viernes, 22 de junio de 2012

Hugo I

Claro, porque… Ponele, qué se yo, a los 50 años cuando ya no pueda trabajar más, me dicen: “Sí Duarte, vaya Duarte allá, párese ahí en la puerta y contróleme toda la gente que pasa por la puerta y anóteme toda la gente que entra”. Entonces vos te quedás mirando ahí como un pelotudo y te decís qué hago acá, ¿me entendés? ¿O no? Como el otro día fui a “Personal” (el departamento de empleados) porque tenía una falta con aviso, ¿viste? El chabón me agarra y me pone un papel de estos viste, así, y acá decía, tenía que poner motivos por los que falté, ¿viste? Yo me lo quedé mirando al chabón y el chabón me miraba. Y yo puse mi nombre y mi apellido ahí nomás. Y me dice: “Poné los motivos por los que faltaste”, me dice, ¿viste? Y yo lo quedé mirando al chabón y le digo: “Mirá, yo no sé, no sé leer ni escribir”. “Ah, bueno, pará”, me dice, “pero, ¿por qué faltaste?”, “Porque fui al médico”, “Entonces poné problemas personales”, me dijo. Y al final lo terminó poniendo él. Y eso queda feo, ¿viste?

lunes, 18 de junio de 2012

Las fotos que no están

Mis amigos me consolaban y me decían: "No pasa nada", "no es tan grave perder la cámara". Otros, peor, me preguntaban que cuánto salía, que ya íbamos a comprar otra. No, pedazos de boludos, la cámara no importa. "La cámara me la meto en el orto", me hubiese gustado contestarles, "lo que importa son las fotos, ¡animales!".

Es que no puedo dejar de pensar, cuando me acuesto, cuando me baño, cuando me río -bueno, no sé si tanto-, en cada una de las fotos. Y esto sí es cierto. Total y completamente cierto. Me acuerdo el orden, también. Quién las sacó, cuándo, dónde, cómo. ¿Por qué? Sí, también el por qué de cada una, aunque más me acuerde de las que saqué yo que de las que sacaron los intrusos.

La foto del álbum, porque siempre hay una, era muy rara. Era como un universo, una galaxia. Una galaxia en una bola. Celeste, con sistemas solares por dentro, rojos y naranjas. Una linda foto sí. Nadie la entendía al verla. Me refiero a los que tomaban la cámara, revisaban las fotos y la dejaban sin batería, ejem. Es más, tenía miedo de que alguno encontrase la tarjeta completa y se tome el derecho de borrar las fotos que le parecían malas, porque siempre hay algún desubicado, se sabe... La foto, en verdad, era mentirosa: era la bola de la palanca de cambios de un viejo bondi de una provincia norteña. Una foto mágica. Esas palancas de las que ya no hay y que abundaban en los micros de escolares.

Había otra foto que la tengo guardadita acá, en la mente y en el archivo fotográfico de la memoria, que es el más loco entre ellos. Estábamos en el mirador El Cóndor de Iruya, allá en Salta, y justo habíamos compartido la caminata con un grupo de amigas compinches de las cuales una tenía la mejor sonrisa y los mejores dientes de todos los que conozco, a pesar de que no me gustaba en el sentido amoroso -tan sólo en el fotográfico, que no es poca cosa-. Era la foto que siempre quise. Sólo tenía que animarme a enfocarla por un rato, que a ella no le moleste, o no se de cuenta, y que sonría para mí.

Lo hizo, me acuerdo. Perfectamente. Esa sería la otra foto del álbum, la otra foto perdida. Encima, recuerdo, la había cambiado a blanco y negro segundos nates. Era su sonrisa con sus mejillas perfectas y sus lunares. Y las montañas del pueblo detrás, con distintas tonalidades y relieves. Impresionante. Estaba seguro de que me la iba a agradecer cuando se la pasase. Pero no, no tuve la oportunidad.

Hay más. Teníamos, también en ese mirador, también en blanco y negro, la foto del disco de música que sacaríamos algún día con los muchachos. Estábamos sobre una roca, éramos cinco; bien bananas Algunos en cuero, despeinados; algunos sonriendo, otros mirando seriamente a la lente y hasta cruzados de brazos. Malos, podría haberse llamado con una buena ironía el sidí.

Encima, el pensamiento más terrible, más aterrador, el que prima por sobre todos los demás, por cada foto, es qué carajo hizo el tipo que encontró la cámara con todas ellas. Si las borró todas, de una y sin mirarlas, es un hijo de puta, un insensible. Pero si las miró una por una para ver quién era el dueño de la cámara era un cínico y un cruel. Hasta me lo imagino gritando al detenerse cinco segundos en cada una de las fotos: muejejeje, ¡mía! Sólo mía.

Igual, a esta altura, ya nada importa... La cuestión es que la cámara no se sabe quién la tiene. Una imagen vale más que mil palabras, dicen, así que este texto no tiene sentido, ni puede mostrar los colores. Esta fue la anécdota, la historia detrás de las fotos que no están ni son.

O quién sabe...

jueves, 14 de junio de 2012

El texto más triste

Después de la operación, le costaba subir y bajar las escaleras, tardaba en echarse en el piso pero finalmente se echaba y listo. La tos de hace ya unos meses al tomar agua ya se le pasaría. La médica nos había tranquilizado: el tumor, decía, parecía ser benigno y a ella la veía muy bien, a pesar de la edad.

Fue un señor de la veterinaria el que lanzó la primera advertencia, el primer aviso, más allá de los sueños cada vez más tristes de Laila y esa tos que empezaba a empeorar: "Los perros de su tamaño viven hasta los 12, más o menos". Laila, entonces, y luego de verificar sus papeles, estaba ahí. A la médica, sin embargo, le creíamos. No sólo por lo del tumor. También el que los labradores podían llegar a vivir hasta los 15, o más.

Bueno, no. Al final, el tumor es maligno y las células expansivas. No hubo palabras, no las hubo, en el teléfono, en la mente, en ningún lado, para captar la noticia. La decisión, sin embargo y al momento, fue instantánea y compartida: que no la molesten más. Ni más radiografías, ni tratamientos ni operaciones.

No hay manera de explicarle a nadie lo triste de saber que nada se puede hacer y que Laila puede llegar a sufrir en algún momento. La tos esa que ya pasaría no pasará y todo indica que al revés. Es que nuevos tumores pueden formarse, incluso pueden ya haberse formado en cualquier lado, lo que es muy probable, y tememos que ya se haya formado uno efectivamente ahí, en la garganta.

No hay tiempos, no hay certezas en estos casos, y eso por ahí es lo más triste. Tan solo saber que si sufre hay que llevarla de vuelta a la veterinaria, que entre de vuelta a ese lugar de mierda, que sea ese el último lugar al que entre, el último lugar que huela y vea, para que la médica se arrogue el derecho, y nosotros mediante su mano, de matarla para que no sufra mediante una fría inyección.

No hubo palabras, sólo silencios, muchos, y algunas lágrimas, muchas, al recibir la noticia y darnos cuenta de todo esto. De que Laila, con quien vivo desde casi siempre, o más, no va a estar siempre ahí, conmigo para estudiar, conmigo para reír, pasear o llorar. Después, más lágrimas y más impotencia. Era obvio que siempre no iba a estar ahí, pero no hay manera de no hacérselo notar a ella, de hacerla parte. Lo que lamento.

Es que ella no es boluda; lo sabe, lo intuye. Nota desde hace días que algo raro nos pasa, que algo raro le pasa. ¿Será ella la primera en saberlo? Está más mimosa y tiene una mirada más triste, más apagada, aunque, es cierto y es bueno, la cola sigue a veces moviéndose con locura y delirio.

Ahora me di cuenta de por qué volvió a subir las escaleras hace unos meses. No es que perdió el miedo, ni que lo tuvo alguna vez, aunque puede ser. Fue cuando volví después de haberme ido de  casa unos meses y que no me vea todo ese tiempo. O fue saber que algo adentro suyo no estaba bien, que debía provechar cada momento juntos. ¿O fue un intento de avisar que algo no andaba bien? Ahora que lo pienso no lo sé. Es que es eso lo más triste. Que los mimos no le basten y esté pidiendo algo a gritos y que nadie la entienda, aunque cuando la saque sin correa piense que sí, que es feliz como nadie.

Laila, mientras no sufras, juguemos. Paseemos y metamos el hocico donde no corresponde. Comamos mierda en la calle y crucemos mal la vereda. Hagámosle gr a los perros y meémosle al caniche de frente su sucio jardín. Incluso, meémoslo a él. Que la vieja de la esquina se entere; somos malos, muy malos. Un dúo increíble.

martes, 12 de junio de 2012

Vals del equilibrio



Gaviota, gaviota, vals del equilibrio,
cadencia increíble, llamada en el hombro.
Gaviota, gaviota, blancura, delirio,
aire y bailarina, gaviota de asombro


¿A dónde te marchas, canción de la brisa,
tan rápida, tan detenida?


Disparo en la cien, y metralla en la risa,
gaviota que pasa y se lleva la vida.


Corrían los días de fines de guerra.
Pasó una gaviota volando, volando,
lento, como un tiempo de amor que se cierra,


imperio de ala, de amor y de cuándo

jueves, 7 de junio de 2012

Misterioso crimen de un importante empresario

La víctima, de 56 años, fue encontrada ayer apuñalada y sin vida en su mansión. Aún no se conocen las causas del asesinato y hay un único detenido: el mayordomo. La policía sospecha de su esposa, que por el momento permanece prófuga.

Miembros de la policía encontraron muerto de una apuñalada ayer al poderoso empresario industrial Edgardo Talamonti en su finca en la localidad bonaerense de Bernal, partido de Quilmes. Las mayores sospechas recaen sobre su esposa, Bárbara Ranegas, quien por el momento se encuentra prófuga.

Fue recién alrededor de las once de la noche cuando, tras haber recibido un llamado anónimo, la policía se presentó en la mansión y encontró a Talamonti apuñalado en su sala de estar en el segundo piso, desplomado en su sillón y sin aparentes signos de haberse resistido. Según los médicos, el crimen se había producido unas dos o tres horas antes.

“Las causas del hecho aún permanecen inciertas”, declaró el jefe del operativo a cargo de la investigación Marcos Sotomano, quien señaló que extrañamente no hay indicios de violencia en toda la casa. “Incluso, la puerta no había sido forzada”, agregó, “lo que indica que el asesino forma parte, muy posiblemente, del círculo íntimo de la víctima”.

Además, los perros no ladraron y el mayordomo, cuyo único día de descanso era ayer, no se encontraba en la vivienda.

Unas pequeñas gotas de sangre que comienzan desde la entrada, suben hasta la escena del crimen y luego se repiten hasta la salida para perderse en el bosque de robles próximo a la finca son la única pista con la que cuentan los investigadores. Estas, a su vez, consolidan la hipótesis de un asesino cercano, ya que prueban que el delincuente no dudó y se dirigió desde un primer momento hacia el segundo piso, donde sabía se encontraría Talamonti a esa hora. “Gotas como de una lastimadura que traía consigo el asesino y que hoy están siendo analizadas”, deslizó Sotomano.

Así, todas las hipótesis del crimen recayeron sobre su mujer, quien todavía no fue encontrada por la justicia y es intensamente buscada, aunque los médicos señalaron un dato que contradice y complejiza dicha posibilidad: “La profundidad de la herida es tal que es imposible que haya sido realizada por una mujer”, declaró uno de los peritos.

Los vecinos, consultados por este diario, curiosamente no se mostraron sorprendidos por la noticia, aunque sí angustiados. Uno de sus mejores amigos, que pidió ocultar su identidad, sentenció misteriosamente que todos sabían que esto podía suceder: “Incluso él ya nos hablaba como si nos fuéramos a ver nunca más...”.

Otro, sobre la culpabilidad de la esposa, señaló: “El matrimonio no estaba bien; ella decía que estaba cansada de que él se refugiase solamente en la lectura”.

El mayordomo, hoy único detenido, reconoció haber discutido con el poderoso empresario por la tarde, pero defendió que aquello no tenía nada que ver con el hecho y apuntó hacia la mujer: “Todos sabíamos que esto en algún momento iba a suceder. Talamonti estaba consumido por los negocios y su relación con Bárbara era cada vez más distante”.

Personal de Inteligencia mencionó más tarde que en la escena del crimen el único elemento fuera de lo común era un libro de cuentos que aparentemente habría estado leyendo el empresario al momento del asesinato. Sin embargo, mientras la policía descartó esto como un dato irrelevante, algunos consideran lo contrario: “Que Edgardo estuviese leyendo Contuinidad en los Parques no puede ser casualidad”, opinó una fuente anónima.

martes, 5 de junio de 2012

Las palabras son las cosas II

Todo pensamiento, toda acción, tiene su palabra, no hay ninguna que no la tenga. Sin embargo, no hay razón ni verdad divina alguna para que sea esa la palabra que designe ese significado y no otra. Para que triste signifique estar triste y no con ganas de matar a alguien. Para que asociemos un cigarrillo con violencia o un tipo de traje con justicia.

Es decir, las asociaciones son arbitrarias, podrían ser de otra manera, pero no, son así y difícilmente cambien, o mejor: difícilmente cambien como uno quisiera.

Es que, como la sociedad misma, el lenguaje se hereda, viene de generaciones anteriores. Y esto no quiere decir que no exista espacio para el cambio, para su transformación. Este sí existe, y esto es más que una creencia, una profunda convicción, pero es poco, lento, y complicado; relativo. Y asumirlo es el primer paso para entenderlo. Convención o costumbre, da igual.

Así, el lenguaje resulta arbitrario e inmutable y mutable a la vez.

Podés, dice Seassure, inventar un lenguaje nuevo -una lengua nueva-, podés acordar con amigos que tal cadencia de sonidos se refiera a esto, a esta imágen, y que tal otra a aquella, pero una vez que el sistema de signos se expanda, dejarás de dominarlo y se irá, inevitable y naturalmente, de tus manos, de tu control. Pasará a no ser de nadie y a la vez, de todos. Porque la arbitrareidad resulta no de que pueda haber una libre elección por parte de los sujetos, sino de que no hay motivo alguno para unir un significante con cierto significado, de que no hay ningún vínculo natural en la realidad que lo sostenga, tan solo la asociación.

"El acto por el que, en un momento dado, se habrían distribuído los nombres para las cosas, el acto por el que se habría pactado un contrato entre los conceptos y las imágenes acústicas, ese acto podemos concebirlo, pero jamás ha sido comprobado", ni importa ya ni es una cuestión que haya que plantear, escribe Seassure. "El único objeto real de la lingüistica es la vida normal y regular de un idioma ya constituido".

Saltándonos algunos contratiempos, cada palabra lleva en su interior la lucha de clases, cada palabra es "arena de lucha de clases". Y de géneros, etnias, razas y grupos, agrego. En sus representaciones, en sus asociaciones, en sus batallas por detrás, en sus posibilidades truncas, se pueden vislumbrar esas disputas. Esto lo dice un teórico ruso, Voloschinov, que apuesta por una definición semiótica de la cultura, donde los signos ideológicos adquieran la relevancia mayor.

Según aquel, la conciencia sólo deviene como tal al llenarse de material sígnico, y esto solo ocurre en el proceso de interacción social. La conciencia, así definida, se realiza mediante y a través del material sígnico, que coincide con el área de la ideología. Y es en la palabra donde está la clave, entonces; la palabra, "signo ideológico por excelencia", escribe.

"Pero el carácter sígnico y el condicionamiento global y multilateral mediante la comunicación no se expresa en ninguna forma tan descollante y plena como en el lenguaje. La palabra es el fenómeno ideológico por excelencia. Toda la realidad de la palabra se disuelve en función de ser signo. En la palabra no hay nada que sea indiferente a tal función y que no fuese generado por ella". En suma, detrás de cada palabra, como signo, como el más puro entre los signos, hay lucha, disputa cultural; ideología.

De ahí su importancia, su relevancia; su reivindicación.

Será que la dificultad de cambiar el lenguaje es tanta, o más, como la de cambiar la sociedad misma. O será que no hay manera de cambiar el uno sin el otro. Así que quizás la manera no sea a grandes saltos, sino de a pequeños pasitos, siendo la palabra "capaz de registrar", como explica Voloschinov, "todas las fases transitorias imperceptibles y fugaces de las transformaciones sociales".

sábado, 2 de junio de 2012

Un día raro

A las once en punto estoy ahí. Quizás ya todo haya terminado y ella ya no esté pero entro, pregunto y me indican la segunda puerta.Allí está, echada en una mesa sin moverse con una frazada que la recubre. Apenas mueve la cabeza unos centímetros. Todavía está boba por la anestesia.

Ella, tirada, no me ve entrar. Me acerco con cuidado. No le quiero demostrar que sí, que es hoy un día raro, pero Laila no es boluda, lo sabe, lo nota desde hace días. Entonces me paro a su lado, la acaricio y apenas me puede seguir con los ojitos tristes, con una mirada que pareciera preguntarme cuánto falta o estar pidiendo en silencio sacame de acá. Al menos la cola que sobresale por detrás empieza, de a poco, a agitarse como contenta.

Una hora duró la operación. Un tumor, encontrado por la vecina cuando le acariciaba y le revisaba la panza en busca de esas bolitas que, sabía, empiezan a surgir a esta edad.

-¿Y, cómo está la diosa?- pregunta al pasar la médica con una sonrisa.
-Bien, todavía dormida, pero levantándose de a poco.
-Vengan, vamos a ponerle la remera...

Como si fuera de papel a Laila le ponemos su primera ropa. Pero la que trajimos le queda corta, no le cubre los diez puntos y hay que improvisar. Por suerte, la mía, blanca, que tengo puesta, le queda mejor y hasta le combina con sus pelos dorados. Y hasta está calentita.

Pasan los minutos y las caricias y sigue sin reaccionar. Una hora dijo el anestesista que tardaría en poder pararse. Ya casi. La médica juega con que está cómoda y no se quiere ir. Siempre tan simpática... Cuando vuelve a pasar a los diez minutos nos dice que la bajemos. "Vamos, Laila", le insistimos y ella mira con verguenza. En el primer intento, la cerámica y sus pies temorosos la traicionan y se desploma, sus patitas traseras patinan. En el segundo, también. Recién diez minutos después se levanta, cuando nadie le insistía ya y ella no era el foco de todas las miradas.

En la calle, por primera vez camina "junto", como le indicábamos, rogábamos y también imponíamos cuando era chica. Se choca con las paredes, los escalones le cuestan.

Tiene una faja también que le cubre la zona operada, para que no se rasque ni se muerda, y unas cintas en las patas, donde también le sacaron unas verrugas extrañas. Está rara, lo sabe, pero en esas dos cuadras despierta esas mismas sonrisas de siempre:

-¡Un guau guau!- grita un chico desde el cochesito e intenta con desesperación poder tocarla, aunque no lo logra ya que su mamá apura el paso.

Al rato, en la intimidad del cuarto, ya todo pasó.

-¿Fue un día raro, no Laila?
-Sí, pero ya estamos en casa- pareciera contestar ella, echada con las piernas cruzadas, con su mirada. Y mi remera.