martes, 30 de noviembre de 2010

De corrido

Era un ambiente -otra vez- difuso. El momento justo. Ella, víbora -como siempre-, lo tomó de las manos, lo arrastró hacia un rincón. Le suspiró al oído, le habló con dulzura -mirándolo con ternura- como sabía le gustaba.

Le acarició los dedos, la palma de sus manos, mientras le dirigía su mirada hacia el centro de sus ojos. Él, reacio -como nunca-, la esquivaba; sudaba, pensaba -resistía-. Ella le vio esa primera gota de sudor caer de su frente y supo que lo tenía -amarrado-. Se aproximó, pegó su cuerpo y sus pechos al de él.

Le habló suavemente -con olor a tabaco-. Él la sintió cada vez más cerca -respondió con aliento a alchol-. Sentía únicamente su oreja -cosquillas en su oido- y algún que otro sonido -sin sentido-. Estaba a punto de cerrar los ojos -derrotado-, aunque se mantenía con un último hálito de firmeza -dudosa-. Faltaba el tiro de gracia -sabían-. Al fin, ella le dijo que no conoció un hombre como él -sensual-.

Enseguida: humedad, calor, sábanas, domingo. Nueve de la mañana. Un pensamiento. Un beso. Un adiós -el último-.

viernes, 26 de noviembre de 2010

El mundo de Hugo



Hugo me recibe con una sonrisa de oreja a oreja y una mueca de cansancio: “No estoy acostumbrado a recibir visitas”, dice. Son las 3 de la tarde y acaba de terminar
su rutinaria siesta, que puede extenderse entre tres y cuatro horas. Enseguida me hace pasar y, sin preguntar, ofrece unos mates bien amargos. Hugo Olmos vive en una pequeña casa en la entrada de Oliden, donde nació en 1944.

Oliden es un pueblo chico, de una sola manzana; una sola iglesia, una panadería, una carnicería y una sola escuela. El último censo arrojó una población de 185 habitantes, entre los que viven en la manzana principal y los campos aledaños. Oliden, como tantos otros, es un pueblo fantasma desde que dejó de funcionar el tren lechero en 1978, cuando Martínez de Hoz, Ministro de Economía en tiempos de dictadura, decretó el desmantelamiento del sistema ferroviario –y productivo.

El pueblo, que se encuentra a 87 kilómetros de Capital, 10 kilómetros a la derecha sobre la ruta 36, nació y creció desde 1914 con la llegada del ferrocarril, que servía para trasladar la producción lechera y “algún que otro pasajero”. El tren de carga pasaba por toda el área agrícola ganadera del Gran Buenos Aires y era crucial para la colocación de la producción en el mercado. Con su desaparición, hubo un achicamiento de los pueblos y “los trenes fueron reemplazados por camiones”. Hoy, la estación, abandonada como muchas otras de la zona y tristemente oxidada, se mantiene detenida en el tiempo. Miles de pueblos fueron fundados y crecieron gracias a los trenes, así como también miles se fundieron y desaparecieron a partir de su desmantelamiento.

Desde sus inicios, Oliden se dedicó a la cría de bovinos. En la ruta de entrada al pueblo, de unos 10 kilómetros y motivo de alegría de sus pobladores, ya que fue asfaltada hace tres años, hay una producción ganadera feet lock de aproximadamente 5000 cabezas. También, un poco más adelante, se observan unas hectáreas de plantaciones de soja: toda una novedad en el pueblo ya que la tierra de Oliden no ha sido históricamente labrada. “Los paisanos se están avivando; con 10 hectáreas de soja zafan el año”, explica Hugo, y agrega: “Los campos que viste todos quemados es por causa del glifosato”.

Hugo tiene una pinta extraña. Usa unas pantuflas azules brillantes, una maya con diseños modernos y una musculosa blanca, que hace juego con su pelo canoso y prolijo. Se sienta en la mesa con la pava, se quita los anteojos, y los apoya sobre la mesa. Ya son tres los pares de anteojos sobre la mesa y se ríe: “Tengo un museo de anteojos, ¿viste?”. Las persianas están cerradas y apenas entra luz por las ventanas, sin embargo, aunque algunas nubes tapen el sol y la oscuridad se presente, nunca prenderá la luz artificial. Los tiempos de la naturaleza, en el pueblo, se respetan.

La vida en el campo era muy distinta hace 50 años”, cuenta con algo de nostalgia unos instantes después de recibir en su celular un mensaje de texto de su hijo, aunque aclara: “No sé si hay más bienestar, puede ser, no lo sé”, dubitativo.

En la entrada del pueblo se anuncian en un cartel obras para la instalación de un sistema de agua potable, ya que, hasta ahora, se toma agua de pozo y las napas empiezan a estar contaminadas -de hecho, Hugo es el que hace los pozos, además de molinos de viento-.

Las obras ya están siendo realizadas y Hugo no reniega de estosprogresos” pero advierte que las necesidades son otras: gas y electricidad. El primero porque, con 66 años, “la leña se hace cada vez más difícil de conseguir”. La electricidad, que es brindada por una cooperativa, por su inestabilidad. “Pasa que la plata es de un crédito del Banco Mundial y parece que no se puede usar para otra cosa”, explica con la misma tranquilidad con que me recibió y me despedirá.

Sí se le nota enojo e indignación con el caso de un criadero de pollos que está siendo instalado en la ruta 2 y utilizaría energía de la misma red eléctrica: “¿Cómo puede ser que haya electricidad para ellos y no para nosotros?”. La única esperanza, cuenta, es la creación de un country a 16 kilómetros del pueblo, el cual permitiría la llegada de la tan ansiada energía. “Con ella, el pueblo crecería; habría más gente que se quede a vivir”, resume convencido.

Hugo se muestra especialmente contento con la escuelita del pueblo. Hace unos años, se suprimió el nefasto sistema polimodal y no solo eso, sino que la escuela cuenta por primera vez con un secundario. “Esto hace que los chicos no necesiten irse del pueblo a los 13 años”, dice, lo que se nota en las calles de Oliden, en la que se observan chicos jugando o andando en bicicleta; en el horario de siesta, el pueblo entero duerme y solo algunos niños interrumpen su profundo silencio.

Hugo hace 8 años se separó de su mujer y hoy vive solo. Está preocupado por el reuma, una enfermedad en sus manos que le agranda los dedos y le hace doler cualquier actividad manual. El médico le dijo que tenía que dejar de comer carne. Pero, comenta con una sonrisa, “eso es muy difícil”.
El bar del puebloLa antigua estación, hoy oxidada, del ferrocarrilLa salita de primeros auxiliosUna de las casitas más viejas de Oliden

jueves, 11 de noviembre de 2010

Minorías

Cuando el travesti me gritó "Papi, te hago de todo" me quedé perplejo. Ni siquiera me di vuelta. Continué mi compra en el chino y por un momento me olvidé si había venido a comprar leche, manteca o café. La señorita no insistió con palabras, pero relojeó sin estupor cuando pasó a mi lado, apretaditos los dos en la góndola de lácteos. La señorita se llevaba el mundo por delante y no tenía gracia al caminar, sino una espalda importante y unos tacos que la hacían casi de dos metros.

Otro día, esa misma chica que vivía en frente del super chino, jugó una segunda estrategia y dijo, con un tono que intentaba ser sensual y a la vez cómico: "Por 10 la podemos pasar bien". 10 eran 10 pesos y yo estaba pagando y ella detrás, en la fila. Recordé la anterior situación y esta vez voltié y le sonreí. Y creo que se puso contenta, porque ya nunca más me dijo nada ni me fulminó con su mirada.

Quizá era solo eso: superar esa ignorancia atroz y terrible; esas miradas que se esconden y pretenden hacer ojos ciegos de lo distinto que hay al rededor. "Mirame, hice de mí esto, no tengo problema en decirlo y menos en tener voz de Cacho y piernas de jugador de fútbol", quizá quiso decir. "Mirame, y sabete esto: las minorías existen", y están a la vuelta de tu casa.