser discreto”, dijo Amaury, que en dos minutos ya había interactuado más con el público que la figura del concierto.

Contó anécdotas, hizo reír y recibió el chiflido de todo el estadio al mencionar que su tía estaba enamorada de Mirtha Legrand, y quizá sin lograr entenderlos, continuó y luego le volvió a dejar el lugar al trovador, que volvió renovado junto a su banda para dar una segunda parte más emotiva, cantada y aplaudida.

“Sonrisas de papel”, un tema inédito y no tan conocido aún para los más fanáticos fue el que dio inicio a esta segunda parte: “Una vez comprendí que mi voz no era mía, que era toda del mundo del mar y los días, y la llevé en mi viaje entre amores y horror…”, cantó en el más puro silencio.

A continuación, siguió “Canción del elegido”. “Quisiera recordar a cinco cubanos presos en Miami. Cinco antiterroristas que fueron a averiguar los planes para agredir a Cuba y ya llevan más de trece años presos. Mientras ellos estén allá, mientras no los suelten, mientras no los regresen a nuestra patria yo siempre en todos los conciertos haré un rinconcito para ellos”, la introdujo e hizo emocionar a toda el estadio: “…Y comprendió que la guerra, era la paz del futuro”, cantaron todos.

Entre más gritos de “Viva Fidel” y “Viva Cuba”, continuó con canciones como “La Gaviota”, “Óleo de una mujer con sombrero”, todas con interrupciones en el medio de mimos de los espectadores: “Olé, olé, olé, Silvio”, empezaba a escucharse en cada uno de los intervalos, mientras al trovador se lo veía cada vez más cómodo.

“El escaramujo”, pareció ser la respuesta de Silvio ante tanto cariño. Cuando nadie se animaba a seguir la letra, dejó de cantar y el estadio se animó entero: “Yo vivo de preguntar…”, dijo Silvio y calló; “Saber no puede ser lujo”, lo siguieron todos. “Si saber no es un derecho, seguro será un izquierdo”, replicaría después.

La versión de “La Maza”, tema dedicado a Mercedes Sosa resaltó entre los 34 del concierto, así como la entrada del otro invitado de la noche: Víctor Heredia, con quien interpretó “Todavía cantamos”.

Y la noche hubiese terminado con “La era está pariendo un corazón”, pero el público no se lo permitió y Silvio, como demostraría después con varias idas y vueltas, parecía no querer irse de Ferro ni de Argentina sin antes dejarlo todo, porque, todos lo sabían -él también-, la cita con Silvio era una rápida, fugaz, de una noche y nadie sabía bien cuándo sería el reencuentro, si es que lo hubiera en realidad.

“Ahora que lo tenemos, no hay que dejarlo ir”, dijo un señor que se levantó de su asiento y empezó a corear su nombre con las manos extendidas hacia adelante. Todos acompañaron y la cosa resultó.

Silvio volvió y sorprendió con “El necio”, donde cantó “para no hacer de mi ícono pedazos”, advirtió: “me vienen a convidar a arrepentirme, me vienen a convidar a indefinirme” y se definió: “Será que la necedad parió conmigo… la necedad de asumir al enemigo, la necedad de vivir sin tener precio”.

La noche, otra vez, podría haber terminado allí, pero algo mágico, se sospechaba, ocurriría. Silvio volvería cinco veces, en una de ellas con una cámara de fotos con la que retrataría el tumulto que lo aguardaba con cánticos y una bandera de Cuba que flameaba.

Cuando volvió por segunda vez, lo hizo sólo y el estadio explotó. “Es que la guitarra sóla tiene su magia también”, explicó el señor que iniciaba los cánticos. Entonces fueron Silvio, su guitarra, y veinte mil almas susurrando cada melodía, además de los que se apretujaban en los balcones de los edificios lindantes.

Tres clásicos cantó: “Ojalá”, “Unicornio” y “Playa Girón”, y tras saludar a todos y recibir los aplausos se perdió en la oscuridad del escenario. Y allí, hasta los organizadores se comieron el amague, que prendieron las luces del estadio. La gente, algunos nomás, comenzaron a irse y tuvieron que volver corriendo ante una nueva aparición del músico. Los que se habían quedado quietos inflaban el pecho: “Era obvio que volvía”.

“Soy feliz, soy un hombre feliz, y quiero que me perdonen, por este día, los muertos de mi felicidad”, cantaron todos juntos en “Pequeña Serenata Diurna”. Luego, entre otros tantos: “Casiopea” y “Angel para un Final” y Silvio, como para salir del altar en el que la multitud lo colocaba, como para humanizarse, olvidó la letra en una canción.

“No hace falta que diga que este es el mejor país en el que tocó, ni que somos su mejor público, porque no debe ser así, pero jamás lo vi tan simpático. ¡No quiere irse!”, dijo, casi analizó, una mujer emocionada. Otra, más chica y aprovechando un silencio lanzó al aire: “¡Te amooo Silvio!”, mientras la voz, sufrida, se le quebraba y se confundía con un arpegio que nacía.

“Un concierto de rock”, diría Amaury después, espectador de lujo de toda la gira.

Los últimos temas fueron “Sueño con Serpientes” y “Te doy una canción”; más clásicos como para no cantar sólo. “Te doy una canción, como un disparo, como un libro, una batalla, una guerrilla, como doy el amor”, se despidió Silvio. Esas fueron sus últimas palabras.

El “Silvio no se va, Silvio no se va”, ya no era un pedido para otra vuelta. Después de tres horas y media, era un gracias y un hasta siempre.

Redactor: Darío Martelotti
Fotografía: Lucía Álvarez Renó

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Quién sabe

Marian fue a la biblioteca del Instituto Goethe, donde cursa alemán, a comprarse unos libros. Consiguió varios, a 5 pesos cada uno. Pero le faltó el tomo 3: "Se lo llevó un chico hoy", le dijo el vendedor. ¿Será ese chico su media naranja, su príncipe azul? Encontrarlo, el primer paso para darse una respuesta.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Las palabras son las cosas

Todo lo que hacemos tiene manera de expresarse, de decirse. Toda acción tiene su palabra, no hay ninguna que no la tenga. Mientras actuamos, mientras hacemos algo, cualquier cosa, lo podemos pensar en palabras, lo podemos narrar. Lo que sentimos también. Cualquier sentimiento, hasta el más oscuro, hasta el más triste, tiene la suya.

Es decir, no hay nada fuera del lenguaje. Un fotógrafo y un psicólogo discutían:

Hay imágenes que valen más que mil palabras dijo el primero, a lo que el segundo, tras un instante de reflexión retrucó:

Lo que no se nombra, no existe.

Y nunca más se habló del tema. Si te nombro, te doy entidad, identidad. Si te nombro, existís, estás. En alguna parte, no importa dónde, pero estás. Es como dijo la profesora de historia alguna vez después de justificar algunas notas arbitrarias:

No es lo mismo decir golpe de Estado que gobierno de facto. No es lo mismo decir dictadura que decir Proceso de Reorganización Nacional, ni guerra sucia que terrorismo de Estado. Tengan cuidado: las palabras son las cosas.

martes, 1 de noviembre de 2011

La planta fetiche

Estaba entusiasmado porque veía que crecía y que, como con un impulso loco por alcanzar el cielo, la planta se hacía cada vez más alta. Pero un día, como de repente, no creció más.

Tampoco se marchitaba, pero era como si de un día para el otro hubiese dejado de haber vida dentro suyo. Eso es lo que creía él, quien esperó unos días en vano a ver si, como él a los 15, necesitaba esperar un tiempo para pegar el estirón, pero no.

Probó con más agua, más tierra y hasta la trasplantó a una maceta más grande, linda y limpia, pero no, nada cambió. Probó cambiándola de lugar, haciendo que le llegue más luz, mejor luz, y hasta fabricándole un techito para protegerla del fuerte viento de la primavera y demás inclemencias del tiempo, pero ni con eso su querida, y cada vez más querida planta creció. Seguía en sus pequeños 15 centímetros y no había señal alguna de crecimiento; ni una hoja que se moviera, ni una raíz que sobresaliese, nada.

La planta estaba muerta, llegó a sentenciarle a un amigo, lo cual, claro, no tenía sentido: el tallo seguía firme y sus hojitas verdes, verdes como siempre, verdes como el primer día. Muy por dentro suyo había vida, o algo que se le pareciera, sin embargo no encontraba respuestas. ¿Acaso había hecho algo mal? Y en todo caso, ¿qué?

Desesperado, buscó en la biblioteca un libro viejo que le había regalado su abuelo en uno de sus cumpleaños de pendejo -ya ni recordaba cuál-. El libro no lo había abierto nunca, pero recordaba su título y su foto, en el centro perfecto, de una huerta de hortalizas: "Cuidados y consejos para una huerta", se llamaba, como para abrirlo.

Tardó dos días en encontrarlo. Entonces lo abrió, le sacó el polvo y buscó consejos, recomendaciones para su triste plantín. Todo lo había intentado ya, sentía. El libro, como la ciencia y la wikipedia, carecían de respuestas.

Siguió buscando en internet. Compró fertilizantes y hasta quita moscas y mosquitos, que aplicaba con rigurosa meticulosidad, como lo indicaban los envases. Preguntó en los viveros de su barrio a ver si algún jardinero, algún vendedor experimentado tenía una solución, pero eran pocos los que se interesaban. Algunos, sorprendidos por el caso, le explicaban: "Jamás vi ese síntoma". Otros directamente no lo creían: "No puede ser".

Sin embargo, él la medía con regla y los quince centímetros eran los mismos desde hacía meses.

Él se los explicaba inútilmente: que la planta no crecía ni se achicaba, que no cambiaba de color ni agrandaba sus hojas, pero no había caso. Ni era cuestión de insistir. La tierra, con más agua o menos, daba igual. Todo era lo mismo.

Tenía algunas otras macetas, que cuidaba de la misma manera, y todas estaban bien, salvo esa. Mientras aquellas crecían, o justamente por eso, la planta rebelde se convirtió en su planta fetiche.

Hasta que llegó un día que, finalmente, Juan se rindió. Fue casi de repente.

Compró otras plantas, algunas especies, y sembró algunas flores exóticas, que regó con un renovado amor. Todas crecieron rápidamente, derechitas y con una vitalidad ejemplar. Todas firmes hacia arriba, exuberantes y plenas.

Se las mostró a sus amigos, a sus familiares. Su huertita era, nuevamente, un orgullo. Conocía más de cientos de especies distintas, tenía montones de macetas, de tierras distintas, de semillas por germinar y abonos imposibles, pero, cada vez que alguien le señalaba la planta, ahora ubicada en el fondo de la hilera, la cosa volvía.

Es que la planta, olvidada por momentos aunque siempre presente, al menos a la distancia, continuaba resaltando, verde y caprichosa en sus 15 inamovibles, religosos, centímetros.

Enojado, algo resentido por ese tallo que se le negaba y era objeto de todas las preguntas y las difamaciones posibles, entendía que había que tomar una decisión, hacer un quiebre. Y así fue: casi a los seis meses, dejó de regarla.

De a poco fue convirtiéndose en una más. Quizás porque le regalaron otras más radiantes, o quizás porque ya había asumido su definitiva derrota, lo cierto era que dejó de pensar en ella.

Y así, de modo casi desapercibido, luego de meses de olvido, la plantita comenzó, intrépida y concienzudamente, a estirarse.

jueves, 27 de octubre de 2011

Soy oso dichoso



Si te pinchas la mano, te pinchas en vano.

viernes, 21 de octubre de 2011

Y si

¿Y si el cielo está lleno de negros? ¿y si en el cielo venden choripanes? ¿y si en el cielo toman birra y comen fugazetas? ¿y si en el cielo estás vos?

¿y si no estás?

jueves, 13 de octubre de 2011

Oliden, entre la incomunicación, el olvido y el progreso

Mauricio, de doce años, juega entre pastos altos y alambres oxidados en el centro del pueblo, su antiguo pulmón. Desconoce, como tantos otros, que esos metales viejos y abandonados fueron las vías de un tren que funcionaba hace ya más de 30 años.

No es el único. También Luis, que se convirtió en el carnicero del pueblo desde hace unos pocos meses y vive en Oliden hace 18 años, no vio nunca el ferrocarril ni sabe bien su historia:

Sólo sé que el tren funcionó en algún momento y hacía crecer al pueblo − dice, desentendiéndose.

Sin embargo, el almacén que atiende da justo frente a la antigua estación, hoy tristemente descuidada y desierta.

Oliden es un pueblo chico, de una sola manzana, una sola iglesia, una panadería y una escuela, pero concentrado y construido en derredor de la vieja estación.

El último censo arrojó una población de 185 habitantes, entre los que viven en el pequeño casco urbano y los que habitan los campos aledaños; todo un avance, coinciden sus pobladores, ya que desde hacía tiempo que el pueblo no crecía. El anterior censo, de 2001, había arrojado 170.

Es que Oliden, como tantos otros, sufrió como un puñal que el tren lechero haya dejado de funcionar en 1977, año en el que el ministro de Economía en tiempos de dictadura Martínez de Hoz decretó el desmantelamiento del sistema ferroviario y productivo.

Ubicado a 30 kilómetros de la ciudad de La Plata, 10 kilómetros a la izquierda sobre la ruta 36, “el pueblo nació y creció desde 1914 con la llegada del ferrocarril, que servía para trasladar la producción lechera y algún que otro pasajero”, señala Hugo Olmos, quien recuerda con nostalgia el paso del tren y vive en una pequeña casa en la entrada del pueblo, donde nació en 1944.

De hecho, el sencillo y humilde arco azul que da la bienvenida al pueblito lleva en su inscripción el año 1914, fecha de nacimiento del mismo y también de la línea férrea, hoy recordada sólo por los más viejos: “Era un tren de carga que pasaba por toda el área agrícola ganadera del Gran Buenos Aires y era crucial para la colocación de la producción en el mercado”, continúa Olmos; “Con su desaparición, hubo un achicamiento de los pueblos de la región y los trenes fueron reemplazados por camiones”.

Como indica Guillermo Néstor Ramos, estudioso de la situación ferroviaria en la Argentina y crítico de la falta de acción de los sucesivos gobiernos: “Miles de pueblos fueron fundados y crecieron gracias a los trenes así como también miles se fundieron y desaparecieron a partir de su desmantelamiento”.

Entre otras, pequeñas localidades cercanas y nacidas al influjo del ramal La Plata-Lezama (mismo que pasaba por Oliden) como Gobernador Vergara, José Ferrari, Don Cipriano, Comandante Giribone, corrieron esa suerte.

El tren no sólo significaba comunicación; también fuentes de trabajo y abastecimiento − explica Ramos.

Sin embargo, Oliden resistió.

Desde 1977, estuvo siempre al borde de su desaparición, pero sobrevivió, luchó y hoy, por primera vez desde hace mucho tiempo, crece”, se envalentona Guillermo Díaz, una de las personalidades más reconocidas y junto con Hugo uno de sus más viejos pobladores: “el historiador del pueblo”, “el que más sabe”, lo presentan algunos paisanos.

En ese modesto crecimiento, aunque no por eso menos festejado, la escuela de Oliden es uno de los mayores logros.

Y en eso Guillermo tiene algo que ver. Recibido de maestro en La Plata hace ya más de 50 años, fue llamado a sus 21, después de haber cumplido un año de servicio militar en Esquel, a trabajar en la Escuela Número Dos Mariano Moreno de Oliden, donde por ese entonces, dice, “nadie quería trabajar”. Pero hoy la escuela, no sólo para los olidenses sino también para todo el Partido, es un orgullo y ejemplo.

Cuando yo estaba de director en la escuela sólo tenía primaria y 55 alumnos; ahora tiene jardín de infantes, primaria y secundario completo y más de 200.

La escuelita, pintada y refaccionada hace poco, es pintoresca y cuenta con una canchita de fútbol. Incluso atrás se observan en construcción más aulas para poder abrir cada vez más cursos. Más del 70 por ciento de los alumnos provienen de otros poblados e incluso de la ciudad de La Plata, al igual que los profesores.

Los progresos de la escuela hacen que los chicos no necesiten irse a los trece años, y eso tranquiliza”, opina Luis, el carnicero, que con 28 años empieza a considerar la posibilidad de ser padre. “Es un alivio saber que mis hijos no tendrán que irse”.

La supresión del nefasto sistema polimodal hace unos años también es mencionada como positiva por la mayoría de los pobladores. En las calles de Oliden, en su mayoría de tierra, -salvo por la manzana principal-, suelen observarse chicos jugando, andando en bicicleta o a caballo y, aunque sean pocos, son fáciles de advertir; después del almuerzo y hasta bien entrada la tarde, casi que el pueblo entero duerme y sólo algunos niños se atreven a interrumpir su profundo silencio.

Sin embargo, y aunque resaltada como el éxito mayor, la lucha por el secundario fue fruto de otros avances.

Es que la escuela rural estuvo a punto de cerrar en 2005 cuando la única línea de colectivo que entraba al lugar, la 307, proveniente de La Plata, había decidido dejar de recorrer esos 10 kilómetros que separan al pueblo de la ruta y que se encontraban en pésimas condiciones, lo que producía la total incomunicación del pueblo, con todo lo que esto significaba para la escuela, para las pocas despensas y para quienes trabajaban en la ciudad o provenían de afuera a hacerlo dentro en los tambos y criaderos.

El diario platense Hoy publicaba por ese entonces, se preguntaba: “Oliden, ¿Otro pueblo fantasma?”. El fin de la entrada del colectivo, así como la del tren en su momento, significaba el olvido.

Mejor dicho: lo hubiese significado.

Pero los reclamos de los habitantes se hicieron escuchar y consiguieron que el principal núcleo del problema se solucione: el hasta entonces terrible acceso, de precaria pavimentación, fue asfaltado y esto permitió otra vez la entrada del transporte.

Al respecto, Pablo, el panadero de “La Olidense” -una de las panaderías más famosas de la región-, vestido con una remera blanca y una típica bombacha de campo, resalta con orgullo que “hoy son cuatro las frecuencias diarias de colectivos que entran al pueblo, cuando antes fueron una o ninguna”. Los horarios, cuenta casi emocionado, coinciden con los horarios de ingreso y salida del establecimiento educativo. Al rato, agrega una anécdota que lo hace reír y que refleja sencillamente la cotidianeidad del pueblo:

La semana pasada pasó algo insólito – recuerda – El primer colectivo de la mañana se rompió y tuvo que venir la grúa. Y como tardó en arreglarlo, llegó el otro del próximo turno y se juntaron los tres transportes a la misma hora. ¡Tres transportes en Oliden! Todo un suceso, imaginate.

Habla pausado, tranquilo y sin ningún apuro. Me explicará que de la misma manera hace el pan, y que ahí radica la diferencia con el “pan de ciudad”: “Vos podés dejar este", dice, al tiempo que agarra una rosca enorme de medio kilo, “en una bolsa durante tres días que se va a endurecer, es verdad, pero va a seguir teniendo el mismo aroma y el mismo gusto a harina de siempre. El pan de ciudad lo dejás tres días en una bolsa y está igual que siempre, pero pierde el sabor”.

Pablo, del otro lado del mostrador, tuvo que cruzarlo para venir a abrir la puerta, cerrada aunque con un cartel de Abierto. Es que, me cuenta, es poca la gente que viene a hacer las compras, y lo mismo me dirá el almacenero más tarde. La panadería, cada vez más, cosa que lo preocupa, vive por la distribución que hace en los alrededores. Aún así, esto no implica, -o quizás sea justamente por eso- que su sueño sea poder mantenerla y legárselas a sus hijos.

El padre de mi viejo, que era tambero, fue el que empezó con todo esto; yo sólo quiero poder continuarlo.

Al terminar la charla, se despide con una sonrisa y un fuerte apretón de manos. Y además, como solitario, agradece el ratito de conversación.

De ahí me dirijo al almacén, a tan sólo una cuadra, y a mi lado se adelanta un chico al galope y saluda con cordialidad. Al llegar primero, ata el caballo en un poste y al minuto sale con dos paquetes de harina. Y vuelve a saludar.

Cuando llego, la sorpresa es por doble partida: el carnicero-almacenero ya estaba al tanto de mi presencia y de mi “trabajo” en el pueblo. Además, es el cuñado de quien había hablado hacía tan sólo cinco minutos. “¿Vos sos el de la camioneta negra?”, preguntará al comienzo y ante mi asombro explicará:

Oliden es un pueblo chiquito, acá todo corre con rapidez – y agregará cambiando el tono de voz, con un dejo de suspenso – Acá sabemos todo de todos.

El almacén tiene desde fideos y lácteos hasta productos de limpieza y frutas y verduras. Pero, como Pablo, resalta que los días de semana hay pocas compras, cosa que sólo se revierte el fin de semana.

Cada vez hay más casas de familia y es menos la gente que vive todo el año. ¿No ves las casitas en construcción de acá atrás? – pregunta con cierta amargura.

Luis es más hablador, y a pesar de aclarar varias veces que a él la política no le interesa, se mete todo el tiempo en ella. Al preguntarle por las últimas mejoras del pueblo, y en particular sobre el tema del agua potable que recientemente fue instalada (aunque todavía no se encuentra en funcionamiento), señala que si bien es algo bueno que mejorará sin dudas la calidad de vida de los habitantes, se trata más de una estrategia política que de algo pensado para el “bienestar del pueblo”.

El agua potable nunca fue una demanda nuestra. A 1000 metros tenemos un pozo donde conseguirla en perfecto estado. Además, obvio que es positiva, pero no genera nada. Nosotros necesitamos una fábrica, algo que mueva a la gente, algo que haga que dos familias se queden a vivir acá, no agua – enfatiza.

A los quince minutos otro chico entra y se lleva, también, un paquete de harina.

Hugo Olmos, el de la entrada, tiene un discurso parecido. Tampoco reniega de estos “progresos”, que celebra casi con desgano (su trabajo es justamente hacer los pozos) pero advierte que las necesidades son otras: gas y electricidad, y en esto coinciden todos. El primero, porque, dice él con 66 años, “la leña se hace cada vez más difícil de conseguir” y la electricidad, por su constante inestabilidad.

Al respecto, Luis, que hasta tiene en su comercio una heladera repleta de helados, comenta que el otro día hubo un apagón de cuatro horas en La Plata y hubo quienes salieron a protestar y cortaron algunas calles, mientras que en Oliden la luz tardó en regresar varias horas más pero, como era obvio, era poco lo que ellos podían hacer: “No íbamos a hacer un piquete…”, dice con humor.

Pasa que la plata del tema del agua es de un crédito del Banco Mundial y parece no se puede usar para otra cosa”, finaliza Olmos, con la misma tranquilidad con que me recibió y me despedirá.

Hugo hace 8 años se separó de su mujer y hoy vive sólo. Está preocupado por el reuma, una enfermedad en sus manos que le agranda los dedos y le hace doler cualquier actividad manual. El médico le dijo que tenía que dejar de comer carne, pero, comenta con una sonrisa, “eso es muy difícil”.

A pesar de sus críticas, recién al final se nota cierto enojo e indignación en sus palabras, cuando menciona el caso de un criadero de pollos que está siendo instalado en la ruta 2 y utilizaría energía de la misma red eléctrica: “¿Cómo puede ser que haya electricidad para ellos y no para nosotros?”, cuestiona. La única esperanza es la creación de un country a 16 kilómetros del pueblo, el cual permitiría la llegada de la tan ansiada energía. “Con ella, el pueblo crecería; habría más gente que se quede a vivir”, resume convencido.

Desde su fundación los habitantes de Oliden se dedicaron mayormente a la cría de bovinos. En la ruta de entrada al pueblo hay una producción ganadera feetlock de aproximadamente 5000 cabezas, o quizá más. También, un poco más adelante, se observan unas hectáreas de plantación de soja: toda una novedad en el pueblo ya que la tierra de Oliden no ha sido históricamente labrada.

Los paisanos se están avivando; con diez hectáreas de soja zafan el año − explica Hugo, y agrega − Los campos que viste todos quemados es por causa del glifosato.

El pueblo vive transformaciones profundas acuerdan todos: la escuela, la pavimentación del camino, las cuatro frecuencias diarias, el agua potable. Pero eso apenas implica una mayor vitalidad del mismo, y esto preocupa. Las casas de familia, los jóvenes del pueblo que gracias al secundario estudian y no trabajan (“La juventud está descarriada”, llegó a decirme Luis) son novedades que de alguna manera hacen ruido.

Sin embargo, y aunque en las zanjas de Oliden ya no haya ranas o anguilas como en otras épocas (pescarlas: el deporte preferido de Mauricio), aunque haya más motos que gente andando a caballo, “Oliden sigue siendo Oliden”, coinciden sus pobladores.

Su tranquilidad, sus silencios, las gallinas sueltas por los caminos de tierra, sus campos verdes repletos de vacas y caballos, su miel espesa y dorada, sus olores y sabores profundos, las perdices entre los arbustos, los bichitos de luz y, como señala Guillermo, la inmensidad de su noche, son algunas de las cosas que mantienen su identidad.

Todavía se puede dejar la puerta abierta y la bicicleta afuera todo el día sin preocuparse − sintetiza Luis.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Un poco de amor francés

Seamos claros. Yo jamás te voy a prometer que te voy a respetar como persona, ni como novia, ni como nada. Cuando leo o me cuentan esas cosas me aterro. Es que yo no te voy a respetar.

Ni lo pienso hacer. No te pienso respetar ni siquiera un poco, pero porque espero que vos tampoco lo hagas. Es más, espero que me faltes el respeto todo el tiempo, constantemente. Que me puteés y que me llames "marta" cuando te pinte. Que me pongas cara de culo y hasta que no te guardes nada. Que me bardeés cuando me pongo hincha pelotas y que me señales esas cosas que no te gusten o que simple y sencillamente no soportás. Que me puteés, me insultes y me grites desaforadamente y que no te sientas culpable de hacerlo.

Puteame, insultame, gritame. Y después no me pidas perdón. Sólo besame.

martes, 20 de septiembre de 2011

Nuestra primera vez

Bajaba las escaleras en uno de esos recreos de diez minutos, cuando de golpe, ahí, entre las columnas, apareciste, radiante, con una de esas binchas amarillas y ese pelito corto que, a pesar de tus quejas, te quedaba precioso.

Yo estaba distraído. Recuerdo que era un viernes de la primavera, en medio de esa manía loca que teníamos todos por terminar el quinto año. Entonces bajaba no sé bien para qué y estabas vos.

Estabas vos, hermosa como siempre, con esos pantalones apretados claritos que no te gustaban pero a mí sí, esas alpargatas negras y feas pero que daban con tu estilo, y esas remeras holgadas y casi rotosas que ocultaban una supuesta gordura que vos lamentabas pero que yo apreciaba con locura. Recuerdo que me sonreíste desde lejos, pero yo no comprendía tu felicidad. Entonces me abrazaste, quizás como nunca: con un abrazo de esos en los que usabas tus manos y te colgabas apretándome, sintiéndome. Esos que extraño.

Volviste para atrás y me diste un beso y me explicaste esa sonrisa pícara, esos cachetes sonrojados y esa alegría que buscabas compartir: "¿Puedo ir a tu casa hoy?", me preguntaste, en lo que significaba un ya está, hablé con mis viejos, quiero realmente estar con vos. Era una pregunta que no necesitaba respuesta, una pregunta que lo decía y contenía todo.

Es que habíamos venido discutiendo si estábamos o no de novios, si lo nuestro era sólo vernos después de clase y charlar unos ratos ahí apoyados en un auto hasta que cayese el sol y estuviésemos nosotros dos solos frente al colegio y sea la hora de irnos porque tus papás se empezaban a poner nerviosos de tus llegadas tarde -acaso este chico no te estaba haciendo bien, podría estar pensando tu mamá, o mejor, tu papá-.

Debe haber sido uno de los momentos de mayor felicidad en ese año y un mes que compartimos juntos. Porque fue compartida, única, irrepetible. Nos abrazamos ahí, apenas unos segundos, porque había que volver a clase. Pero no hacía falta más nada. Esas sonrisas lo decían todo. Todo lo demás no importaba; éramos vos y yo entre las columnas, llegando tarde al aula y besándonos entre los pasillos; amándonos sin decirlo. Y sin necesidad de hacerlo.

A las cinco y cuarto tocó el timbre. Salí con mis compañeros. Algunos proponían quedarse tomando unas cervezas en la puerta, otros ir a la casa de alguno o nada, quedarse charlando por ahí.

Pero los papeles, desde hacía tiempo, estaban claros. Yo me quedaría charlando un rato, saludaría a mis amigos uno por uno y les contaría, feliz, que hoy no me quedaría con ellos, que esa tarde me iría con Martina. Entonces te buscaría y quizás, no lo sabía, encontraría tu mirada perdida esperando la mía y tu sonrisa y ojos pícaros retándome en silencio pero con dulzura: "¿No ves que te estoy esperando?". Luego me acercaría, interrumpiendo a tus amistades, saludándolas quizás, y tomándote de la mano te preguntaría: "¿Vamos Marti?".

sábado, 17 de septiembre de 2011

Médicos

La médica, de rosa, me hace pasar a la última puerta, al fondo del pasillo. El cuarto es pequeño, triste, con una ventana que da al interior del edificio, una mesita pequeña con un aparato lleno de cables y una camilla. "Sacate la remera y acostate boca arriba", me dice sin mirarme a los ojos jamás.

Me acuesto y sin más me pincha los pies, las muñecas y las tetillas. Luego da vuelta con la silla y comienza a manejar el aparatito. Me da risa el frío de los "cables", pero la evito a toda costa. La médica aprieta un botón y manipula unos papeles. El electrocardiograma apenas tarda unos minutos.

Al rato, para mi sorpresa, me entrega un rollo de papel en donde aparecen gráficos de líneas rectas que por momentos, y en idénticos períodos, suben hasta arriba de todo abruptamente para luego volver a caer.

-Ya está
-¿Está todo bien?
-Sí, está todo normal. Vaya nomás

Era obvio, lo sospechaba desde un comienzo: la medicina y la ciencia moderna no iban a percatarse de este corazón roto en mil pedazos. Médicos...

martes, 13 de septiembre de 2011

"Un taper de cariño"

Un taper con cariño adentro mío. Lleno. A punto de rebalsar. Que por momentos pareciera que explota, que volara en mil pedazos, o que simplemente se destapa y el cariño fluye y se transforma en bronca, en impotencia, desvaneciéndose. Un taper "atado con alambre". Un taper que es una bomba a punto de explotar; una granada a punto de detonar. Una bomba que hace "pi pi" todo el tiempo pero que no hace "kabum" jamás. Que tiene miles de cables verdes y rojos, indescifrables. Una bomba cuyas posibilidades de desactivación no requieren mucha suerte, ni un especialista en bombología, sino que son nulas, completamente nulas. Un taper que no puedo esconder ni arrojar lejos. Un taper que se resiste a perderse, a ser olvidado. Un taper que, a pesar de toda el agua que haya corrido debajo del puente, está ahí, presente. Un taper que no puedo guardar en mi biblioteca detrás de los libros. Tampoco en un cajón de recuerdos. Un taper que está adentro mío, quieto, profundo, a la espera de, algún día, alguna respuesta.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Fuera de contexto

A 50 metros ella lo ve. Él, a la espera, mira distraído el reloj. Ella se acerca en silencio. Él nada. Ella se aproxima, le toma una mano y le sostiene una mirada intensa, de pupilas a pupilas. Él sonríe estúpidamente; siente la suavidad de sus dedos, el calor de sus manos. Ella, sin soltarlo, cierra los ojos y algo brusca pega sus labios a los suyos. Él se entrega pero no responde. Ella ahora sí lo suelta y pasa a sostener con sus manos sus cachetes, apretándolos por momentos, sintiéndose uno. Él, entregado, disfruta. Ella usa su lengua. Se sienten, se beben, se gozan. Hacía rato no se veían. Ella separa por primera vez sus bocas. A pocos centímetros, otra mirada. Nadie se decide a hablar. Él piensa: no hay nada que decir. Ella interrumpe y le dice te amo, pero con un beso, no con palabras. Él se entrega. Ella, confusa, aleja su boca, abre sus ojos y no encuentra los de él, tontamente cerrados desde un comienzo. "Feliz cumpleaños", sólo dice y calla. Él sonríe. Y al rato se despierta.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Hombres

No tienen punto medio. O un extremo o el otro. O tardan una eternidad (“dale, flaco, estoy apurada, me tengo que ir”) o en dos minutos listo (el famoso “ya terminé”). Cuántas veces los bancamos y hacemos como que está todo genial, pero no. Ni siquiera se dan cuenta, eso es lo más triste. Y encima, después, cuando algún día se los decimos: “¿Podrías tardar un poco más?” -o mejor: “Che, ¿te pasa algo?”- nos tenemos que bancar esa cara de perritos mojados y esa pregunta tan obvia pero que, depende el cariño que le tengamos en particular, callaremos o contestaremos de manera implacable y sin retorno: “¿Tan malo soy?”. “Nooo, boludo, no te preocupés, ¿no te das cuenta que sos un embole en la cama?”, deberíamos decir, pero a veces callamos y dejemos pasar la oportunidad. Y seguimos en el jueguito. A veces el tiempo arregla la cosa, pero a veces no. ¿Es que puede ser que los hombres sean tan egoístas? ¿Qué les cuesta sólo un poquito más? Un poquito de control, nada más. Hombres… si no tienen ganas que avisen. Así podemos dormir un ratito o comernos un chocolate o mirar alguna serie de Warner o, por enésima vez, algún capitulito de Friends que ya nos conocemos de memoria; pero no, ellos prefieren hacernos perder el tiempo. La próxima voy a mirar la tele de reojo, ya fue. Y si esto sigue así, la próxima te dejo, y ahí ya vas a volver a darme buen sexo, pescado, o te creés que no los conocemos, si son más simples que la tabla del dos. O dos minutos o dos horas, esa es la cuestión. Jamás un punto medio, jamás una noche que termine en goleada para nosotras. Después, para colmo, cuando una quiere asumir la conducción, la típica: si querés ir despacito (y más despacito también), sos una histérica; pero si querés sacarte todo de una e ir al grano, sos una trola, una “rapidita”. Si querés sentirlo, ir volviéndote loca y más loca con cada beso, cada caricia, cada sonido al oído, cada respiración; si tenés ganas de jugar con los dedos, las manos y recorrer la piel del otro suavemente, muy suave y cada vez un poquito más hasta volverlo loco, perdiste. Porque es como un partido de… Nunca sabés cuando todo puede terminar. Además de que después te tilden de lenta, aburrida y todo eso. Ahora, claro, si querés acorralarlo al otro contra la pared, comerlo a besos y gritarle todo lo que te surja, es demasiado rápido, demasiado pasional. Hombres… Para ellos no hay punto medio. Y cómo nos duele. Pero ya te voy a dejar, gordinflón, ya te voy a decir la verdad y te voy a bajar cuatro dientes de autoestima. Y sinó la ropa. Si te ponés una pollera, un short o un vestido corto es MUY corto, muy provocativo; estás insinuando. Ahora si te ponés un buzo de ellos que te queda grande, holgado, que no te marca nada, es muy poco, no insinuás. No nada. Dale, flaco, ¿qué te pensás, que me visto para vos? Dejame de joder. Si tengo ganas de estar cómoda con una remera 5 talles más grande que el mío no me rompás las pelotas. ¿No te gusta? Vení y sacámela. Hombres… Si querés más, te tenés que bancar alta cara de culo (qué hijos de puta) y si no querés más, ahí sí agarrate... En fin, como diría un gran compañero de la vida: lo mejor: tener sexo verdadero, ese en el que ambos se aman con locura y se quieren millonadas; ese en el que uno aprende a disfrutar cada segundo sin dejar de pensar ni un instante en el otro, porque la felicidad del otro es la tuya y la tuya es la del otro. Lo mejor, sin duda, es sentir… nunca, nunca, dejar de sentir.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Perdón

Por un rencor, por un pasado de soledad y desencuentros, te dije que no. Lloraste, me puteaste. Me había portado mal. Es que yo era un nene, un bebé comparado con vos, que eras grande, bien grande y madura en el buen sentido. Crecí con vos. Gracias a vos. Hoy entiendo: a costa de vos. Te hice mal, muy mal. Y tardé demasiado en entender que había sido yo el boludo. El egoísta. Porque habías dado todo. Mejor dicho: me habías dado todo. Hoy, aunque no sirva, te pido perdón. Tuve que esperar a que me pase a mí para darme cuenta. Tarde, como siempre. Como todo, bien tarde. Como lo nuestro, también; bien tarde. Pero mejor tarde que nunca, dicen. Y les creo. Son muchos los textos tuyos que hay acá, y son muchos los que no me animé a subir, ni siquiera cuando este espacio era sólo mío y de mi conciencia. Sí, nada nuevo te digo. Me lo preguntaste un día, no sé bien para qué, porque lo sabías y era obvio. Hoy te pido perdón, y me surge desde el alma pedírtelo, sincera y humildemente. Porque fuiste la mina que más me quiso y quizás, quién sabe, hasta seas la mina que más me quiso siempre. Y me expreso acá porque, lo sabés, este es mi espacio, pero siempre también fue un poquito el tuyo. Perdón.

Daro.

No tiene sentido

Que vengan cinco colectivos de la misma línea juntos y después no pase uno en 40 minutos.

Ir al súper a comprar una leche y tener que hacer una fila de dos horas.

Querer hablar con alguien como amigo cuando en realidad está enamorado de vos.

Que te quieran hablar como amigo cuando sos vos el enamorado.

Almorzar una ensalada, súper sana, súper liviana, para en la noche darte con unas papas a la crema bien pulentas.

Escuchar una y mil veces la canción que te hace acordar a la chica que te rompió el corazón.

Eliminar la canción creyendo que con eso todo va a andar mejor.

Querer engordar para estar fea y que nadie se fije en vos, ni de casualidad, ni por error.

Ir a una heladería y pedir gustos frutales.

Querer que te vaya bien en un examen y no estudiar nada.

Ir a mc donalds y pedirte una ensalada o una manzana de postre.

Ir a mc donalds.

Tener 19 años y no saber andar en bici.

Cumplir 21 y lamentarlo.

Tomar en una fiesta coca sin fernet.

Ir a la fiesta sabiendo que está ella.

Decidir no ir por las mismas razones.

No llevar a tu novio sabiendo que el otro te puede ver.

Seguir pensando en la otra.

Pedirte perdón después de tantos años.

Que queden cosas por decir.

Que queden cosas por hacer.

Que queden cosas por sentir.

Escribir y escribir sabiendo que ya fue.

Fumarme un porro sabiendo que no estás al lado mío.

Preguntarte cosas que ya te contestaron.

Pensar en un futuro y olvidar el ahora.

Insistir en olvidar.

Pensar que aún puede ser.



No haberte dicho todo lo que sentía.

Habértelo dicho ahora.

Que no me lo hayas dicho nunca.

Pretender ser el único.

Haber tardado tanto.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Mujeres

Se quejan cuando lo hacemos todo rápido. "Sos un hijo de puta", nos recriminan por no haber pensado en ellas, por no haber durado tan sólo un poco más. Se quejan cuando no tardamos como quieren, cuando nos acostamos derrotados después del placer máximo, cuando las desvestimos con extremada prisa... pero también cuando decidimos tardar un rato, cuando pensamos más en ellas que en nosotros y demoramos adrede. Ahí sí, los cuestionamientos -sus inseguridadades- se suceden. "¿Por qué? ¿Por qué tardaste? ¿Es que no te gustó?... ¿No te gusto?". Y después, peor, toda la semana se quedan pensando en eso y hasta por ahí te pregunten, mejor dicho, se cuestionen: "¿Es que lo hago mal?". Mujeres... Si no tardás es un problema, un gran problema, pero también si tardás más de la cuenta es otro. Lo mejor: tener sexo verdadero, ese en el que ambos se aman con locura y se quieren millonadas; ese en el que uno aprende a disfrutar cada segundo sin dejar de pensar ni un instante en el otro, porque la felicidad del otro es la tuya y la tuya es la del otro. Y eso es mucho más que hacer el amor, que simplemente hacerlo, es, como diría una gran compañera de la vida, sentirlo.

jueves, 11 de agosto de 2011

Sobre la desaparición del protector bucal

Al principio surgió la duda de si lo había usado o no, pero cuando fui a lavarme los dientes no estaba en la dentadura de yeso. Por lo tanto, sí, lo había usado. Entonces dónde era la cuestión.

Hay noches en que me saco el protector, haciendo caso omiso a mi odontólogo que insiste casi obsesivamente en que los dientes están gastados y es ultra necesario el uso del plastiquito incómodo. Hay otras noches en que ni siquiera me lo pongo, es verdad. Pero cuando me despierto por la madrugada siempre soy consciente y alcanzo a ponerlo en la mesita de luz y al otro día lo encuentro. Hoy no sé dónde está.

No está en la mesita de luz, por supuesto, pero tampoco en el escritorio. En el baño ya revisé y menos que menos. Hasta hice la cama a ver si estaba entre las sábanas y no hubo caso. Le pregunté a mi vieja si lo había visto. Corrí la cama, me acosté panza abajo para llegar a ver debajo, ensuciándome de esa mugre que nunca limpio, pero no había nada más que eso, mugre, y una moneda de 10 centavos. Del protector, no hay señales. Y me empiezo a preocupar.

Si no está en ningún lado, hay un problema. Mejor dicho: dos. Uno, económico, porque la plaquita sale un huevo. El otro, más inmediato: relacionado con mi salud. ¿Me lo habré comido mientras dormía? ¿Es posible? Si es así, ¿Qué podría hacerme un cacho de plástico en el estómago? ¿Lo vomitaría si realmente me hiciese mal? Peor: ¿Me debo provocar algún tipo de ejección forzada? ¿Hace falta? ¿Tengo que llamar a un médico clínico por esto? ¿Sacar turno?

Los nervios fueron en aumento. A los quince minutos de búsqueda, la cosa me empezó a preocupar. Quizás lo había masticado tanto que se había hecho pedacitos durante la noche y me lo había ido comiendo de a poco, pensaba, pero esto era una flor de boludez. Si el material era justamente para eso: para morderlo y que no ceda, para morderlo y que te duela la mandíbula por no poder cerrar la dentadura (si lo tengo fichado al hijo de puta...). Así que comerlo de a pedazos era imposible, pero... ¿y si me lo había comido de una?

Volví a revisar los mismos lugares de siempre pero nada. A mi madre le volví a preguntar, y me volvió a contestar con esa cara de culo que a la mañana -sobre todo- la caracteriza: "¿Cómo voy a saber yo dónde está tu protector de la boca?". Bueno, está bien, vieja, tenés razón, pero "¿no entendés que no está?", tenía ganas de retrucarle y mandarla alareputamadrequelareparió. No está en ningún lado, no te estoy jodiendo, vieja, a ver si captás la onda de que el protectorsito sale como una luca.

Peor, después de unos minutos, como haciéndose la simpática me dijo: "Hacé memoria, ¿dónde lo dejaste?". Y ahí sí, no me contuve... pero no importa lo que le dije. Lógico que estaba haciendo memoria. A la media hora, ya derrotado, la levanté a Laila por la cintura en lo que sería mi última jugada en busca del plástico, pero tampoco. Encima, pobre, casi se ahoga después, pero podía ser... a esa altura, todo podía ser.

Así que acepté su pérdida. Después de todo, no me dejaba dormir. Después de todo, era lo mejor. Si encima tenía un olor horrible. Logré distraerme y fui al baño; leí tres carillas, y, cuando me proponía apretar el botón, allí estaba, hundido en la viscosa y densa materia. Dos opciones se me presentaban: hacerme el boludo o, como quien dice, meter mano en la cuestión. Maldito bruxismo.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Errores

Creo que no son eso, pero a veces dudo y pienso que cada despedida fue un error; que cada adiós, una equivocación. Pero, ¿y si no es así? ¿Si cada lágrima, si cada ida y vuelta, nos hicieron darnos cuenta que a todo momento, que a cada paso, por más lejos que estemos, estás vos, estoy yo? Qué si sirvieron para superar viejos miedos -hoy qué fácil hacernos los piolas- e inseguridades que de a poco fueron cediendo pero que ¡ay!, aún hoy, cómo cuestan.

Si me subo al subte y aunque haya lugar no me siento sino que lo recorro de principio a fin, a ver si las casualidades -que nos llevaron a estar juntos- nos dan, otra vez, una manito y nos hacen encontrarnos y reírnos como la primera vez. Como en cada reencuentro.

Si corro un bondi porque me parece haberte visto y me siento un estúpido cuando el semáforo, esta vez, no me ayuda -no nos ayuda-, sino que se pone verde, bien verde, para que me canse y el colectivo se esfume entre autos y avenidas. ¿Qué si las casualidades nos dan, ahora, la espalda? ¿Las forzamos? ¿O dejamos pasarnos?

Porque yo podría haber decidido no ir ese día a la toma y no nos hubiese visto Palo calentando agua en la cocina para tomarnos un té, ni tampoco hubiésemos calentado ese rinconcito debajo de las escaleras. Ni me hubiese enterado que eras una dulce nena de mamá con tristes horarios a respetar.

Porque, peor, yo podría haber estado de buen humor y haberte contestado que sí, que ahí te traía el trago que me pedías y vos te hubieses alejado, borracha y con los cachetes rosados, sin decirme que era un hijo de puta como luego me encantaría escucharte. Como luego te encantaría decirme.

Ojalá se nos cruce un sabio y nos diga: "Déjense de joder, no van a encontrar este cariño que hoy se tienen en ningún otro lado". Aunque mejor, y de esto estoy seguro, démonos cuenta solitos: vos y yo. Hoy creo que el único error es no decirte todo lo que pienso y siento: que sos vos el mejor de los sentidos. Perdón: que sos mi mejor sentido.

sábado, 6 de agosto de 2011

¿Puede ser?

Puede ser que tu labio inferior me destruya la mente
o que ame de ti aquella silla estilo de oriente

Puede ser que, por contradecirme, la vida te haga
más amante y perfecta que una princesa rosada

Puede ser que tú seas el próximo dios de consumo
que amanece con traer un pan y que traiga el ayuno

Puede que tu portal decididamente no me guste
y que el perro de una tía sorda me ladre y me asuste

Puede no ser o ser todo, mujer
Puede no ser o ser, ¿quién va a saber?
Puede que seas tú, puede llover aún
Puede que seas y que no te vea mi mala salud

Puede ser que tu mano abra puertas por siempre cerradas
o que un beso veloz me lo vuelvas, de pronto, una espada

Puede ser que tú seas la llave de un cofre divino
y también puede ser que me estrenes como un asesino

Puede ser que tú seas la mujer que me falte por darle
el vigor que me da un aguacero a las tres de la tarde

Puede ser que seas tú quien comparte el culto a la lluvia
bajo un techo de zinc, sobre un lecho, a las tres de la furia


Puede no ser o ser (1974), inédita, Silvio Rodríguez

viernes, 5 de agosto de 2011

Muy tarde

El ruido del ventilador. Tu vieja que se asoma y se queda un minuto en la puerta. Ustedes duermen, así que me mira a mí y me saluda con la mano, sin hacer ruido ni pronunciar una palabra. Yo estoy acostado, pero le respondo y junto los labios y hasta muevo la mano con torpeza. No sé si habrá venido a fijarse si está cada uno en su colchón; pasa que despiertos no íbamos a estar, era muy temprano. Quizás sólo vino a hacer de madre, pero ninguna de sus hijas estaba levantada. Incluso, una roncaba. Así que ella se quedó en la puerta y me saludó, y en ese saludo como que sentí algo más. Como que me saludaba con afecto, con cariño, como si le gustase que yo estuviese allí, con ella. Con ellos. Me miró con dulzura, fijamente pero sin incomodidad. Saludé como pude; no esperaba que se quedase ahí, quieta. Pero me gustó. Sentí como si me dijera, además, que cumplía un buen papel, que era un buen tipo y que hasta, en algún punto, era, por unas semanas, el hijo varón que no había tenido y que le hubiese gustado tener. Que no era poca cosa.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Tarea para el hogar II

¿Se pueden amar dos personas y rechazarse?

¿Cómo es posible?

¿Alguien miente?

¿O es miedo?


¿Se puede amar sin decirlo?

¿Tardar en hacerlo?

¿Existe un amor para toda la vida?

¿Se puede dejar pasar?

¿Se puede hacer entrar a otro?

¿Tiene sentido?

Me atrevo a responder la última: no.

lunes, 1 de agosto de 2011

La marca

Cuando se la cruzó a una cuadra de llegar a su casa, la saludó con un beso. Lo tenía decidido hacía rato, cuando pensó algo así como que era un día clave y que en ese saludo, en ese beso, entendería qué era lo que le estaba sucediendo.

Entonces ella desorbitó los ojos, se entregó como la primera vez, y hasta lo rodeó con sus brazos peludos. Pero no, no era un buen mensaje. Era el mesnaje equivocado, entendería después: un mensaje forzado. Pero allí ese beso era lo máximo, sin importar circunstancias ni tiempos ni olvidos. Así que almorzaron juntos y, en lo que pudieron, se sintieron juntos.

Hasta que él, en el momento en que entraba a pensar que podrían compartir toda una tarde más allá de todo, un llamado le señaló el destino de esa y de otras muchas: ella se iría después de comer y después de contarle cómo le había ido en la facultad, de hablarle de cómo estaba su madre, la relación con su hermana; es decir, se iría después de conversar de todas esas boludeces que, ese día, no importaban.

Había, sin embargo, alguna duda. Quizás se quede, pensaba. Quizás lo deje para mañana, anhelaba. Y eso pasaría, pero no como se lo imaginaba.

Es que cocinando, mientras él se encargaba del horno y ella lavaba o limpiaba la mesada -no viene al caso qué es lo que estaba haciendo, ni importa ya- le vio algo que le reveló, finalmente, el desenlance final.

-¿Qué pasa? ¿Qué tengo?- le preguntó.

Y él, aunque sabía que debía dejar pasar lo visto, tardó en responder y evidenció su incomodidad. Tras un silencio, en el que le corrió el pelo y le observó por un segundo el cuello, en su costado derecho, ese que soñaba vuelva a ser suyo, dijo, conociendo ya que era imposible volver atrás, entendiendo que había metido, otra vez y quizás definitivamente, la pata:

-Nada, no tenés nada

Ella, era de esperarse, no le creyó y fue al baño a mirarse al espejo. Tenía una marca en el cuello que, obviamente, no era de él.

Almorzaron y él no pudo evitar poner esa cara de mierda que luego le recriminaría. "¿Y sí, qué otra cara querés que ponga?", le contestaría, aunque sin mencionarle esa triste marquita que estaba en todo el derecho de tenerla pero que, pensaba, podría haberla evitado sabiendo cómo estaban las cosas: "¿Para qué la marca si podías cojer sin ella?", se preguntaba para adentro, entre enojado y dolorido. Lo empezaba a reprimir.

La escuchó como pudo, respondió de mala manera y recordó.

Recordó que en un mensaje le había dicho "te amo"; que le había pedido que la lleve a la costa en vacaciones, que se moría de ganas de que vayan juntos a un recital en noviembre, que era ésta la "situación ideal" y hasta que le había dicho que él la mantendría con su trabajo y peor: "siempre estoy pensando en vos", le había dicho, y no hace mucho; tan sólo algunos días.

Pero también se acordó de que en uno de esos le había dicho: los besos así no, las manos acá no. Cosas que no le había dicho nunca, ¿y por qué ahora que no estaban? ¿por qué ahora que no los unía nada más que un almuerzo o un desayuno, una fría mañana de lectura?

Levantaron la mesa, subieron, charlaron y ella se fue.

Si se hubiesen visto al otro día quizás la marca hubiese desaparecido y otra hubiese sido la suerte. Pero ya no se habían visto durante una semana y eso, para él, era demasiado.

domingo, 31 de julio de 2011

jueves, 21 de julio de 2011

Una noche de mierda

Le abro la puerta del patio, le digo "vamos" y enseguida me entiende. Mejor: me capta el tono. Entonces corre desesperada, atraviesa el comedor, el living y casi que se lanza por las escaleras, chocando con la puerta del medio que se hallaba cerrada. Ahí queda trabada sin poder moverse: ni para arriba ni para abajo; como inclinada. Pero ella, en su dulce espera, jadea de alegría.

Sabe que no voy a su ritmo, pero espera. Agarro las llaves, la billetera y bajo con ella, que golpea la pared con su cola frenética. Pasa lo mismo, pero con la puerta de entrada. Ella se lanza y espera, y luego, ahí sí, el afuera.

Hacía rato no la sacaba. Pobre Laila. Siempre digo lo mismo, y no siempre la saco: pobre Laila, que duerme en el patio ahora bastante seguido porque se le cae mucho el pelo y sino la casa es un desastre, dice mi vieja, preocupada por el orden y la limpieza.

A Laila antes la sacaba con correa pero nunca resultó: cada salida era una lucha, una guerra entre tirar y aflojar, entre avanzar y retroceder. Hasta que un día me animé a dejarla completamente libre y ella, educadita, cumplió como para poder repetir. Ahora puedo salir con ella sin tener que llamarla todo el tiempo. Incluso, puedo ir al chino sin tener que atarla a un árbol; antes tenía la correa en los bolsillos por si las moscas, pero ahora ni siquiera sé dónde está en casa. Hasta hoy pensaba qué bien la habíamos educado -acostumbrado-, pero ahora creo que nada de eso: todo se debe a su edad.

Es que Laila está grande: come poco, deja comida, duerme de más, no juega, se cansa rápido; y ya no es la misma cuando salimos.

Hoy pasó algo horrible para ella. Volvíamos del supermercado y antes de cruzar Julián Álvarez nos cruzamos con una parejita con un cachorro todo bonito, peinadito y juguetón. Laila, cuidadosa, se acercó a olfatear y el otro empezó a dar piruetas por el aire, a saltarle encima, a mordisquearla con cariño. Pero Laila se quedó quieta. No jugó como otras veces, no persiguió olores como solía hacer. Se dejó oler, nada más. Y encima, en eso, otra señora se acercó; al tiempo que se acercaba se agachaba y decía con voz maternal, juntando los labios como para silbar: "Qué linda perrita".

"Vamos, Laila", le dije para cruzar. Me hizo caso, sí, pero en el medio de la calle se dio vuelta y miró. Era la primera vez que la ignoraban, que no la acariciaban a ella, tan suavesita y dorada. Antes le preguntaban -mejor dicho: me preguntaban- cuántos años tenía, cómo se llamaba, si se podía acariciar. Hoy, ni siquiera si mordía.

Al llegar a la puerta de casa, abrí y dejé todo en los primeros escalones. Laila quiso meterse pero no la dejé. Fuimos a por otras cuadras, como para levantar la noche. Ella, chocha. Al darse cuenta que la salida continuaría como que me lo agredeció, de alguna manera, quedándose a mi lado un instante para luego salir despedida y dejarme, como siempre suele hacer y le encanta, unos metros atrás.

A la vuelta, esperé a ver si hacía sus necesidades y no tenía que limpiar el patio. Me quedé parado ahí un buen rato y en eso una señora, con otro cachorrito, cruzó y justo se paró en la puerta de una casa al lado donde me había quedado. Me miraba a los ojos. No entendía por qué hasta que me estiró la mano y me ofreció si quería la bolsa de nylon que tenía: "No la usé", me contó y en esa frase como que también me dijo: "Me sobró la bolsa porque pensé que iba a cagar afuera pero nada de eso, me va a volver a cagar adentro de casa y eso no está bueno". La entiendo.

Igual, medio raro que me ofrezca una bolsa. Nunca me había pasado. Bah, una vez sí, pero luego de que Lailita haya cometido el impúdico acto de cagar unas baldozas recién lustradas de un local de ropa de esos tipo outlet que hay por Córdoba y Scalabrini Ortiz. En este caso, a diferencia de aquel, el acto no había sucedido, ni parecía que iba a suceder... Me la ofrece de buena onda, pensé, porque yo tenía la mía en el bolsillo y no se veía. Pero claro, ¿cómo no ofrecérmela si yo estaba sin bolsa en mano parado esperando la suciedad de Laila -que en cualquier momento podía sorprendernos- a tan sólo un metro de la entrada a su propiedad?

Fuera de eso, la mujer fue simpática. Cuando se dispuso a buscar las llaves, soltó la correa y dejó en libertad al pichicho, que empezó a arrastrar la correa y a dar vueltas en círculo alrededor de Laila. Se agachaba con las dos patas delanteras y parecía implorarle a Laili aunque sea un juego, una mordidita, algo; al menos una olfateada. Pero nada. Laila ni siquiera mostró los dientes, ni paró las orejas. Nada. Estaba como escéptica. Rara. Vieja.

La mujer siguió llamando a su perro durante dos minutos en vano, hasta que la ayudé un poco y le ¿ordené? a Laila que me siguiese para el otro lado.

Volvíamos. No había sido una de nuestras mejores salidas. Ella no hizo lo que tenía que hacer, pero tampoco jugó lo que podría haber jugado. Yo pensé y pensé, pero no resolví aquello por lo que salí a dar esa vuelta. Así que todo mal. Al menos caminamos un rato y tomamos aire, intentaba reconfortarme.

Empecé a abrir la puerta de casa, pero Laila no estaba desesperada para querer entrar como siempre. Me di vuelta y allí estaba, a unos metros mirándome con esa cara tan inocente que pone cuando se echa terrible garco y que parece implorar como un bebé: "Esperame un minuto, ya voy".

Eso ponía la salida en un mejor lugar. Me acerqué, cuando terminó le di una caricia y saqué la bolsa del bolsillo. Me la puse en mi mano como un guante con la misma valentía de siempre y con la experiencia que poseo en estos asuntos tomé sútilmente el buen pedazo que yacía, calentito y humeante, en el frío asfalto de una noche de jueves.

Ahí, otra vez, la noche volvió a su lugar: la bolsa estaba rota. No pude no pensar: supermercado de mierda.

viernes, 8 de julio de 2011

En el ojo de la tormenta

"Cuarto piso, suban por allá", nos indica el gordo de seguridad después de anotarnos en la planilla: nombre, apellido, DNI, horario de ingreso y empresa nos pide. Entramos al ascensor, que para nuestra sorpresa tiene sólo tres botones: "Tocá el tercero y subimos por la escalera", arriesga María, que liquida sus nervios con una de sus uñas pintadas color violeta. Al salir, un pelado, sentado sólo en una sala de producción llena de aparatos y micrófonos, gira con la silla y acierta: "¿Para Víctor Hugo? Suban por ahí".

Unos pasos más. Ya en el pasillo se escucha su voz, que resuena idéntica como por las mañanas y nos petrifica. Dudamos unos minutos: no sabemos si interrumpir la nota o hacer algún ruido que dé cuenta de nuestra espera, hasta que finalmente Nico avanza: "Son y veinte, vamos", dice intentando mostrar seguridad.

Se hacen las y veinticinco seguimos ahí parados. Nuestro tiempo era hasta las y media: ¿qué va a pasar? ¿nos dice que vengamos otro día? ¿estuvimos mal en no cortarlos? Mientras, Víctor Hugo le reprocha la construcción de una pregunta en la que los conceptos lo habían mareado, y eso nos aterra. Igual, el periodista pone voz gruesa pero nada más, pienso.

María continúa con sus uñas.

En eso el entrevistador futuramente entrevistado por ¡nosotros! lo corta en seco: "Bueno, ¿cuánto tiempo crees que tenés?". El otro intenta zafar y sonríe. Ya parado y con el grabador en mano, arriesga su última pregunta: "¿Qué consejo le darías a los jóvenes periodistas?" (o sea: a nosotros que estábamos ahí parados como lechugas). La pregunta me interesa, pienso, pero es totalmente estúpida y se la deben haber hecho mil veces.

Y obviamente, la respuesta del gran Víctor Hugo es la que ya repitió en las últimas entrevistas que andan circulando: "Que tengan ganas de meterse en esta pelea", finaliza y le da la mano, cordial.

Ya es nuestro turno, nos decimos con las miradas tensas, pero no: el usurpador de nuestros preciados quince minutos de entrevista continúa:

-¿Podrías venir a dar una charla a nuestra institución?
-¿Cómo?- se muestra sorprendido el uruguayo.

Le repite la pregunta, pero en vano. ¿Acaso no sabía el iluso que Víctor Hugo no da charlas para alumnos ni para empresas? "No, no", repite, "tengo tres horas por día libres nada más", dice, contundente, y casi que lo echa. Pienso que por las últimas respuestas debe tener una cara de culo terrible y unas ganas de terminar con todas estas notas obvias y de porquería más grandes aún. Pero no.

Se acerca y nos extiende la mano, uno por uno. "Hola chicos, ¿cómo andan?", saluda con una sonrisa amable que hace que sus ojos se conviertan en dos rayitas, bien a lo Víctor Hugo. Respondemos como estatuas. Como en toda la entrevista, él toma la delantera: "¿Es con grabador? Entonces vengan por acá". Nos guía a una salita pequeña con una mesa en el medio llena de diarios y revistas. Abre la puerta y pide a las dos personas dentro si le puedan dejar la sala. No hay respuesta, pero se van. Nosotros pasamos y nos sentamos, sacamos los grabadores y esperamos. Son y media pasadas: ¿nos dará más de cinco minutos?

Ya ni nos cruzamos las miradas.

Tras dos minutos eternos el despertador de todas mis mañanas entra y cierra la puerta. Se sienta rápidamente y estira los brazos hacia adelante, mostrándose dispuesto. María, con dos uñas menos, le explica:

-Somos alumnos de periodismo y estábamos...
-Bueno, bueno, eso no importa, empiecen nomás.

Claro, ¿cuántas notas por día, por semana, debe dar el tipo? Millones, como para interesarse en los motivos, móviles y fines de cada una de sus entrevistas. Imposible. Así que es hora de asumir el papel que habíamos acordado.

-¿Te sentís en el ojo de la tormenta entre un periodismo de oposición y uno oficialista?- pregunto casi con la voz partida.
-En el ojo de la tormenta estoy, hay lío- responde con una amabilidad y una predisposición que no esperaba, y hasta con una sonrisa pícara.
-¿Te metieron, o te metiste?-
-Las circunstancias son de participar- explica con interés y desarrolla con una tranquilidad envidiable- Es decir, la vida está hecha de asumir determinado tipo de riesgos. Yo hago un programa de actualidad que conlleva también un poco de opinión. Amo pasar música, la tarea creativa, educacional, científica; todo lo que uno puede meter en un programa de radio, pero también ahí cabe la política. Y en este momento, el nivel de participación en política es muy fuerte, de todos. El involucramiento es inevitable, y estoy, en consecuencia, atado a ese barco en la tempestad.

"Atado a un barco en la tempestad" es una de las frases que me quedarían dando vueltas, como tantas otras. Continúo y le pregunto cuáles son las medidas que más allá de los aciertos que resalta del gobierno este debe profundizar. En el medio me interrumpe, como a la defensiva: "No, no, nunca resalto, ¿cuál acierto?", y me paralizo, pero enseguida, para mi alivio, se corrige: "Bueno, sí, está bien, temas generales...".

-La Asignación Universal comienza a ser insuficiente y hay que aumentarla. Esto que acaba de hacer la Presidenta para la gente del Sur, habría que hacerlo para todos urgentemente. Creo que se impone un aumento como del 30% como para que no pierda eficacia. En cualquier momento van a ser papeles los billetes, porque es indudable que hay precios más altos que no sé si aplicarle la palabra inflación; yo creo que sí, que la hay, después discutimos cuánto.

Me cuesta prestarle atención a sus palabras. Hoy, que lo tengo de cerca, le presto atención a su gran nariz y a su mirada, que decir que es profunda es poco.

Gracias al grabador puedo continuar su respuesta: "Es urgente también no descuidar a los jubilados y cuidar muchísimo más los índices de salud sobre todo en las provincias del norte". "Hay que atacar de una manera más directa las circunstancias", señala. También critica a la Presidenta por no haber ido a presenciar los problemas que se produjeron a razón de la erupción del volcán chileno en el sur de nuestro país: "se pierde de participar activamente en algunas cosas para no mostrarse demagógica", opina.

En eso suena el teléfono. Mejor dicho, vuelve a sonar, y Víctor Hugo, esta vez, atiende: "¿Hola? Sí, soy yo, llamame en diez minutos que estoy en una nota". ¡En una nota! dice como para reconfortarnos, y enseguida vuelve a la carga:

-Me parece que se pueden hacer las mismas cosas mejor, y, sobre todo, profundizarlas. En líneas generales, hay varias cosas que el gobierno hace bien, pero debe profundizar a muerte la lucha contra la corrupción; nunca la va a aventar, pero todo episodio que aparece de escasa transparencia es lo que lo complica y lo que más lo compromete- resume. El gobierno, con quien se mantiene cercano tras el enfrentamiento con los grupos mediático-corporativos, parece preopcuparlo.

Mejor dicho: lo preocupa.

Cuando habla de la corrupción hace referencia a una naturaleza del ser humano, maligna, ambiciosa y cruel: "Es muy embromado el hombre en su naturaleza", indica, y pregunta: "si no, ¿por qué la derecha y el capitalismo pueden propender, siendo una salvajada?", preparando el terreno para avanzar con las preguntas.

Maneja la entrevista de pe a pa, aunque deja frases para nosotros, sospecho, memorables: "Éticamente estamos discutiendo dentro del capitalismo cómo hacerlo más salvaje, menos salvaje, socialdemocracia, capitalismo salvaje estadounidense, lo que fuere, pero nunca estamos planteando una sociedad más igualitaria como la que se plantea y concreta, para mi gusto de una manera cada vez más plausible en Cuba", opina con una armonía y una sonoridad que deslumbra: "Como la que se planteea y concreta, de una manera cada vez más plausible en Cuba" -otra de sus frases.

Como la cincuentona del departamento de la esquina pasea a su caniche toy, Víctor Hugo nos pasea ahora por Cuba y la cosa resulta interesante: ¿siempre se generará esta confianza?, me pregunto en el momento.

Nos habla de incentivos, a través de los cuales vive el capitalismo y que le hacen tanta falta al socialismo cubano. De la dificultad de unir sociedad igualitaria con sociedad libertaria: "Capaz que en Cuba funcionaría como un elemento negativo frente a la imposibilidad de decir lo que quiero", nos confiesa, astuto. Nos cuenta que viajó dos veces a la Isla. Ante la pregunta de una posible Revolución Cubana en Argentina responde, contundente, sobre su imposibilidad: "Acá no podés hacer nada, no podés ponerle un impuesto al campo sin que haya líos. No podés contra nada que implique los factores de poder; ni a la Iglesia podés molestar".

Cambiando de tema, María le pregunta por su religiosidad pero no la deja terminar. No hasta antes aclarar que no se considera "bastante religioso" aunque rece todas las noches desde hace más de 50 años: "Tengo muy buena relación con Cristo, voy a misa de vez en cuando, me gusta sentarme en una iglesia y su silencio me hace bien. Pero seguramente si encontrara ese silencio en cualquier sitio me gustaría también", explica.

De alguna manera, nos acaba de decir que en la tormenta en la que está, en la guerra que se metió y que, muchos le reconocen, se animó a luchar con valentía sin ceder ni matizar siquiera su tono confrontativo, sólo extraña el silencio.

Recién ahí Morales, tiempista como el Diez de Boca, cede la palabra y permite la pregunta acerca de la despenalización del aborto. Se muestra de acuerdo y argumenta: "Todos en nuestras familias hemos tenido circunstancias por el estilo. La diferencia es el cómo: en una buena clínica o en una mala, y esto es una gran desigualdad". Lo mismo con la marihuana, aunque reconoce que aún algunos mitos le generan cierta incomodidad.

Se explaya luego sobre los problemas que tuvo en canal 7 con su programa Desayuno, dejando frases en el camino: "Nadie se anima contra el poder corporativo mediático. En cambio, contra el gobierno se anima cualquier chitrulo".

Víctor Hugo no dice tonto, dice chitrulo (lunfardo); tampoco existir, sino propender; tampoco terminar, sino aventar. Ese es Víctor Hugo; sus palabras son sus armas y pareciera que las tiene cuidadosamente seleccionadas. Lo dijo alguna vez: hombre de radio, es bueno en el uno a uno, con los micrófonos y las cámaras, pero con mucha gente los nervios le juegan en contra.

Ya con casi veinte minutos de entrevista, nuestro entrevistado suena más íntimo y hasta nos hace creer que le caímos bien -y hasta quizás, quien sabe, es cierto-:

-Cada vez estoy más vigilado- se lamenta.

Es que está, como bien sabe, "en el ojo de la tormenta", en un barco en medio de una tempestad.

-Soy bien visto por el gobierno en este momento porque en la pelea que mantienen con las corporaciones yo estoy mucho más lejos de ellas que del gobierno- aclara, como si hiciesra falta.

Ya se perdió de transmitir el Mundial por Canal 7 -"para no darles el gusto"- y ahora nos cuenta que le hicieron una oferta desde la televisión para conducir un programa en un canal que maneja Villarroel. "Estoy viendo, peleando conmigo mismo a ver qué hago con eso...", se sincera.

En este sentido, dice que cuida cada detalle al hacer sus programas: nos cuenta que no trata el tema de las tomas de secundarios porque considera que hay una intención política detrás: "No es casual que las elecciones sean el domingo", dice, aunque enseguida admite que puede estar equivocado.

"No voy a hacerle una nota a un chico que ocupa un colegio para que me diga: Macri es un inútil, no en este momento", agrega. Y en esa decisión, arriesgada quizás, casi vanidosa, pienso que radica su grandeza.

Sus respuestas empiezan a hacer más breves y ya siendo casi las 6 y 50 la intención es obvia: que le digamos: "Terminamos acá, muchas gracias", pero imposible. Cada uno de nosotros arroja sus últimos dardos, pequeños darditos, pero me quedo a propósito con el último, que lo arrojo perfectamente al final. La pregunta entra justito antes de la chicharra, como un gol convertido en el último minuto del tiempo de descuento.

-¿Estás más convencido hoy de limitar la concentración mediática después de todas las repercusiones tras la sanción de la Ley de Medios?

-¿Pero qué te parece?- contesta, cómplice- Si no se puede poner en marcha la cláusula antimonopólica, la ley de medios va a tener cosas lindas y útiles, pero nada más que lindas: no va a cumplir la finalidad que tenía antes- y tras un silencio retoma, con ganas y golpeando la mesa, interrumpiendo una pregunta de uno de mis colegas y mirándome fijamente- Que la ley de medios no se pueda aplicar demuestra, ¡fijate si tendrán poder!, la falta que esta hacía.

Estoy hecho. Y ahí justo suena el teléfono y el relator, hoy de árbitro, pita el final: "Bueno, chicos, yo ya...", y atiende. Es el final. Nosotros nos vamos parando: ¿Nos tendremos que ir sin un saludo? ¿Sin demostrarle nuestra admiración?

Es entonces cuando corre el tubo de la oreja y nos extiende, otra vez y con esa sonrisa y ojos achinados, la mano. Me hubiese gustado decirle lo mucho que admiraba su coraje y su profesionalismo; de hecho, lo lamenté en ese momento, pero luego me quedaría tranquilo.

Es que estoy contento. No por las preguntas, que fueron tontas, superficiales y hasta con un tono inseguro y nervioso, sino porque siento que él se fue con la certeza de que lo entrevistaron tres jóvenes que no se comieron ni se comen el verso mediático del libro de Majul o las últimas goriladas, siempre a la orden del día, respecto a su "giro hacia el oficialismo" y su supuesta venta al gobierno de turno.

"Ustedes son jóvenes, tienen que ser observadores de todo; saber cómo son las cosas y no dejarse trabajar la cabeza", nos aconsejó hacia el final del partido-entrevista. No hizo falta preguntarle. Lo soltó casi como un cariño: "No se dejen trabajar la cabeza".