miércoles, 30 de noviembre de 2011

Largarlo para afuera

El pibe tenía asma, o algo por el estilo. Ante cualquier actividad f'ísica, se fatigaba fácil y empezaba a hacer bocanadas como los peces cuando están fuera del agua. Le pasaba cuando jugaba al fútbol, cuando corría o en días de mucho calor. Pero también, y sobre todo, cuando se acostaba y se ponía en la posición "más peligrosa".

En esas noches, despertar a sus viejos o sufrir la sensación de falta de aire hasta dormir era el dilema. "Papá, no puedo respirar", sólo lo decía en los peores momentos; era el último recurso. En las otras, tosía y tosía con el miedo a que lo escuchen para facilitar el ingreso de aire nuevo. Tosía para que lo que sea que había en su gargante, se destrabase y dejase correr el aire libremento pero, él lo sabía, a la primera dificultad era imposible zafar, y lo peor era hacerse la cabeza. La traba, claro, era él mismo.

El nebulizador era la solución mágica a todos esos problemas. El tema estaba en que era pendejo y no se lo sabía administrar sólo, ni siquiera sabía en dónde estaba guardado (suponía antes que de saberlo se hubiese curado más rápido, pero ahora opina que eso sólo le hubiese generado más dependencia). El mayor de los miedos era qué hacer si le pasaba lejos de casa o en algún lugar extraño que no tuviese el aparato milagroso. Que, dicho sea de paso, sólo servía para superar el momento, pero nada hacía con la "enfermedad", que volvía cuando quería no se sabía bien por qué.

Para ello, sus padres se decidieron: se contactarían con el mejor médico especialista en cuestiones respiratorias infantiles. Tardaron unos varios meses y unos varios llamados pero lo lograron. Muñoz, que había sido director del Hospital de Niños, los recibiría en una clínica privada sólo una tarde.

A la entrada, el médico saludó a ambos padres, preocupados por la situación de su hijo que parecía no mejorar nunca.

-Bueno, ¿qué es lo que quieren de mí?- preguntó.

-Queríamos que nos ayude con nuestro hijo, que se fatiga rápido y sufre broncoespasmos bastante seguido, como le contamos.

Es como si el pediatra los hubiese tanteado. Quizás otra hubiese sido su ayuda si los padres, separados en ese entonces y desde que el pequeño tenía dos, respondían algo así como: "Queremos que solucione el problema". Pero no.

Después de revisar al chico, de hablar largo y tendido con él, primero a solas y luego con sus viejos, después de ver la radiografía de sus pulmones -una con el aire dentro, otra con el aire fuera-, de sentirle su respiración una y otra vez, siguió con más preguntas.

Entre algunas otras, les preguntó a los padres si se peleaban frente al chico, si éste escuchaba esas peleas, desde cuándo estaban separados, si tenía amigos en la escuela, cómo era su personalidad, si conversaba con ellos, si les contaba cosas a ellos, sus padres; qué tan introvertido era.

En fin, charlaron un rato y con todos los elementos les explicó que el niño no sufría de asma como quien dice, sino de episodios asmáticos menores, que tenían que ver más con la infancia que con una enfermedad crónica; es decir que el ahogamiento se podía ir con la edad. Y les dio un remedio redondo que se convirtió en la salvación para esos momentos.

Algo alejado de la medicina, continuó:

-El problema no es ingresar el aire, sino expulsarlo para afuera.

Y esa fue la clave. El remedio hoy está vencido en un cajón. El padre habla de un triunfo del chico por haber superado eso. Él prefiere verlo como un logro entre los tres.

viernes, 25 de noviembre de 2011

La vuelta del maestro


Con la excusa de la presentación de "Segunda Cita", su último disco

Silvio Rodríguez la descosió en Ferro


Un poco más calvo, algo menos tímido y esta vez acompañado en el escenario por otros músicos, Silvio volvió a entregar un concierto inolvidable en Buenos Aires, donde no tocaba desde el 2005 cuando lo hizo en el Luna Park. El espectáculo duró más de tres horas y ganó en emoción a medida que se sucedían las canciones, todas reinterpretadas bajo una nueva faceta artística del cantautor cubano. Los veinte mil espectadores presentes ovacionaron, aplaudieron y cantaron junto al trovador, que se mostró más simpático, íntimo y cercano al público que otras veces y volvió en cinco oportunidades al escenario.

Eran las nueve y veinte pasadas en el Estadio Ferrocarril Oeste. El clima, la noche, era la ideal para recibir después de seis años al gran Silvio, representante de la canción revolucionaria cubana, del movimiento Nueva Trova y por qué no, de la Revolución en sí.

La gente se apresuraba como hormiguitas a acomodarse en sus asientos. En el escenario el grupo argentino “La Surca”, que acompañó a Silvio en cada una de sus presentaciones en Rosario, Córdoba y Montevideo, calentaba la velada.

Entre las filas de butacas y en las inmediaciones la expectativa era inmensa. Era la última presentación de Silvio Rodríguez en Argentina, y, se pensaba, algo habría de mágico en aquella noche, algo inolvidable sucedería. Pero todas eran sospechas, nada cierto había. Sólo una noche que, con sus estrellas, se aprestaba para una gala de buena música y los acordes de la guitarra del maestro. Todas sospechas que debían ser confirmadas.

Y eso empezó a hacer Silvio desde su primer tema. Mientras el público seguía ubicándose y el silencio se hacía esperar, apareció con toda su simpleza y vestido con una remera negra, se sentó, tomó su guitarra, se acomodó los anteojos, y lanzó las primeras melodías junto al trío de cuerdas Trovarroco, integrado por Rachid López Gómez en guitarra, Maykel Elizarde Ruano en tres cubano y César Bacardo Laine en bajo, y los músicos Oliver Valdés Rey en percusión y Niurka González Núñez en vientos.

“En el claro de la luna”, fue la elegida para la bienvenida, tema de su primer disco Días y Flores.

Con 65 años y una voz que no era ya la de su adolescencia, el cantautor demostró toda su vigencia, capacidad artística y musical al reinterpretar viejos clásicos de su itinerario de más de 500 temas y algunos inéditos que permanecían casi olvidados, como señaló respecto a “Virgen de Occidente”, “una canción que había olvidado y que me hicieron recordar”.

Pero ese fue su quinto tema. Antes, dedicó un tiempo para canciones de su último disco “Segunda Cita”, grabado en el 2009, año del 50 aniversario de la Revolución Cubana, y para explicar su por qué: “Siempre supe que tendría que haber una segunda cita con los ángeles que se ocupan de la suerte de mi país”, explicó el cubano antes de sumergirse en “Sea señora” y “Carta a Violeta Parra”.

En el primero de ellos, quizás el más significativo de sus últimos tiempos, defiende el presente socialista en su país natal a la vez que pide una profundización y revisión: “A desencanto, opóngase deseo, superen la erre de revolución, restauren lo decrépito que veo”, cantó y recibió el aplauso cerrado y emotivo de los presentes, multiplicados ante la mención hacia el final de la necesidad de “volver a la semilla de José Martí”.

Como señaló en una entrevista a Página 12 antes del recital, “Revolución no significa lo mismo en cada circunstancia, mucho menos desde que los dueños de los medios lograron que algunas cosas se vieran al revés”, y eso es lo que expresa el trovador desde hace tiempo y resume en “Sea señora”. Para él, lo revolucionario sigue siendo en Cuba defender la continuidad de la Revolución, aún con aspectos a hacer frente y a resolver, pero siempre hacia el interior.

Luego, la noche comenzó.

“Viva Cuba”, le gritó alguien desde algún rinconcito del estadio y él, rápido como con sus arpegios, retrucó: “Viva Argentina”, y anunció: “Ahora les vamos a hacer un par de temas que vamos a grabar”.

“Cuentan” y el ya mencionado “Virgen de Occidente” fueron los agasajados, posiblemente ambos integrantes de su próximo álbum. En su voz, en las palmas del público, y en los solos de la flauta a cargo de Niurka Núñez, heroína durante la velada y mil veces aplaudida, el espectáculo se iniciaba y tomaba calor y color. “Y la galaxia estaba enferma, iba enredándose como un remolino”, irrumpía nuevamente el extrañado Silvio Rodríguez.

Tres generaciones lo escuchaban y veneraban con el más profundo silencio como a un músico o algo más que eso.

Es que para muchos era –y es–también un referente político e intelectual, además de un “artista enorme”, como mencionaba un fanático cincuentón de las primeras filas; un representante de tiempos que habían sido, como aquellos durante la dictadura cuando por entonces sus casetes, prohibidos y señal de “subversión” para los militares, eran prueba de compromiso entre los jóvenes pero también de esperanza.

Otros, de menor edad y aún bajo escenarios políticos totalmente diferentes, vislumbran las mismas contradicciones y ven detrás del accionar y las letras del músico a un luchador que jamás dejó de dar pelea, ya sea a través de la palabra o de la acción directa, como cuando allá por la década del 70 y las influencias del internacionalismo se embarcó a Angola para acompañar el proceso de independencia.

Como dice Silvio en un tema que no se escuchó en la noche porteña, pero que conforma una sus frases más conocidas: “En busca de un sueño, van generaciones”, y estas todas se hicieron presentes y acompañaron, festejaron y entonaron sus canciones.

“Es admiración y respeto, además de la belleza musical de sus canciones”, explicó una adolescente visiblemente emocionada.

Más tarde, ahora sí, sonaron los temas más pedidos: los clásicos “De la ausencia y de ti”, “Días y Flores” y “Mariposas”, para luego invitar al escenario al músico cubano Amaury Pérez para cantar juntos “Amigos como tú y yo” y cederle el espacio para tres de sus canciones, como “Acuérdate de Abril”, la más festejada.

“Voy a ser discreto”, dijo Amaury, que en dos minutos ya había interactuado más con el público que la figura del concierto.

Contó anécdotas, hizo reír y recibió el chiflido de todo el estadio al mencionar que su tía estaba enamorada de Mirtha Legrand, y quizá sin lograr entenderlos, continuó y luego le volvió a dejar el lugar al trovador, que volvió renovado junto a su banda para dar una segunda parte más emotiva, cantada y aplaudida.

“Sonrisas de papel”, un tema inédito y no tan conocido aún para los más fanáticos fue el que dio inicio a esta segunda parte: “Una vez comprendí que mi voz no era mía, que era toda del mundo del mar y los días, y la llevé en mi viaje entre amores y horror…”, cantó en el más puro silencio.

A continuación, siguió “Canción del elegido”. “Quisiera recordar a cinco cubanos presos en Miami. Cinco antiterroristas que fueron a averiguar los planes para agredir a Cuba y ya llevan más de trece años presos. Mientras ellos estén allá, mientras no los suelten, mientras no los regresen a nuestra patria yo siempre en todos los conciertos haré un rinconcito para ellos”, la introdujo e hizo emocionar a toda el estadio: “…Y comprendió que la guerra, era la paz del futuro”, cantaron todos.

Entre más gritos de “Viva Fidel” y “Viva Cuba”, continuó con canciones como “La Gaviota”, “Óleo de una mujer con sombrero”, todas con interrupciones en el medio de mimos de los espectadores: “Olé, olé, olé, Silvio”, empezaba a escucharse en cada uno de los intervalos, mientras al trovador se lo veía cada vez más cómodo.

“El escaramujo”, pareció ser la respuesta de Silvio ante tanto cariño. Cuando nadie se animaba a seguir la letra, dejó de cantar y el estadio se animó entero: “Yo vivo de preguntar…”, dijo Silvio y calló; “Saber no puede ser lujo”, lo siguieron todos. “Si saber no es un derecho, seguro será un izquierdo”, replicaría después.

La versión de “La Maza”, tema dedicado a Mercedes Sosa resaltó entre los 34 del concierto, así como la entrada del otro invitado de la noche: Víctor Heredia, con quien interpretó “Todavía cantamos”.

Y la noche hubiese terminado con “La era está pariendo un corazón”, pero el público no se lo permitió y Silvio, como demostraría después con varias idas y vueltas, parecía no querer irse de Ferro ni de Argentina sin antes dejarlo todo, porque, todos lo sabían -él también-, la cita con Silvio era una rápida, fugaz, de una noche y nadie sabía bien cuándo sería el reencuentro, si es que lo hubiera en realidad.

“Ahora que lo tenemos, no hay que dejarlo ir”, dijo un señor que se levantó de su asiento y empezó a corear su nombre con las manos extendidas hacia adelante. Todos acompañaron y la cosa resultó.

Silvio volvió y sorprendió con “El necio”, donde cantó “para no hacer de mi ícono pedazos”, advirtió: “me vienen a convidar a arrepentirme, me vienen a convidar a indefinirme” y se definió: “Será que la necedad parió conmigo… la necedad de asumir al enemigo, la necedad de vivir sin tener precio”.

La noche, otra vez, podría haber terminado allí, pero algo mágico, se sospechaba, ocurriría. Silvio volvería cinco veces, en una de ellas con una cámara de fotos con la que retrataría el tumulto que lo aguardaba con cánticos y una bandera de Cuba que flameaba.

Cuando volvió por segunda vez, lo hizo sólo y el estadio explotó. “Es que la guitarra sóla tiene su magia también”, explicó el señor que iniciaba los cánticos. Entonces fueron Silvio, su guitarra, y veinte mil almas susurrando cada melodía, además de los que se apretujaban en los balcones de los edificios lindantes.

Tres clásicos cantó: “Ojalá”, “Unicornio” y “Playa Girón”, y tras saludar a todos y recibir los aplausos se perdió en la oscuridad del escenario. Y allí, hasta los organizadores se comieron el amague, que prendieron las luces del estadio. La gente, algunos nomás, comenzaron a irse y tuvieron que volver corriendo ante una nueva aparición del músico. Los que se habían quedado quietos inflaban el pecho: “Era obvio que volvía”.

“Soy feliz, soy un hombre feliz, y quiero que me perdonen, por este día, los muertos de mi felicidad”, cantaron todos juntos en “Pequeña Serenata Diurna”. Luego, entre otros tantos: “Casiopea” y “Angel para un Final” y Silvio, como para salir del altar en el que la multitud lo colocaba, como para humanizarse, olvidó la letra en una canción.

“No hace falta que diga que este es el mejor país en el que tocó, ni que somos su mejor público, porque no debe ser así, pero jamás lo vi tan simpático. ¡No quiere irse!”, dijo, casi analizó, una mujer emocionada. Otra, más chica y aprovechando un silencio lanzó al aire: “¡Te amooo Silvio!”, mientras la voz, sufrida, se le quebraba y se confundía con un arpegio que nacía.

“Un concierto de rock”, diría Amaury después, espectador de lujo de toda la gira.

Los últimos temas fueron “Sueño con Serpientes” y “Te doy una canción”; más clásicos como para no cantar sólo. “Te doy una canción, como un disparo, como un libro, una batalla, una guerrilla, como doy el amor”, se despidió Silvio. Esas fueron sus últimas palabras.

El “Silvio no se va, Silvio no se va”, ya no era un pedido para otra vuelta. Después de tres horas y media, era un gracias y un hasta siempre.

Redactor: Darío Martelotti
Fotografía: Lucía Álvarez Renó

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Quién sabe

Marian fue a la biblioteca del Instituto Goethe, donde cursa alemán, a comprarse unos libros. Consiguió varios, a 5 pesos cada uno. Pero le faltó el tomo 3: "Se lo llevó un chico hoy", le dijo el vendedor. ¿Será ese chico su media naranja, su príncipe azul? Encontrarlo, el primer paso para darse una respuesta.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Las palabras son las cosas

Todo lo que hacemos tiene manera de expresarse, de decirse. Toda acción tiene su palabra, no hay ninguna que no la tenga. Mientras actuamos, mientras hacemos algo, cualquier cosa, lo podemos pensar en palabras, lo podemos narrar. Lo que sentimos también. Cualquier sentimiento, hasta el más oscuro, hasta el más triste, tiene la suya.

Es decir, no hay nada fuera del lenguaje. Un fotógrafo y un psicólogo discutían:

Hay imágenes que valen más que mil palabras dijo el primero, a lo que el segundo, tras un instante de reflexión retrucó:

Lo que no se nombra, no existe.

Y nunca más se habló del tema. Si te nombro, te doy entidad, identidad. Si te nombro, existís, estás. En alguna parte, no importa dónde, pero estás. Es como dijo la profesora de historia alguna vez después de justificar algunas notas arbitrarias:

No es lo mismo decir golpe de Estado que gobierno de facto. No es lo mismo decir dictadura que decir Proceso de Reorganización Nacional, ni guerra sucia que terrorismo de Estado. Tengan cuidado: las palabras son las cosas.

martes, 1 de noviembre de 2011

La planta fetiche

Estaba entusiasmado porque veía que crecía y que, como con un impulso loco por alcanzar el cielo, la planta se hacía cada vez más alta. Pero un día, como de repente, no creció más.

Tampoco se marchitaba, pero era como si de un día para el otro hubiese dejado de haber vida dentro suyo. Eso es lo que creía él, quien esperó unos días en vano a ver si, como él a los 15, necesitaba esperar un tiempo para pegar el estirón, pero no.

Probó con más agua, más tierra y hasta la trasplantó a una maceta más grande, linda y limpia, pero no, nada cambió. Probó cambiándola de lugar, haciendo que le llegue más luz, mejor luz, y hasta fabricándole un techito para protegerla del fuerte viento de la primavera y demás inclemencias del tiempo, pero ni con eso su querida, y cada vez más querida planta creció. Seguía en sus pequeños 15 centímetros y no había señal alguna de crecimiento; ni una hoja que se moviera, ni una raíz que sobresaliese, nada.

La planta estaba muerta, llegó a sentenciarle a un amigo, lo cual, claro, no tenía sentido: el tallo seguía firme y sus hojitas verdes, verdes como siempre, verdes como el primer día. Muy por dentro suyo había vida, o algo que se le pareciera, sin embargo no encontraba respuestas. ¿Acaso había hecho algo mal? Y en todo caso, ¿qué?

Desesperado, buscó en la biblioteca un libro viejo que le había regalado su abuelo en uno de sus cumpleaños de pendejo -ya ni recordaba cuál-. El libro no lo había abierto nunca, pero recordaba su título y su foto, en el centro perfecto, de una huerta de hortalizas: "Cuidados y consejos para una huerta", se llamaba, como para abrirlo.

Tardó dos días en encontrarlo. Entonces lo abrió, le sacó el polvo y buscó consejos, recomendaciones para su triste plantín. Todo lo había intentado ya, sentía. El libro, como la ciencia y la wikipedia, carecían de respuestas.

Siguió buscando en internet. Compró fertilizantes y hasta quita moscas y mosquitos, que aplicaba con rigurosa meticulosidad, como lo indicaban los envases. Preguntó en los viveros de su barrio a ver si algún jardinero, algún vendedor experimentado tenía una solución, pero eran pocos los que se interesaban. Algunos, sorprendidos por el caso, le explicaban: "Jamás vi ese síntoma". Otros directamente no lo creían: "No puede ser".

Sin embargo, él la medía con regla y los quince centímetros eran los mismos desde hacía meses.

Él se los explicaba inútilmente: que la planta no crecía ni se achicaba, que no cambiaba de color ni agrandaba sus hojas, pero no había caso. Ni era cuestión de insistir. La tierra, con más agua o menos, daba igual. Todo era lo mismo.

Tenía algunas otras macetas, que cuidaba de la misma manera, y todas estaban bien, salvo esa. Mientras aquellas crecían, o justamente por eso, la planta rebelde se convirtió en su planta fetiche.

Hasta que llegó un día que, finalmente, Juan se rindió. Fue casi de repente.

Compró otras plantas, algunas especies, y sembró algunas flores exóticas, que regó con un renovado amor. Todas crecieron rápidamente, derechitas y con una vitalidad ejemplar. Todas firmes hacia arriba, exuberantes y plenas.

Se las mostró a sus amigos, a sus familiares. Su huertita era, nuevamente, un orgullo. Conocía más de cientos de especies distintas, tenía montones de macetas, de tierras distintas, de semillas por germinar y abonos imposibles, pero, cada vez que alguien le señalaba la planta, ahora ubicada en el fondo de la hilera, la cosa volvía.

Es que la planta, olvidada por momentos aunque siempre presente, al menos a la distancia, continuaba resaltando, verde y caprichosa en sus 15 inamovibles, religosos, centímetros.

Enojado, algo resentido por ese tallo que se le negaba y era objeto de todas las preguntas y las difamaciones posibles, entendía que había que tomar una decisión, hacer un quiebre. Y así fue: casi a los seis meses, dejó de regarla.

De a poco fue convirtiéndose en una más. Quizás porque le regalaron otras más radiantes, o quizás porque ya había asumido su definitiva derrota, lo cierto era que dejó de pensar en ella.

Y así, de modo casi desapercibido, luego de meses de olvido, la plantita comenzó, intrépida y concienzudamente, a estirarse.