martes, 29 de junio de 2010

Dani

Daniel saluda con la mano "porque los hombres se saludan así". Mientras la ciudad se comienza a iluminar artificialmente y las paradas de colectivos se llenan de personas esperando volver a casa, la jornada laboral, para otros, recién comienza.

Es martes y Carlos, que atiende sólo un kiosco de diarios y revistas en la esquina de Rivadavia y Callao, no quiere saber nada a las nueve de la noche. Sólo quiere cerrar lo más rápido posible el local e irse a su casa, pero se excusa: "Si hubieses venido antes".

Ricardo dice exactamente lo mismo, aunque con una leve sonrisa. Es mozo hace más de 10 años y hoy trabaja en La Americana, famosa pizzería de Callao al 100. "A esta hora estamos hasta las pelotas", dice. Los dos chicos encargados del delivery están parados en un rincón; no hablan ni se ríen. Uno de los dos explica: "No podemos hablar, ¿sabés como nos controlan acá?", en un tono que lo denuncia.

Miguel, joven universitario de 20 años, terminó el primer cuatrimestre de la facultad ayer y hoy quiso salir con su chica al teatro, pero no consiguieron entradas. Ahora espera con su novia por la función de Carancho de las 21.50 del Cine Gaumont, ahí en Rivadavia.

Daniel, quien no descubre su nombre hasta el final de la charla, camina solo en la entrada del cine. Canta en voz alta. Sólo. Luego explica: "Me gusta cantar cuando estoy solo para olvidarme de las cosas". Canta Sólo le pido a Dios, de los Pibes Chorros, porque dice sentirse identificado.

Daniel pide monedas, aunque "siempre con respeto y dignidad". Tiene la misma edad que Miguel, pero su "suerte" es otra. Vive en Glew con su familia, que es la única que lo apoya. Dice sentirse bien, aunque a veces sufre la soledad.

Pide monedas en la entrada del Gaumont porque ahí puede juntar unos mangos para comer y tomarse una gaseosa, cuenta mientras muestra una de sus manos llena de monedas. Luego dirá, con total sinceridad, que a veces se droga, aunque trata de que no le genere dependencia: "Una droga fuerte, que te seca los labios", dice mientras enseña los suyos, como gastados. "Pipa", dijo, o algo así.

Ya es tarde y dice que quizá hoy se quede en Plaza Congreso, frente a los cines. Repite todo el tiempo no estar triste, aunque sí le genera bronca que no lo ayuden. Lo que más le indigna de su situación es que le arrojen las monedas al piso. "Con unas monedas, no tengo que salir a robar". Cuando lo hace, aclara que a pesar de todo lo hace, otra vez, con respeto, "sin matar ni herir a nadie", y se diferencia de "los otros": "Soy un pobre con orgullo, tengo códigos".

Daniel quiere conseguir trabajo en un bar, pero sabe que las cosas están difíciles. Me aprieta fuerte la mano, dos veces, y me desea suerte. De lejos escucho: "¿Me convida uno, señorita?". Doy media vuelta y la muchacha le entrega un cigarro; Dani me ve y me guiña un ojo.

sábado, 26 de junio de 2010

Borrador

Me di cuenta hace poco que le temo a los momentos irrepetibles. Tardé mucho en hacerlo, en realizar semejante abstracción, pero siempre conviví con este miedo; con este temor a los encuentros irrepetibles, a los viajes y momentos únicos. Me agrada en algún punto la rutina, aunque desprecio esta idea. Me gusta tener el control sobre las cosas. ¿Sobre las personas también? Puede ser, aunque me genera rechazo que así sea. No me gustan los placeres irrepetibles y me gusta que las cosas sobren. Odio el miedo a que se puedan acabar. Por lo que no me agradan las mujeres de una sóla noche, y casi que temo los encuentros de una sóla vez. Poder repetirlos es tener las riendas sobre la situación. No tenerlas es fallar, es el fracaso. Por eso me duele tanto haberme equivocado y haberte dejado pasar como quien tiene una única oportunidad y la desperdicia, sabiendo hoy que es un imposible el que se vuelva a repetir. Lo que sí, puedo asegurarte que de tenerla, no fallaría.

Me encantaría encontrar una muchacha para enamorarme perdidamente al menos un tiempo pero no sé dónde ni cuándo. Ni cómo ni por qué.

domingo, 13 de junio de 2010

Puede ser

"A." se sentía un campeón; comenzaba una historia con una muchacha más pequeña que él, que lo idolatraba y lo hacía sentir el hombre que todavía no era. Aunque "A." no estaba profundamente enganchado, el desafío paternal y la popularidad que esa rubia de ojitos celestes le brindaba en los pasillos del colegio pesaban en su balanza personal. A pesar de estar contento, en su grupo de amigos confesaba que aún algo le pasaba con Minerva.

Minerva se sentía una tonta, y desde que "A." la había dejado, hacía unos pocos meses atrás, lloraba casi todas las noches siéndole imposible apartar sus pensamientos de ese muchacho, a quien, decía, pretendía olvidar. Sus recreos, sus charlas con amigas, sus ratos libres, concluían siempre en él. Olvidarlo iba a ser díficil, lo sabía desde el mismo día en que rompieron. Minerva quería cerrar la historia, aunque no sabía bien cómo ni porqué, pero "A." ni siquiera le devolvía las miradas del pasillo, ignorándola, tratándola casi de usted. Esto indignaba cada vez más a Minerva, quien reunía y concentraba su bronca, ahora, en esta actitud.

Hasta que un día comprendió, quizá dolorosamente, que la estrategia de las miradas asesinas no surtirían efecto. Se dijo a sí misma que olvidarlo iba a ser imposible, que "A." nunca dejaría de ser parte de su vida, o no, por lo menos, súbitamente. Se sostuvo en algunas lágrimas y amigas, a quienes había aconsejado amorosamente en otro momento; ahora era ella quien las necesitaba. Minerva volvió a salir con sus amigas como nunca antes; hasta los jueves y domingos, y se logró mantenerse de pie con esta ayuda.

Con el tiempo, y casi de casualidad, a Minerva le cayó un "B.". De a poco, "B" le empezó a parecer un buen chico, luego a gustar. Llegó a quererlo y casi que a amarlo. Y eso irritó a "A.", quien creía en los pechos de su amada, que Minerva seguía estando a sus pies. Así, "A." empezó a ver a Minerva con otros ojos y al fin se dignó a hablarle, con esa voz y esa presencia que, sabía, la engatusaría. Nuevamente.

Y así fue. Minerva se sintió más confundida que nunca. En esta sus amigas no podían ayudarla. Tenía que tomar una desición. No se la esperaba; en el momento en que estaba creyendo olvidar, "A.", el muy hijo de puta de "A.", intentaba seducirla nuevamente, retenerla. Finalmente, era "A." o "B."

Pero Minerva eligió "C".

pd: hoy, diez años después, recuerda con odio a "A.". ¿O es cariño? Aún no lo sabe, y no cree ni espera ir a saberlo nunca.

miércoles, 9 de junio de 2010

Negativo

Quizá no sea el rechazo, la derrota, el fracaso del "no". Sino el haber pensado que podía llegar a ser "sí". Qué estúpido fui. Si era imposible. Si jamás hubo chances. Con esta cara, estas ojeras. Esta pinta de chupado, de flaco escuálido. Esta espalda caída. Ni una: no había ni una. Aspirar imposibles no te hace bien, cabezón. Lo sabías, pero ahora lo aprendiste en carne propia, lo hiciste experiencia. Fallaste, y te duele. Pero las posibilidades de tener éxito no es que eran remotas; no existían ni existieron nunca. Ni tampoco existirán, porque tu cara es ésta y no va a cambiar. Y por más de que no quieras, hasta la comida entra primero por los ojos. Por eso no te gustaba la sopa.