domingo, 25 de marzo de 2012

El quite perfecto

El partido está 2 a 1. Se viene la remontada es el aire que se respira. Las caras de nuestros defensores lo avalan. El empate se sabe, se teme, puede estar en cualquier pelotazo; suceder en cualquier tiro libre.

Veníamos bien, un 2 a 0 tranquilo, contundente. Pero un bochazo desde afuera del área, casi desde el lateral derecho, lo sorprendió al Pipa que pobre, no tiene la culpa de medir 1.50 pero que dale, podría haber estirado un poco más la mano. De todos los goles que le hicieron, la mitad, ponele, fueron así: él adelantado y una pelota llovida desde cualquier lado le cae por encima y pum, a llorar a la Iglesia.

Pero eso no importa, la cuestión es que se vienen. Se vienen y está díficil. El fantasma de la promoción del año pasado cuando nos dieron vuelta el 1 a 0 que nos daba el ascenso y la gloria, acechaba. Lo sabíamos. Los rechazos les empiezan a quedar a ellos, las pelotas divididas no ganamos ni una. Encima, hacemos faltas y de un tiro libro el 9 de ellos logra peinar la pelota y, por suerte y para alivio de la tribuna -que este domingo como muchos, y encima esta vez con un trapo, es claramente probetiana-, la pelota se va alta y afuera.

Entonces es en una de esas jugadas que el volante de ellos la recupera y elude a uno de los nuestros cuando me decido a dar una mano en el medio y perseguirlo. El tipo la tira un poco larga y yo, que llego en diagonal, acelero y en un instante dudo pero no, la determinación, mal o bien -ya es tarde para eso-, está tomada. Al piso voy y le entro con toda, áspero, casi que violento, levantando una nube de polvo, ensuciando pantalón y camiseta, y... olvidando la amarilla que me había sacado el árbitro junto al cinco rival por "manotazos en el área".

Es un minuto de incertidumbre. La gloria, el "bueena daro", o el fracaso total y dejar al equipo con ocho jugadores, cosa casi imperdonable. Y hasta quizás una roja directa y un partido de suspensión.

Pero, como de repente, una certeza: no hay reclamo de falta ni de tarjeta. Y la pelota, de destino incierto tras el choque, al abrir nuevamente los ojos está en mi botín, quieta, absolutamente inmóvil; mía. Así que me levanto y trato de ubicar al gabo, compañero de ataque, que pica por la banda y exige al defensor rival que ante la asistencia no se complica y tira la pelota a la mierda. El saque de banda, la pelota que se va lejos, nos oxigena y nos da tiempo. El quite fue perfecto.

Encima después, la tribuna sentenciaría que el volante voló después de la barrida y que tragó un poco de tierra pero claro, eso yo no lo vi. Y más: Pipa me relataría que unos que pasaban y que justo se preguntaban quiénes eran los que estaban jugando vieron la jugada y la gozaron con un uuuuuhhhh bien futbolero.

En los cinco minutos finales del encuentro el Maxi tiene otra chance, un lindo tiro desde afuera después de quebrarle la cintura a un rival pero no tiene suerte y se va ancha por poquitos centímetros. Así que a sufrir hasta que el juez se digne a sonar su silbato...

Cuando lo hace, la primera victoria y los saludos de haber dejado todo se disfrutan como nada. Los contrarios también se acercan y nos felicitan: "Partidazo, eh", "Muy bueno". El arquero me pide perdón y me aclara que no fue mala leche cuando salió y me puso una linda patada en el muslo que todavía siento como uno de los grandes planchazos del fútbol. Y también me homenajea: sabe mi nombre. Otro, con el que tuvimos el econtronazo en el área, se aproxima y tira flores: "Un crack, eh".

Y lo demás, entonces, no importa nada.

martes, 13 de marzo de 2012

¿El gol como un orgasmo?

La alegría de un gol es incomparable. Es la excusa para abrazar a un amigo a quien no abrazás hace meses. La excusa para abrazar al amigo que te traicionó. La excusa para achicar esa distancia que desde la secundaria se viene dando entre unos viejos amigos de colegio.

Es que el fútbol es otra cosa que el tenis o el golf; es un deporte colectivo. Y en él, como en todo, la unión hace a la fuerza. El equipo está por encima de la individualidad que haya convertido el gol. En el fútbol, en el potrero, la cuestión no es convertir sino ser protagonista, ponerse la camiseta y transpirarla. Y en el fútbol, como en el amor, no se trata sólo de pegarle al arco. Y esto no quiere decir que este desenlace final no sea importante -si no hay goles, no hay triunfo posible, se sabe-, pero un lindo gol no es lo mismo que uno feo, vaya verdad, y, además, sin una buena construcción, sin una buena jugada, sin un buen toqueteo, el gol es más díficil...

El fútbol, como el amor, es belleza, es esfuerzo y sudor pero también lágrimas. La felicidad puede ser absoluta, pero también todo lo contrario... Después del pitido final (ejem), es la victoria, la derrota o el empate. No hay grises, tan sólo un puñado de posibilidades: felicidad, fracaso, o amargura; sentimientos que pueden durar todo un día entero o toda la semana, o, quién sabe, toda una vida. Sentimientos totales.

Quien meta el gol no cuenta; el gol vale sólo uno convierta quien lo convierta. La hinchada lo siente propio ya sea de Juan o de Pedro. Los goles valen. Y como dije antes, un gol se festeja más o menos por su construcción; por su esfuerzo colectivo. Por eso el fútbol no lo disfruta sólo el 9 ni lo sufre sólo el último hombre, el 2. Una asistencia puede ser mucho más valiosa en comparación con quien dio la estocada final, con quien remató la jugada. Los goles lindos no son de uno; en el amor es igual.

Hay algo, sí, en que el fútbol supera al amor, y lo convirte en la peor pesadilla de tu novia. Y es que, al contrario de lo que sucede en aquél, en el fútbol el defensor, el mediocampista, y hasta el arquero festejan como suyo el orgasmo del goleador y al revés; hasta los suplentes y los que están fuera pueden sentir el gol, vivirlo, como si lo hubiesen marcado ellos. Es que el orgasmo del gol, simultáneo y sin comparación, es colectivo.

Y esa es nuestra mayor tentación, su peor competencia. Ustedes lo saben...

domingo, 11 de marzo de 2012

Unas fotos con Marian

A Marian la conocí en un curso de fotografía. Ella estaba en tercer año y yo en cuarto, a uno de Bariloche, del decolarante en el pelo y de la tan ansiada vuelta olímpica. Por ese entonces ella no tenía nombre, era la compañera de foto de un año menos y yo, el pibe más grande con vocesita de puto que, encima, iba a fotografía analógica con todas minitas.

Así que algo extraño había, complotaba, articulaba Marian con su amiguita Luna, también por ese entonces desconocida para mí. Sin embargo, casi que por esa homosexualidad aparente de a poco nos conocimos y hubo onda. En unos meses, yo tenía de amigos a sus amigas y ella de amigos a mis amigos.

Hasta compartíamos los rollos recién revelados y la emoción de comprobar, otra vez, que la foto esa que sacamos con el diafragma súper abierto y una velocidad de 8 para sacar movimiento y que creíamos la mejor del álbum, estaba velada, obturada por exceso de luz o simplemente se trataba de algunas manchas negras sin ningún sentido. Es decir, todo esta unión casi tonta pero mágica teniendo en cuenta que a la mitad de nuestros viejos amigos dichas cuestiones les chupaban un huevo.

Al otro año, en quinto, no hubo más fotografía, por cuestión de horarios, pero a las salidas, ambos en turno tarde, integrábamos un lindo grupo para jugarnos unos trucos, tomar unas birras y hablar de mi quinto año que se terminaba y el del suyo, que se aproximaba como un tanque australiano y a las chicas las tenía como locos.

Es que, además, mis amigos eran sus presas, claro. La primera fiesta de quinto año la hicimos nosotros, ligaron todo alchol gratis y todo gracias a Marian. Encima, también allí, conocí a una chica con la que luego saldría y algo más y todo eso. Una de las mejores amigas de ella. Las sestas -nuestras divisiones- nos unían, la fotografía también, mis amigos más, pero ahora una chica terminaba de sellar un curso de fotografía y una relación extraña. Era mi amiga, mi madrina. Y pronto, mi hermana.

Viajamos juntos al norte hace un año; en este enero nos vamos al Machu Pichu. El tema será, claro, quién saca las mejores fotos este año.

Al comienzo, yo en cuarto y ella en tercero, nos unía la hermandad de pertenecer ambos a "la sesta", las ganas de sacar alguna foto con buenos colores y esa especie de pasión por el amor a las cámaras viejas casi rotosas que teníamos heredadas, legadas por abuelos y padres. También, por qué no, el rechazo a lo digital.

Sin dudas, mi cámara era mejor: la nikon FM2. Ella lo sabía. Heredada de mi viejo, reportero gráfico, que la usaba incluso para sacar fotos en la mítica Bombonera. Ella tenía una Canon, creo. Sí recuerdo -cómo no hacerlo...- que en uno de esos primeros rollos que sacamos a ella se le velaron todas las fotos. Y creo que hasta por un mes la decepción le duró, o más. Su primer rollo, velado completamente. Horrible; una experiencia realmente traumática que quién sabe hasta cuándo pudo durar o si es que en verdad dura todavía...

Hoy la entiendo como a pocas personas. El otro día me reí en la casa de un amigo. Fumando su última cosecha, hice un comentario, un chiste y no hizo falta que lo diga en voz alta. "Sé lo que estás pensando: qué pelotudo", le dije, a lo que ni siquiera me respondió que era así, sino que simplemente sentenció: "No me leas la mente", como pidiendo un favor de hermanos. De hermanos de padres diferentes, como bien decimos ahora.

Pero hay una cosa que siempre nos distanció: la escritura. Yo siempre adicto a ella; ella siempre reticente y crítica. Y un miedo: el día que se anime, me pasará el trapo.

jueves, 8 de marzo de 2012

Quisiera verte y no pensarte

¿Podré contigo compartirme?
¿Podré entregarme, dividirme?

¿Podrás contigo compartirme?
¿Podrás entregarme, dividirme?

Quisiera verte y no pensarte
-es que temo tantas cosas-

martes, 6 de marzo de 2012

Podría...

Te podría haber comprado unas flores

Te podría haber regalado más peluches

Te podría haber cocinado más rico y mejor

-Te podría haber besado más rico y mejor-

Te podría haber repetido montones de veces más que te quería

Te podría haber repetido montones de veces más que te amaba

-Te podría haber dicho que te amaba-

--Te podría haber no amado tanto--

Te podría haber no insistido en viajar juntos

Te podría haber cuidado como te lo merecías

Pero, claro, esos no hubiésemos sido nosotros.

lunes, 5 de marzo de 2012

Un final feliz

La loca fracasada, también habitualmente conocida como vieja conchuda, abre la puerta y se dispone a pronunciar un nombre. Si es el mío, cagué, pienso. Pero zafo. Hoy la suerte está de mi lado, continúa mi cabeza...

Ayer, en el otro final, la cosa fue al revés. Me tocó la peor. Me tuvo una hora charlando de cosas que no estaban en el programa y para peor, cosas que ni ella parecía saber o entender. Aunque, pensándolo en frío, qué mejor que un profesor que se dispone a debatir, en instancias de un exámen, asuntos que ni los libros concluyen ni alumno y docente siquiera conocen. Este pensamiento fue el que me llevó a contradecir a mis lindos y compinches compañeros que me auguraban un tierno: "Te va a hacer mierda", o que directamente se reían de que me tocase a mí y no a ellos, la ya famosa loca de historia -porque, lo sabían, si yo entraba en ese momento, en la más de una hora que me tomase a mí, ellos ya habrían rendido. Y así fue. Cuando salí, ya todos lo habían hecho y tenían en sus caras esa expresión tan de feliz cumple años, tan de "aprobé" o, peor, de "me quedó nueve". Tan de ya haberlo hecho, sí.

Cuestión que al rato sale de vuelta y confirmo lo sospechado: la suerte, hoy, está de mi lado. "Susana", dice, casi que sentencia, y Susana, resignada, se levanta del piso como quien se entrega a una pena ya conocida, en este caso, el tan temido aplazo.

Cuando se abre la puerta nuevamente, vieja conchuda no aparece, sino Pablo, el copado de estadística. Pregunta por mi nombre y ahí me le aparezco, con cara de pelotudo (busco y busco pero no encuentro descripción más certera) aunque intentando disimular lo gratificante de haber evitado a la loca fracasada de los teóricos.

Me hace pasar y me acompaña con el brazo. "Vení, vamos para allá, ¿está bien?", me señala el fondo del aula donde había dos bancos enfrentados. Yo asiento y entre los pasos y el silencio agrega, mientras me mira a los ojos con una mueca pícara y hasta divertida: "Vamos al rincón de los jubilados", dice y espera mi sonrisa, que llega pero, claro, con algunos nervios inocultables.

-Y decime, Darío, ¿querés empezar por algún tema?- pregunta volviendo a una cierta seriedad- ¿Hay algunos que te hayan gustado especialmente de la cursada?-

La verdad, ninguno. Pero respondo con intención de tomar la delantera que sí, que dos había preparado. ¡Dos! Dos le digo. Y mis pensamientos se confunden, mis palabras se aceleran y se entorpecen; ¿cómo voy a decir dos, animal? pareciera cuestionarme mi conciencia. Pero sigo, le tiro los últimos dos temas que había repasado en los cinco minutos previos: distribución normal y diseño experimental y su respuesta, al menos en su rostro, es positiva y el primer round es mío. Es como que no esperaba esa piña, un alumno insolente que en vez de demostrarle con nervios lo poco que había estudiado le diga que dos eran los orales preparados. El riesgo, claro, era mantener la buena parada después...

-Bueno, adelante Darío- me dice y calla, cruzando sus manos y apoyándolas en la mesa con aire de dale, te escucho, así que comienzo.

-La distribución normal es la expresión matemática...

Con dos definiciones exactas de la guía, casi que estudiadas de memoria, me aseguro su confianza, que sospecho ganada de ante mano a pesar de creer que no nos conocíamos. Pero sí. Es más: con el negro Pablo nos sentimos parecidos -una especie de "hay onda", sí-.

Y prontamente el final va tomando color. Después de pasearme sutilmente por algunos temas de la cursada a los que respondo algunos bien algunos no tanto, nos reímos. Es que de repente me tira un chiste acerca de su materia que ya es su vocación, la estadística: "Podrían haberlo dicho de otra manera, ¿no? Algo más fácil, ¿no? Pero la metodología es así, complicada", divaga Pablito, a lo que me prendo instantáneamente con el objetivo de demorar -porque la demora, claro, siempre juega a favor del estudiante-.

El oral está próximo a su final. Antes ya hubo una instancia escrita, así que Pablo, que se queda sin temas para pasearme pita el final: "Bueno, creo que ya está, ¿no?", me pregunta con esa complicidad que había inaugurado con esa primer acotación del "rincón de jubilados", sospechosamente destinada hacia mí -¿me conocía o no de antes? es la duda que me queda- y hasta me deja un silencio para responder: "Creo que sí".

Nos levantamos y nos apretamos las manos. Nos hasta deseamos buena suerte y declaramos el deseo de que el año que viene nos volvemos a cruzar por los pasillos de esta, la tan destruida pero cariñosa facultad de Marcelo T. Y la formalidad no es falsa, es que con el negro Pablo el afecto es sincero. Y cómplice.

Entonces nos dirigimos de vuelta al estrado principal, y al anotarme en la planilla y pedirme una firma, se dirige a la vieja conchuda con un: "Brillante este chico, eh; un nueve", declara, lo que significa mi victoria total. Loca de mierda no puede hacer nada, zafé de sus garras, de sus preguntas maliciosas y de su ignorancia profunda; fue Pablo el que hizo justicia, sí. Y la vieja de los teóricos ya no puede hacer nada. El gancho está puesto; a Pablo, esta vez, lo tengo de mi lado.

Antes de irme, le devuelvo esa sonrisa cómplice al negro y a la loca, que me mira con esos ojos llenos de fuego y que me inquiere con esa mirada de "esta vez zafás pero la próxima...", sólo le junto los labios y le regalo una fría expresión de "Tomá, vieja puta. Por esa pregunta que valía dos puntos y que me la tachaste completamente, tomá, sí, porque sé que fuiste vos la que me corrigió esa prueba y me mandó a final por esa pregunta de mierda; acá tenés el nueve. Y otra vez será".