domingo, 31 de julio de 2011

jueves, 21 de julio de 2011

Una noche de mierda

Le abro la puerta del patio, le digo "vamos" y enseguida me entiende. Mejor: me capta el tono. Entonces corre desesperada, atraviesa el comedor, el living y casi que se lanza por las escaleras, chocando con la puerta del medio que se hallaba cerrada. Ahí queda trabada sin poder moverse: ni para arriba ni para abajo; como inclinada. Pero ella, en su dulce espera, jadea de alegría.

Sabe que no voy a su ritmo, pero espera. Agarro las llaves, la billetera y bajo con ella, que golpea la pared con su cola frenética. Pasa lo mismo, pero con la puerta de entrada. Ella se lanza y espera, y luego, ahí sí, el afuera.

Hacía rato no la sacaba. Pobre Laila. Siempre digo lo mismo, y no siempre la saco: pobre Laila, que duerme en el patio ahora bastante seguido porque se le cae mucho el pelo y sino la casa es un desastre, dice mi vieja, preocupada por el orden y la limpieza.

A Laila antes la sacaba con correa pero nunca resultó: cada salida era una lucha, una guerra entre tirar y aflojar, entre avanzar y retroceder. Hasta que un día me animé a dejarla completamente libre y ella, educadita, cumplió como para poder repetir. Ahora puedo salir con ella sin tener que llamarla todo el tiempo. Incluso, puedo ir al chino sin tener que atarla a un árbol; antes tenía la correa en los bolsillos por si las moscas, pero ahora ni siquiera sé dónde está en casa. Hasta hoy pensaba qué bien la habíamos educado -acostumbrado-, pero ahora creo que nada de eso: todo se debe a su edad.

Es que Laila está grande: come poco, deja comida, duerme de más, no juega, se cansa rápido; y ya no es la misma cuando salimos.

Hoy pasó algo horrible para ella. Volvíamos del supermercado y antes de cruzar Julián Álvarez nos cruzamos con una parejita con un cachorro todo bonito, peinadito y juguetón. Laila, cuidadosa, se acercó a olfatear y el otro empezó a dar piruetas por el aire, a saltarle encima, a mordisquearla con cariño. Pero Laila se quedó quieta. No jugó como otras veces, no persiguió olores como solía hacer. Se dejó oler, nada más. Y encima, en eso, otra señora se acercó; al tiempo que se acercaba se agachaba y decía con voz maternal, juntando los labios como para silbar: "Qué linda perrita".

"Vamos, Laila", le dije para cruzar. Me hizo caso, sí, pero en el medio de la calle se dio vuelta y miró. Era la primera vez que la ignoraban, que no la acariciaban a ella, tan suavesita y dorada. Antes le preguntaban -mejor dicho: me preguntaban- cuántos años tenía, cómo se llamaba, si se podía acariciar. Hoy, ni siquiera si mordía.

Al llegar a la puerta de casa, abrí y dejé todo en los primeros escalones. Laila quiso meterse pero no la dejé. Fuimos a por otras cuadras, como para levantar la noche. Ella, chocha. Al darse cuenta que la salida continuaría como que me lo agredeció, de alguna manera, quedándose a mi lado un instante para luego salir despedida y dejarme, como siempre suele hacer y le encanta, unos metros atrás.

A la vuelta, esperé a ver si hacía sus necesidades y no tenía que limpiar el patio. Me quedé parado ahí un buen rato y en eso una señora, con otro cachorrito, cruzó y justo se paró en la puerta de una casa al lado donde me había quedado. Me miraba a los ojos. No entendía por qué hasta que me estiró la mano y me ofreció si quería la bolsa de nylon que tenía: "No la usé", me contó y en esa frase como que también me dijo: "Me sobró la bolsa porque pensé que iba a cagar afuera pero nada de eso, me va a volver a cagar adentro de casa y eso no está bueno". La entiendo.

Igual, medio raro que me ofrezca una bolsa. Nunca me había pasado. Bah, una vez sí, pero luego de que Lailita haya cometido el impúdico acto de cagar unas baldozas recién lustradas de un local de ropa de esos tipo outlet que hay por Córdoba y Scalabrini Ortiz. En este caso, a diferencia de aquel, el acto no había sucedido, ni parecía que iba a suceder... Me la ofrece de buena onda, pensé, porque yo tenía la mía en el bolsillo y no se veía. Pero claro, ¿cómo no ofrecérmela si yo estaba sin bolsa en mano parado esperando la suciedad de Laila -que en cualquier momento podía sorprendernos- a tan sólo un metro de la entrada a su propiedad?

Fuera de eso, la mujer fue simpática. Cuando se dispuso a buscar las llaves, soltó la correa y dejó en libertad al pichicho, que empezó a arrastrar la correa y a dar vueltas en círculo alrededor de Laila. Se agachaba con las dos patas delanteras y parecía implorarle a Laili aunque sea un juego, una mordidita, algo; al menos una olfateada. Pero nada. Laila ni siquiera mostró los dientes, ni paró las orejas. Nada. Estaba como escéptica. Rara. Vieja.

La mujer siguió llamando a su perro durante dos minutos en vano, hasta que la ayudé un poco y le ¿ordené? a Laila que me siguiese para el otro lado.

Volvíamos. No había sido una de nuestras mejores salidas. Ella no hizo lo que tenía que hacer, pero tampoco jugó lo que podría haber jugado. Yo pensé y pensé, pero no resolví aquello por lo que salí a dar esa vuelta. Así que todo mal. Al menos caminamos un rato y tomamos aire, intentaba reconfortarme.

Empecé a abrir la puerta de casa, pero Laila no estaba desesperada para querer entrar como siempre. Me di vuelta y allí estaba, a unos metros mirándome con esa cara tan inocente que pone cuando se echa terrible garco y que parece implorar como un bebé: "Esperame un minuto, ya voy".

Eso ponía la salida en un mejor lugar. Me acerqué, cuando terminó le di una caricia y saqué la bolsa del bolsillo. Me la puse en mi mano como un guante con la misma valentía de siempre y con la experiencia que poseo en estos asuntos tomé sútilmente el buen pedazo que yacía, calentito y humeante, en el frío asfalto de una noche de jueves.

Ahí, otra vez, la noche volvió a su lugar: la bolsa estaba rota. No pude no pensar: supermercado de mierda.

viernes, 8 de julio de 2011

En el ojo de la tormenta

"Cuarto piso, suban por allá", nos indica el gordo de seguridad después de anotarnos en la planilla: nombre, apellido, DNI, horario de ingreso y empresa nos pide. Entramos al ascensor, que para nuestra sorpresa tiene sólo tres botones: "Tocá el tercero y subimos por la escalera", arriesga María, que liquida sus nervios con una de sus uñas pintadas color violeta. Al salir, un pelado, sentado sólo en una sala de producción llena de aparatos y micrófonos, gira con la silla y acierta: "¿Para Víctor Hugo? Suban por ahí".

Unos pasos más. Ya en el pasillo se escucha su voz, que resuena idéntica como por las mañanas y nos petrifica. Dudamos unos minutos: no sabemos si interrumpir la nota o hacer algún ruido que dé cuenta de nuestra espera, hasta que finalmente Nico avanza: "Son y veinte, vamos", dice intentando mostrar seguridad.

Se hacen las y veinticinco seguimos ahí parados. Nuestro tiempo era hasta las y media: ¿qué va a pasar? ¿nos dice que vengamos otro día? ¿estuvimos mal en no cortarlos? Mientras, Víctor Hugo le reprocha la construcción de una pregunta en la que los conceptos lo habían mareado, y eso nos aterra. Igual, el periodista pone voz gruesa pero nada más, pienso.

María continúa con sus uñas.

En eso el entrevistador futuramente entrevistado por ¡nosotros! lo corta en seco: "Bueno, ¿cuánto tiempo crees que tenés?". El otro intenta zafar y sonríe. Ya parado y con el grabador en mano, arriesga su última pregunta: "¿Qué consejo le darías a los jóvenes periodistas?" (o sea: a nosotros que estábamos ahí parados como lechugas). La pregunta me interesa, pienso, pero es totalmente estúpida y se la deben haber hecho mil veces.

Y obviamente, la respuesta del gran Víctor Hugo es la que ya repitió en las últimas entrevistas que andan circulando: "Que tengan ganas de meterse en esta pelea", finaliza y le da la mano, cordial.

Ya es nuestro turno, nos decimos con las miradas tensas, pero no: el usurpador de nuestros preciados quince minutos de entrevista continúa:

-¿Podrías venir a dar una charla a nuestra institución?
-¿Cómo?- se muestra sorprendido el uruguayo.

Le repite la pregunta, pero en vano. ¿Acaso no sabía el iluso que Víctor Hugo no da charlas para alumnos ni para empresas? "No, no", repite, "tengo tres horas por día libres nada más", dice, contundente, y casi que lo echa. Pienso que por las últimas respuestas debe tener una cara de culo terrible y unas ganas de terminar con todas estas notas obvias y de porquería más grandes aún. Pero no.

Se acerca y nos extiende la mano, uno por uno. "Hola chicos, ¿cómo andan?", saluda con una sonrisa amable que hace que sus ojos se conviertan en dos rayitas, bien a lo Víctor Hugo. Respondemos como estatuas. Como en toda la entrevista, él toma la delantera: "¿Es con grabador? Entonces vengan por acá". Nos guía a una salita pequeña con una mesa en el medio llena de diarios y revistas. Abre la puerta y pide a las dos personas dentro si le puedan dejar la sala. No hay respuesta, pero se van. Nosotros pasamos y nos sentamos, sacamos los grabadores y esperamos. Son y media pasadas: ¿nos dará más de cinco minutos?

Ya ni nos cruzamos las miradas.

Tras dos minutos eternos el despertador de todas mis mañanas entra y cierra la puerta. Se sienta rápidamente y estira los brazos hacia adelante, mostrándose dispuesto. María, con dos uñas menos, le explica:

-Somos alumnos de periodismo y estábamos...
-Bueno, bueno, eso no importa, empiecen nomás.

Claro, ¿cuántas notas por día, por semana, debe dar el tipo? Millones, como para interesarse en los motivos, móviles y fines de cada una de sus entrevistas. Imposible. Así que es hora de asumir el papel que habíamos acordado.

-¿Te sentís en el ojo de la tormenta entre un periodismo de oposición y uno oficialista?- pregunto casi con la voz partida.
-En el ojo de la tormenta estoy, hay lío- responde con una amabilidad y una predisposición que no esperaba, y hasta con una sonrisa pícara.
-¿Te metieron, o te metiste?-
-Las circunstancias son de participar- explica con interés y desarrolla con una tranquilidad envidiable- Es decir, la vida está hecha de asumir determinado tipo de riesgos. Yo hago un programa de actualidad que conlleva también un poco de opinión. Amo pasar música, la tarea creativa, educacional, científica; todo lo que uno puede meter en un programa de radio, pero también ahí cabe la política. Y en este momento, el nivel de participación en política es muy fuerte, de todos. El involucramiento es inevitable, y estoy, en consecuencia, atado a ese barco en la tempestad.

"Atado a un barco en la tempestad" es una de las frases que me quedarían dando vueltas, como tantas otras. Continúo y le pregunto cuáles son las medidas que más allá de los aciertos que resalta del gobierno este debe profundizar. En el medio me interrumpe, como a la defensiva: "No, no, nunca resalto, ¿cuál acierto?", y me paralizo, pero enseguida, para mi alivio, se corrige: "Bueno, sí, está bien, temas generales...".

-La Asignación Universal comienza a ser insuficiente y hay que aumentarla. Esto que acaba de hacer la Presidenta para la gente del Sur, habría que hacerlo para todos urgentemente. Creo que se impone un aumento como del 30% como para que no pierda eficacia. En cualquier momento van a ser papeles los billetes, porque es indudable que hay precios más altos que no sé si aplicarle la palabra inflación; yo creo que sí, que la hay, después discutimos cuánto.

Me cuesta prestarle atención a sus palabras. Hoy, que lo tengo de cerca, le presto atención a su gran nariz y a su mirada, que decir que es profunda es poco.

Gracias al grabador puedo continuar su respuesta: "Es urgente también no descuidar a los jubilados y cuidar muchísimo más los índices de salud sobre todo en las provincias del norte". "Hay que atacar de una manera más directa las circunstancias", señala. También critica a la Presidenta por no haber ido a presenciar los problemas que se produjeron a razón de la erupción del volcán chileno en el sur de nuestro país: "se pierde de participar activamente en algunas cosas para no mostrarse demagógica", opina.

En eso suena el teléfono. Mejor dicho, vuelve a sonar, y Víctor Hugo, esta vez, atiende: "¿Hola? Sí, soy yo, llamame en diez minutos que estoy en una nota". ¡En una nota! dice como para reconfortarnos, y enseguida vuelve a la carga:

-Me parece que se pueden hacer las mismas cosas mejor, y, sobre todo, profundizarlas. En líneas generales, hay varias cosas que el gobierno hace bien, pero debe profundizar a muerte la lucha contra la corrupción; nunca la va a aventar, pero todo episodio que aparece de escasa transparencia es lo que lo complica y lo que más lo compromete- resume. El gobierno, con quien se mantiene cercano tras el enfrentamiento con los grupos mediático-corporativos, parece preopcuparlo.

Mejor dicho: lo preocupa.

Cuando habla de la corrupción hace referencia a una naturaleza del ser humano, maligna, ambiciosa y cruel: "Es muy embromado el hombre en su naturaleza", indica, y pregunta: "si no, ¿por qué la derecha y el capitalismo pueden propender, siendo una salvajada?", preparando el terreno para avanzar con las preguntas.

Maneja la entrevista de pe a pa, aunque deja frases para nosotros, sospecho, memorables: "Éticamente estamos discutiendo dentro del capitalismo cómo hacerlo más salvaje, menos salvaje, socialdemocracia, capitalismo salvaje estadounidense, lo que fuere, pero nunca estamos planteando una sociedad más igualitaria como la que se plantea y concreta, para mi gusto de una manera cada vez más plausible en Cuba", opina con una armonía y una sonoridad que deslumbra: "Como la que se planteea y concreta, de una manera cada vez más plausible en Cuba" -otra de sus frases.

Como la cincuentona del departamento de la esquina pasea a su caniche toy, Víctor Hugo nos pasea ahora por Cuba y la cosa resulta interesante: ¿siempre se generará esta confianza?, me pregunto en el momento.

Nos habla de incentivos, a través de los cuales vive el capitalismo y que le hacen tanta falta al socialismo cubano. De la dificultad de unir sociedad igualitaria con sociedad libertaria: "Capaz que en Cuba funcionaría como un elemento negativo frente a la imposibilidad de decir lo que quiero", nos confiesa, astuto. Nos cuenta que viajó dos veces a la Isla. Ante la pregunta de una posible Revolución Cubana en Argentina responde, contundente, sobre su imposibilidad: "Acá no podés hacer nada, no podés ponerle un impuesto al campo sin que haya líos. No podés contra nada que implique los factores de poder; ni a la Iglesia podés molestar".

Cambiando de tema, María le pregunta por su religiosidad pero no la deja terminar. No hasta antes aclarar que no se considera "bastante religioso" aunque rece todas las noches desde hace más de 50 años: "Tengo muy buena relación con Cristo, voy a misa de vez en cuando, me gusta sentarme en una iglesia y su silencio me hace bien. Pero seguramente si encontrara ese silencio en cualquier sitio me gustaría también", explica.

De alguna manera, nos acaba de decir que en la tormenta en la que está, en la guerra que se metió y que, muchos le reconocen, se animó a luchar con valentía sin ceder ni matizar siquiera su tono confrontativo, sólo extraña el silencio.

Recién ahí Morales, tiempista como el Diez de Boca, cede la palabra y permite la pregunta acerca de la despenalización del aborto. Se muestra de acuerdo y argumenta: "Todos en nuestras familias hemos tenido circunstancias por el estilo. La diferencia es el cómo: en una buena clínica o en una mala, y esto es una gran desigualdad". Lo mismo con la marihuana, aunque reconoce que aún algunos mitos le generan cierta incomodidad.

Se explaya luego sobre los problemas que tuvo en canal 7 con su programa Desayuno, dejando frases en el camino: "Nadie se anima contra el poder corporativo mediático. En cambio, contra el gobierno se anima cualquier chitrulo".

Víctor Hugo no dice tonto, dice chitrulo (lunfardo); tampoco existir, sino propender; tampoco terminar, sino aventar. Ese es Víctor Hugo; sus palabras son sus armas y pareciera que las tiene cuidadosamente seleccionadas. Lo dijo alguna vez: hombre de radio, es bueno en el uno a uno, con los micrófonos y las cámaras, pero con mucha gente los nervios le juegan en contra.

Ya con casi veinte minutos de entrevista, nuestro entrevistado suena más íntimo y hasta nos hace creer que le caímos bien -y hasta quizás, quien sabe, es cierto-:

-Cada vez estoy más vigilado- se lamenta.

Es que está, como bien sabe, "en el ojo de la tormenta", en un barco en medio de una tempestad.

-Soy bien visto por el gobierno en este momento porque en la pelea que mantienen con las corporaciones yo estoy mucho más lejos de ellas que del gobierno- aclara, como si hiciesra falta.

Ya se perdió de transmitir el Mundial por Canal 7 -"para no darles el gusto"- y ahora nos cuenta que le hicieron una oferta desde la televisión para conducir un programa en un canal que maneja Villarroel. "Estoy viendo, peleando conmigo mismo a ver qué hago con eso...", se sincera.

En este sentido, dice que cuida cada detalle al hacer sus programas: nos cuenta que no trata el tema de las tomas de secundarios porque considera que hay una intención política detrás: "No es casual que las elecciones sean el domingo", dice, aunque enseguida admite que puede estar equivocado.

"No voy a hacerle una nota a un chico que ocupa un colegio para que me diga: Macri es un inútil, no en este momento", agrega. Y en esa decisión, arriesgada quizás, casi vanidosa, pienso que radica su grandeza.

Sus respuestas empiezan a hacer más breves y ya siendo casi las 6 y 50 la intención es obvia: que le digamos: "Terminamos acá, muchas gracias", pero imposible. Cada uno de nosotros arroja sus últimos dardos, pequeños darditos, pero me quedo a propósito con el último, que lo arrojo perfectamente al final. La pregunta entra justito antes de la chicharra, como un gol convertido en el último minuto del tiempo de descuento.

-¿Estás más convencido hoy de limitar la concentración mediática después de todas las repercusiones tras la sanción de la Ley de Medios?

-¿Pero qué te parece?- contesta, cómplice- Si no se puede poner en marcha la cláusula antimonopólica, la ley de medios va a tener cosas lindas y útiles, pero nada más que lindas: no va a cumplir la finalidad que tenía antes- y tras un silencio retoma, con ganas y golpeando la mesa, interrumpiendo una pregunta de uno de mis colegas y mirándome fijamente- Que la ley de medios no se pueda aplicar demuestra, ¡fijate si tendrán poder!, la falta que esta hacía.

Estoy hecho. Y ahí justo suena el teléfono y el relator, hoy de árbitro, pita el final: "Bueno, chicos, yo ya...", y atiende. Es el final. Nosotros nos vamos parando: ¿Nos tendremos que ir sin un saludo? ¿Sin demostrarle nuestra admiración?

Es entonces cuando corre el tubo de la oreja y nos extiende, otra vez y con esa sonrisa y ojos achinados, la mano. Me hubiese gustado decirle lo mucho que admiraba su coraje y su profesionalismo; de hecho, lo lamenté en ese momento, pero luego me quedaría tranquilo.

Es que estoy contento. No por las preguntas, que fueron tontas, superficiales y hasta con un tono inseguro y nervioso, sino porque siento que él se fue con la certeza de que lo entrevistaron tres jóvenes que no se comieron ni se comen el verso mediático del libro de Majul o las últimas goriladas, siempre a la orden del día, respecto a su "giro hacia el oficialismo" y su supuesta venta al gobierno de turno.

"Ustedes son jóvenes, tienen que ser observadores de todo; saber cómo son las cosas y no dejarse trabajar la cabeza", nos aconsejó hacia el final del partido-entrevista. No hizo falta preguntarle. Lo soltó casi como un cariño: "No se dejen trabajar la cabeza".

martes, 5 de julio de 2011

Paisajes y silencios

Este texto lo subí hace más de un año, quizá dos. Lo llamé en ese momento: "Recorrido de un recuerdo". Porque fue eso. Empezar de una foto y llegar a las anguilas, a Angélica, a Rayo, y a todas esas cosas que ya están casi olvidadas (casi, sí). Lo subo ahora porque no sé por qué figuraba como borrador (y por lo tanto no se veía). Y, además, porque es una manera de leerlo con atención, de retocarlo un poquito, de ver los avances y retrocesos. De compartirlo de vuelta, una vez más. Para los que ya lo leyeron, olvídense: aquí no hay nada nuevo.

Me perturbaban un poco esos silencios profundos del campo, esa exagerada tranquilidad de sus pobladores. No soportaba ese momento de la siesta; en ese entonces era sólo un niño con ganas de correr, jugar, de gastar energías. No comprendía como los demás, mi familia paterna digo, disfrutaban ir hasta allá simplemente para dormir, aunque luego entendería: nada como una buena siesta luego de un buen asado. Pero para eso faltaba.

Patear la pelota sobre el paredón que separaba mi casa de la de Angelica era uno de mis pasa tiempos preferidos. Angelica era la vieja, dulce vecina de al lado. Recuerdo los pasillos de su casa como si fuera la mía; la sencillez de sus habitaciones y la frescura del comedor; su cálida humedad. La puerta oxidada del fondo siempre abierta y las gallinas que se ubicaban debajo de la mesa. Recuerdo también el mate siempre presente, que no me gustaba pero que aceptaba para sentirme parte de ese rito que me resultaba tan extraño como asqueroso y lejano.

Además, Angelica era una cocinera impresionante. El mate no me gustaba, pero sus torta fritas eran increíbles, eran verdaderas torta fritas, no como esas que uno ve hoy en día. Sería injusto no mencionar también las facturas que se hacían (y se deben seguir haciendo) en Oliden. También eran verdaderas facturas. Las de acá pueden pasar tres días y parecen como recién saliditas del horno, no sé qué cosas les pondrán. Allá el pan es pan, y cada cosa, su propia cosa, su propia esencia. Lo mismo con la carne... Especialmente con la carne.

Volviendo: Oliden es un publo chiquito, de una sola manzana. De una sola carnicería, de una sola escuela, de una sola panadería. De una sóla maestra, de un sólo policía... La gente vive de una manera que díficilmente un porteño de toda la vida pueda comprender. Uno camina y lo saludan como si lo conociesen de toda la vida. En el pueblito todos se conocen con todos; nombres, familias, problemas; historias. Todos saben todo de todos. Uno allí se encuentra en contacto con otros ritmos y sensaciones, distantes filosofías y formas de entender la vida.

Son muchas las cosas que aprendí gracias a Oliden: andar a caballo, por ejemplo. Aunque siempre tuve mis miedos... Tengo fija en mi memoria esa frase de mi viejo que estoy seguro quedará sellada en mi cabeza por toda la vida: "Los caballos sienten si uno les tiene miedo", me decía, e inmediatamente esa advertencia, esa posibilidad me ponía la piel de gallina.

Mi caballo se llamaba Rayo. Igualmente no lo consideraba mío; ¿cómo un caballo puede ser de alguien? ¡Qué cosa más absurda! Un perro, un gato, un canario, pueden tener dueño, pero un caballo no lo creo; un animal tan noble no puede pertencerle a nadie. Rayo era (y es) un caballo manso, pero con una personalidad increíble. El nombre suena tonto, pero tiene su explicación: la madre se llama Nube, y no sólo eso: tiene en una de sus ancas una mancha rarísima, que era coidicada por los lugartenientes del pueblo. Además, tenía una buena parada y un buen andar. Eso decían. Incluso el panadero una vez me lo quiso comprar, y ofreció como mil quinientos pesos, que en esa época era realmente mucho. Pero un caballo, como dije, es mucho más que una simple posesión, que un simple televisor o una simple radio, y uno no puede arrogarse el derecho de entregárselo a otro así como si nada.

Otra de las cosas que aprendí, mejor dicho, que me enseñó Oliden, fue a pescar ranas. "Qué asco", pensaba cuando me dijo mi viejo que vaya a pescar ranas por primera vez (sutil manera de decirme que lo dejase dormir la siesta, que al poco tiempo se mostraría como una técnica más que eficaz). De hecho no tenía ni idea de la diferencia entre sapos y ranas; ahora no es por agrandarme pero a 50 metros, 100, uno los puede distinguir: incluso llega hasta indignarme quien confunde una pequeña y húmeda rana con un áspero y gordo sapo. Hasta las palabras lo dicen: "sapo" suena vacío; la boca se queda con una sensación desierta y adormecida. En cambio, rana nada que ver. Rana a mí me suena a picardía, a inteligencia. Sapo definitivamente no. Espero haber aclarado un poco más el asunto.

Continúo: yo algo pescaba, pero ¿ranas? "Pescar" junto con "ranas" me hacía ruido. No se exigían mutuamente como café con leche, para nada. Si en este momento, señor lector, usted piensa ingenuamente como yo en aquel entonces que se debe usar un azuelito pequeño para engañar a estos pequeños anfibios, le tengo que decir que hemos cometido el mismo error. La rana no es un pez. La rana no come, no mastica; sólo succiona. Por lo tanto es todo más fácil y por así decirlo, "artesanal". Es cuestión de conseguirse un palo largo y fuerte, que funcione de caña, y una tanza de metro, metro y medio. Se lo ata a la punta, y atamos como carnada un pedazo de carne fresca, o un cacho de salame o cualquier cosa bien tentadora, da igual. Y ya casi está; falta una sóla cosa, un balde que debemos mojar previamente -¡un balde hondo y mojado!-. Luego viene la parte más díficil: recorrer charco por charco en profundo silencio.

Son dos las estrategias posibles: la primera parte de un supuesto importante que me olvidé de aclarar: las ranas no tienen memoria, o son muy tontas, o no sé, pero cuestión que pueden caer dos veces en la misma trampa, y eso es lo que nos importa. ¿Qué quiero decir con esto? Uno puede acercarse de repente -pero mirando con mucha atención- a un charco simplemente para observar si hay ranas allí o no: están generalmente fuera del agua, aunque ante el menor susto se tiran al agua, y ahí sí se complica el verlas.

Imaginémosnos la situación entonces. Las ranas se han echado al agua y adivrtieron nuestra presencia. En este caso recomiendo continuar caminando y volver a este lugar en unos 10 minutos, o más: eso sí, volver despacio y con cuidado. Ahora sí, empieza la pesca propiamente dicha, que no debiera tardar más de 5 minutos, aunque hay ranas y ranas, como hay pescadillas y pescadillas, pejerreyes y pejerreyes.

La técnica más efectiva -me lo dice mi vasta experiencia en el tema, confíen- es la siguiente: primero, un fuerte golpe de la carnada en el agua, como para llamar la atención. Luego, salpicar el agua con la carnada, pero en una forma suave y nunca constante. Y sólo es cuestión de tiempo. La rana suele no resistir la tentación, y aunque uno no la vea, se acerca de a saltos al sabroso pedazo de carne, y cuando uno menos se lo espera ¡zas! Es pesca de sonidos.

Y he aquí el momento más complicado, el arte del asunto; la rana puede soltarse en cualquier momento. Hay que actuar rápido; levantar la caña y traer al desdichado animal a la mano de uno, luego agarrarlo y arrojarlo (con cuidado) al balde. No se preocupe si la rana ante semejante vuelo decide escupir la carnada; es lo más normal. Aunque he allí el momento en donde los pescadores como yo deben probar su habilidad: no debe escaparse de ninguna manera; su escape es nuestro fracaso y derrota; nuestra humillación.

En una buena caminata podemos juntar unas quince, veinte ranas; luego hay que devolverlas. Hubo una sóla vez que las comimos, y debo admitir que es una sensación extraña (pero sabrosa). Básicamente es como comer una milanesa, con la única diferencia de que cuando uno come una milanesa no ve la forma de la gallina en el plato, en cambio la forma del anfibio no se disimula demasiado, casi nada debo decir. Sin embargo, uno puede rechazar la primera pieza por cierta impresión, pero si una prueba, chau, quiere más. Se los aseguro. Se los apuesto.

Incluso, una vez, llegamos hasta pescar anguilas, pero esto me da asco hasta a mí: son bichos horribles, como prehistóricos. Pescar anguilas es más díficil y hay que saber dónde están, hay que fijarse bien. No es cuestión de caminar, observar, probar. No, definitivamente no. Pescamos dos de estos bichos y nunca más voy a querer hacerlo. Tocarlos es aún más áspero y desagradable. Fue horrible.

Otra de las cosas que el campo me permitió hacer fue cazar. Nada profesional, por cierto. Con aire comprimido, bien deportivo. Salíamos a la tarde en la camioneta. A veces no se encontraba nada, pero era emocionante el hecho de tener que agudizar la vista; los sentidos. Había que ir despacio; estar atento. Buscábamos perdices. Habremos cazado menos de diez en total, pero siempre me acuerdo cómo la gente se sorprendía cuando le decíamos que las habíamos cazado con un rifle de aire comprimido, el cual ante un disparo necesitaba volver a cargarse, y esto demandaba unos instantes, lo que hacía más excitante la cuestión.

Era una verdadera caza deportiva y artesanal. Una vez logramos capturar un par y las hizo Angelica al escabeche, y para que vean que no miento ni soy un exagerado con todo lo que les estoy contando, les admito que no me gustaron.

Siguiendo con el relato: yo no tenía buena puntería, pero algo hacía... creo. El tema era así: íbamos en la camioneta despacito. El rifle lo tenía yo, y mi viejo manejaba. Cuando se aparecía algún bicho o algo sospechoso por el lado derecho, enseguida sacaba la escopeta por mi ventana, mi viejo me daba la posición con el auto y yo sabía que tenía sólo tres segundos después de apuntar en el animal. "Uno, dos..." Sabía que aunque me diera cuenta que el tiro no iba a ser de lo más preciso, cuando llegaba a "tres" debía gatillar. Todo esto si la perdiz no se había volado o ido a la reverenda mierda, cosa más que probable.

Si disparaba, y el tiro aparentaba ser efectivo, los dos debíamos salir disparados del auto y echarnos a buscar a la perdiz, la cual es imposible que de un tiro se quede inmóvil o muerta: o se escondía entre los arbustos, herida, o tomaba vuelo, quizá cayendo unos metros más adelante y haciendo más difícil la cuestión: ¡cuántas se nos habrán ocultado en los arbustos! Todavía recuerdo como si fuera ayer cuando a mi viejo se le soltaban las casillas y corría, corría, desesperado, bolsa en mano, para atraparla. Las más de las veces se nos escapaban, y las más de las mases la diminuta bala no acertaba ni a dos metros. Era una verdadera caza deportiva y artesanal, sí.

En fin, cuando vuelvo a pensar en Oliden, pienso en gallinas, en abejas; en una miel espesa y dorada, en olores y sabores profundos, en caminos de tierra. Pienso en tranqueras y bifes anchos; en bichitos de luz y la inmensidad de su noche.