domingo, 25 de julio de 2010

Guiones y tiempos

Esteban, ahora que estaba próximo a convertirse en padre y había encontrado a la mujer que creía que amaría por siempre, aquella con la que pensaba compartir el resto de su vida, se lamentaba por haber dejado pasar gran parte de su vida. Ahora que estaba próximo a convertirse en el hombre que siempre pensaba ser, ahora que ya lo tenía todo, un hogar, una esposa, hijos, quien sabe cuántos, ahora sí, se lamentaba por esa etapa perdida, desperdiciada.

Ahora que tocaba el cielo con las manos, Esteban no estaba seguro de haber hallado la felicidad, como le habían prometido sus padres. Y eso lo inquietaba. Peor aún: ¿había dejado que la felicidad se le pase volando por delante de sus ojos como le sucedía con el 141 en Acoyte y Rivadavia cuando se dirigía a trabajar? Esa pregunta lo atormentaba. Sentía, mejor dicho, empezaba a sentir, que las hojas de su guión ya estaban escritas; que su historia comenzaba a determinarse, a ser esa y no otra. Y eso lo angustiaba.

Esteban no tenía amigos y ese era un tema que nunca conversaba con su mujer. Con su mujer ni con nadie. Le tenía miedo, casi pánico a los psicológos. Tenía fija en su memoria una frase que alguna vez su dulce esposa, cuando eran apenas Esteban y Paula, le había comentado, casi en chiste: "Los psicólogos se harían un festín con vos", con una risita que a Esteban lo podía. La frase no le molestó porque provenía de Paula, de quien comenzaba a enomorarse, pero la tenía siempre presente. Paula, como siempre, tenía razón. Otros se la habían dicho, pero ya ni se acordaba quiénes ni por qué.

Hacía tiempo no pensaba en ellos. "Ya no eran sus amigos", decía. Hasta que lo invitron a un asado. Una invitación que no pensaba recibir. Una noche de buena comida, recuerdos, quizá cartas y algunos vinos "más o menos". El asado le encantaba, jugando a las cartas se consideraba un buen jugador, cerveza tomaba y el vino no lo convencía, pero pensó que podía llevar uno de "medio pelo" para arriba: el trabajo de oficina en un sucucho de Tribunales se lo permitía. El problema estaba en recordar. "¿Para qué recordar?", se preguntaba. Allí se encontraban sus miedos.

La invitación lo había perturbado. Tanto que hasta dejó de pensar en el casamiento, en la luna de miel, si por iglesia o por civil, de qué color las cortinas del baño y si había que comprar o no el cochesito para su bebe. Si había que comprarlo rosa o celeste para su hijo antes de saber si iba a ser nene o nena o había que esperar. "Compralo amarillo y no me rompas más con el cochesito", le dijo a Paula, en uno de esos días, dejando en evidencia una herida abierta que Paula sabía Esteban, sólo Esteban, podía cerrar. Comprensiva Paula.

Como Paula, que pensaba últimamente hacía cuánto tiempo su marido no le decía cuánto la quería, Esteban pensaba algo parecido: hacía cuánto tiempo que no se cagaba de risa. Estaba "hasta acá" de responsabilidades, decía mientras movía su mano derecha horizontalmente a la altura del cuello. Esteban no podía parar de pensar en qué hubiese sido de él si se hubiera comportado de otra manera. A las noches le costaba dormirse, se sentía sólo a pesar de los leves ronquidos de Paula, a pesar de que de un momento a otro se acurrucaría al cuerpo y al sudor de su amada. A pesar de estar acostumbrado a la soledad.

Su adolescencia, sus amigos, sus jodas, sus risas, sus llantos le daban vueltas y más vueltas. Retorcía sus pensamientos, los escurría, tratando de llegar a algo nuevo. De su memoria emergían mujeres, noches de alcohol, frustraciones, fracasos, algunas victorias, sus viejos. De algunos de sus amigos ya no se acordaba ni las caras. ¿Y si había sido él el culpable de tantos desencuentros? ¿Y si había sido él el culpable y no sus amigos, idea a la que siempre se había aferrado? Esteban temía esta posibilidad.

Mientras comía un pedazo de asado con la mano, manchándose dedos y traje como no lo hacía desde hace tiempo, Esteban, que volvía a ser Esteban y no el marido de su esposa ni el futuro padre de su hijo, hizo un ruido con su copa semi vacía, pidió parar las rotativas, y, habiéndose callado todos, dijo: "Los extrañaba, putos".

miércoles, 7 de julio de 2010

Cobardía

Se conocieron en una de esas fiestas de estudiantes, en el último año. Se conocieron por renombre; apenas charlaron, cruzaron sólo algunas palabras y unas pocas miradas; un sólo beso frío y distante. Antes, apenas se sabían el uno al otro; ni siquiera de vista se tenían. El Colegio era grande y no compartían horarios. "Un gusto", se saludaron aquella primera noche.

No volvieron a hablar después de mucho tiempo, pero cuando lo hicieron parecían viejos conocidos. Él se ilusionó fácilmente, aunque casi ni se acordaba de Julieta. Era, como antes, el renombre; el mantener vivo el recuerdo. Era, sin ningún lugar a dudas, el desafío del imposible. Porque "¿Qué era el amor sino eso, permanentes desafíos?", se preguntaba. También eran esos ojos celestes, ese pelo revuelto y oscuro... su mirada discreta, pequeña, aunque profundamente expresiva... su cuerpo perfecto. También eso, sí.

Como un niño que espera la llegada de Papa Noel, mantuvo el entusiasmo mientras conversaron Pero se quedó allí, no supo dar un paso más allá. Con la misma frialdad que se habían saludado esa primera noche, que quizá sólo él recordaba -no lo sabía-, Julieta le comentó, como quien comenta lo nublado de un día en otoño, que se iba del país, que se iba a cursar sus estudios superiores a Estados Unidos. Él no supo que responder. Fue un flechazo que no se esperaba, aunque debería haberlo hecho. De repente, no tenía todo el tiempo del mundo para conquistarla, ni para oirla. No se atrevió a decir nada. Apenas un: en cuánto tiempo. "La próxima semana", fue su respuesta, áspera y displicente, con la misma -casi- indiferencia de siempre, esa que lo hacía pensar en ella día y noche. Y ahí estaba toda la clave del asunto: en ese casi.

No se volvieron a hablar. Él seguía pensando cómo reaccionar: y así llego el último día. No se atrevía a llamarla. Estaba perdido, derrotado. Rememoró cada una de sus conversaciones con Julieta, cada intento frustrado de declararle su silenciosa pero terrible fascinación. El recuerdo de aquella noche en la que se habían conocido se hacía cada vez más lejano; sus ganas de revivirlo aumentaban a medida que el final se encontraba cada vez más próximo e inevitable, inexorable tragedia.

Revisando cada una de sus charlas, cada uno de sus pensamientos, diseñó una última estrategia, una última maniobra. Sólo había un sólo y único horario, día y lugar en que se podrían encontrar ellos dos. No había más que intentarlo. No podía hacer otra cosa. "No a esta altura", se decía a sí mismo, se convencía, siempre para adentro.

Estuvo a punto de ir a la esquina, de pasar por el bar y buscarla; como lo había planeado. Era la última oportunidad, el encuentro definitivo; la maniobra, el desenlace esperado. Creía implícito que de encontrarse allí, en ese sucio café en el que habían mantenido las pocas charlas que mantuvieron pero que sin embargo lo habían enamorado perdidamente, las palabras no harían falta. "Va a estar todo dicho", pensaba, maquinándose, alimentándose de un amor que nunca fue ni sería. Ya eran casi las 5, y estaba caminando, impaciente, hacia la esquina en la que -pensaba- encontraría a Julieta o la perdería por siempre. Pensaba demasiado.

Y dudó. Dudó y se preguntó: "¿Cómo puedo pensar que me va a dar bola? ¿A mí, justo a mí? Con esa figura hermosa que tiene, esos ojos preciosos...". Y sí, casi que no la conocía a Julieta, en eso tenía razón. Pero no era ella. Era su renombre, su figura; su recuerdo el que lo hacía creer en que podría llegar a conseguir esa figurita imposible, esa del album que siempre le había faltado y que hoy representaba Julieta.

La recordó, nuevamente, como en tantas de sus noches frías y solitarias, y luego de un largo suspiro, dio medio vuelta, arrepentido de sus pensamientos y sentimientos, y se volvió a sus tristes sábanas, sabiendo que nunca más la volvería a ver: "Ahora sí, vas a tener que olvidarte", se repetía a sí mismo.

A las 5 y cuarto, Julieta miró a ambos costados y decidió irse.

sábado, 3 de julio de 2010

Dios no existe

Nos engolosinamos. Creíamos que con los tres delanteros chiquitos y picantes de adelante podíamos derrotar a una Alemania como antes cayeron Nigeria, Grecia, Corea. Pero no. Ya con México el equipo tambaleó, y sólo un error del línea cambió el partido. Fuimos un equipo de milagros, desde el primer momento. Desde el gol a Perú con Diego tirándose de palomita, hasta el gol de derecha en un rebote de, nuevamente, el Salvador, el Gran -y sobran los apodos- Martín. Era la resurrección, de Diego, también de Martín. Ese gol era insuficiente; nos reservamos las lágrimas porque creíamos en un final feliz. Creíamos todos que el final de la película del Titán podía ser aún mejor. Todos creíamos que se podía, si arriba estaban los mejores: el mejor del Barsa, el mejor del Real, el mejor del City. Pero a Alemania había que jugarle de otra manera. Le dejamos a un equipo con oficio el mediocampo, le regalamos la pelotita. Nos cegamos. Y claro; si antes fueron todas goleadas. ¿Porqué no contra Alemania? Cómo no ilusionarse. ¿Porqué no demostrarle al primer mundo que nos podíamos parar de igual a igual? Con el mejor jugador del mundo, y con el más grande de todos los tiempos en el banco, cómo no ilusionarse. Con Dios en el banco, otra era la cuestión. Pero no, el fútbol es simple. ¿Y Dios? No existe.