sábado, 25 de diciembre de 2010

Cap. 2: "Su espera"

Siempre Papa Noel le había traído todo, pero esta vez el pedido no solo era inviable material y económicamente, sino que era, además, inmoral. El problema no era de tamaño, ni de plata. Era un problema más grande; era un problema con la humanidad y todos los chicos del Mundo.

Hasta el 24 a la tarde, antes de que llegase toda la familia a pasar la velada, Juan eludió todo tipo de argumentos, tácticas y estrategias para que tachase la última línea de su larga lista, negándose y encerrándose en su cuarto. Ésta no era para Juan una Navidad como cualquier otra. Con todo lo que le habían dicho, terminó dudando de la veracidad de Papa Noel, de su real existencia. El trineo era cuestión de vida o muerte.

Un minuto antes de las 12 los grandes brindaron. Juan, en la mesa de los chicos junto a su hermano menor y sus primos, no prestaba atención siquiera a los fuegos artificiales que se empezaban a ver en las alturas. Tampoco había comido postre, ni siquiera helado, su favorito, señal de que algo malo estaba pasando. Es que era el minuto decisivo.

Se brindó por salud, trabajo, y todas esas cosas. Los grandes hicieron partícipes a los más pequeños del brindis, y estos se entusiasmaron al ser parte del rito de los adultos. Sin embargo, Juan apenas se entusiasmó; miraba ahora al cielo en busca de la llegada del trineo, esperaba con desesperación el grito de su tía la borracha, quien solía realizar la cuenta regresiva para las 12.

“Tres, dos, uno… ¡Feliz Navidad!”, gritaron todos a destiempo, mientras los chicos salían despedidos al cuarto en el que se encontraba el arbolito y los regalos. Juan iba primero, corriendo con impaciencia. Abrió la puerta, y se quedó clavado ahí. La desilusión lo invadió de repente, mientras su hermano le pasaba por el costado y se arrojaba, enajenado, fuera de sí, a los paquetes. Es que no había ningún trineo, no había ningún paquete grande, no había señales de Papa Noel ni de sus renos ni de nada. ¿Papa Noel no existía? Si todos los demás regalos estaban, ¿por qué justo ese no? ¿Dónde, sino?

Los ojos de Juan le comenzaban a lagrimear, de a poco. Sin abrir siquiera un paquete, volvió corriendo a donde estaba su mamá, enojado no sabía bien con quién; si con ella, su padre, Papa Noel, o su hermano. ¿Era todo una mentira? ¿Le habían mentido descaradamente toda su vida? Mamá lo consoló con una sola pregunta: “¿Te fijaste en el garaje?”.

Juan se iluminó. No había pensado en eso. Su corazón latía ahora más fuerte que en toda la noche, que en toda su vida, quizás. Era la última posibilidad. Corrió al garaje, abriendo la puerta con fuerza. Prendió la luz. Su rostro se transformó y sus ojos se desorbitaron. No daban abasto a cubrir semejante maravilla. Era el trineo de Papa Noel.

Cap. 1: "El pedido de un niño"

Juan le pidió a Papa Noel una bicicleta, el juego de mesa que le había visto a Pedro, una playstation tres, unos botines para jugar al fútbol, una pelota, unas cartas al viejo estilo de las magic, unos muñequitos que se habían puesto de moda en los recreos de su colegio, un álbum de figuritas que no podía conseguir desde hacía tiempo, un auto a control remoto, etcétera.

No pidió mucho más que otros años, ni en calidad ni cantidad. Básicamente, se trataba, para Juan, de una renovación casi completa de su placard de juguetes: en vez de la play 2, Juan había pedido para esta Navidad la play 3; en vez de los muñecos de tal, Juan había pedido los de cual. Había solamente algo extraño en la lista de pedidos, en la última de las líneas. Algo que sorprendió de sobremanera a su mamá. “Tu trineo”, había concluido la carta Juan.

Mamá estaba en problemas. Le había dicho, insistido, que pida todo lo que quiera: “Papa Noel es bueno, y si te portaste bien en el año te va a traer todo lo que quieras, como a cualquiera de los niños del mundo”, le había dicho con una sonrisa bien de madre unos días atrás. Pero esta vez, pensaba ella, fue demasiado.

Lo sentó a su querido hijo de tan sólo siete años a la mesa. Con su voz más tierna y comprensible, intentó explicarle que la idea del trineo era una locura. Le dijo que era imposible empaquetar un trineo y ponerlo debajo del arbolito, le dijo que el trineo era peligroso para manejar, que la bicicleta era más cómoda y simplemente mejor. Pero Juan se mantenía en silencio, díscolo, incapaz de comprender tan sencillas razones. “¿Cómo va a hacer Papa Noel para seguir entregando regalos si vos le pedís el trineo?”, fue la última estrategia de mamá. Juan no cedió siquiera un centímetro. No entraba en su lógica lo que le decía mamá: él sólo entendía que se había portado bien, y que se merecía todo lo que quisiese –eso le habían dicho–.

Intervino el padre a pedido de la madre, pero no hubo caso. Juan no estaba acostumbrado a los “no”, y su deseo crecía cada vez más. El trineo era, ahora, el regalo más esperado. Tener una buena Navidad empezaba a depender exclusivamente de que Papa Noel le traiga el tan ansiado trineo que había visto tantas veces en el cine y en la tele.

sábado, 18 de diciembre de 2010

Tres días por un pasaje

Una larga fila de personas que llevan bolsas de dormir, aislantes, colchas y reposeras se forma en la estación de Retiro desde la madrugada del domingo 14 de noviembre. Pareciera que están próximas a emprender unas vacaciones, pero no. La fila es para sacar pasajes para viajar en tren a Tucumán tres meses después, el 11 de febrero; las frazadas son porque ya esas personas están advertidas: saben que para conseguir tales pasajes deberán dormir dos noches en el frío suelo de la terminal.

El local de la empresa Ferrocentral S.A., que tiene la concesión del recorrido Retiro-Córdoba-Tucumán, permanece cerrado, pero hay varios carteles. Uno de ellos anuncia: “Noviembre: agotado, diciembre: agotado, enero: agotado, 4 de febrero: agotado, 7 de febrero: agotado, 11 de febrero: venta el martes 17”. El otro, no menos pesimista, dice así: “La empresa entregará por orden de llegada 85 números, asegurándoles a estos la posibilidad de conseguir pasajes”.

El problema”, explica Marcos, “es que la lista se empieza a armar recién a la tarde, y antes del mediodía acá va a haber más de cien personas”. Marcos quiso sacar pasajes para el 7 de febrero el martes pasado –había hecho cola desde el domingo- pero era tanta la cantidad de gente que en el tumulto “hubo vivos que se colaron” y él, como otros, quedó afuera. Previsor, hoy Marcos trajo un talonario y repartió los 85 números entre los que iban llegando: “Esta vez nadie me va a cagar”, ruge. Camila, universitaria de 19 años, vino con sus amigas y trajo tres reposeras: “Igual, la gente está curada de espanto, me miran como si nada”, acota. A ella, que llegó pasadas las siete, le tocó el número 65.

Miguel, encargado de la organización de la venta de los pasajes, llega poco después del mediodía con un guardia de seguridad, también contratado por la empresa y se encuentra con que los 85 números ya están asignados. Es una suerte para él, ya que solo deberá anotar nombre, apellido, DNI y explicar lo de siempre: que se permiten un máximo de cinco pasajes por personas y diez en caso de grupo familiar, que nadie puede irse de la fila y que en todo caso deberán hacer turnos con alguien que los suplante. Los 85 nombres anotados en la planilla deberán cuidar su lugar en la fila durante dos días ya que la ventanilla de venta se abre recién el martes 16 por la madrugada.

Llegado al número 86 –porque la fila cuenta con unas 30 personas más al mediodía-, aclara a los que vienen detrás, sin pelos en la lengua, que los va a anotar “por las dudas” pero que “probablemente no consigan pasajes”. Allí termina la tarea de Miguel hasta la noche, cuando vuelve a pasar para corroborar la presencia de los 85 elegidos. Si alguno no está, automáticamente el número 86 ocupa su lugar, pero, aclara enseguida, para la desilusión de quienes están detrás, y con una cierta amabilidad, que “eso generalmente no pasa”.

La tarea de Miguel no es solo anotar y verificar la planilla; también debe atender los reclamos de las personas, los enojos e insultos, que no son pocos ni injustificados. Sin pelos en la lengua, Miguel reconoce que hay “cientos que se quedan afuera”, pero también que, dadas las condiciones, éste es el mejor sistema, y, finalmente, el único posible. Su sinceridad y honestidad a la hora de tratar con la desesperación de quienes se han arrimado tarde a Retiro es la principal causa de por qué la indignación e impotencia generales no pasan a mayores.

Hay quienes están una semana o más viviendo acá para sacar pasajes; es una locura”, comenta Claudio, quien, como la gran mayoría, si no consigue los pasajes no puede viajar. “¿Cómo hago para viajar con toda mi familia sino? Viajando en tren me ahorro 2400 pesos”, insiste.

La posibilidad de obtener el pasaje es un bien muy preciado. El pasaje más barato, categoría turista, sale 45 pesos, con descuentos para jubilados, pensionados, estudiantes y personas discapacitadas. El tren, con capacidad para unas 560 personas, no alcanza para cubrir la excesiva demanda de pasajes; en la actualidad se realizan aproximadamente 2 viajes semanales cuando en 1978 se realizaban entre 4 y 6 por día.

Roxana, recostada paciente y solitaria sobre la pared de un local, escucha la conversación y explica que todos los años es lo mismo, pero que este en especial es un desastre: “El año pasado el pasaje en micro estaba a 200 pesos; hoy está a 400”. Al lado de ella, un señor agrega: “Antes gastabas una platita más y te ahorrabas unas seis, siete horas; hoy la diferencia con el colectivo es enorme, todo el mundo quiere viajar en tren”, aplicando una lógica imbatible.

La resignación en las personas que hacen fila es grande, así como la impotencia. Algunos insultan a la empresa, otros al Estado, los menos al guardia de seguridad; otros se desquitan con Miguel. Nadie sabe bien por qué no hay más trenes, pero todos coinciden en que esto es una “locura”. Mismo Miguel, quien comenta llevándose una mano a la frente: “Hace dos meses trabajo acá, creo que me estoy volviendo loco”.

Desde el domingo, y hasta el martes a las 9, se arrimarán personas para hacer fila para viajar el 11 de febrero pero ya los lugares estarán ocupados, les explicará Miguel, con esa amabilidad con la que se gana cariñosamente el apodo de “Bigote” entre quienes comparten estos tres días de espera. Para el 11 de febrero, oficialmente a partir del mediodía, ya no quedan pasajes.

La empresa, resultado de la unión de Nuevo Central Argentino y Ferrovías, tomó el corredor Retiro-Tucumán hace cinco años, reinaugurándolo luego del desmantelamiento de la red ferroviaria producida en parte durante la dictadura y en parte durante el menemismo, pero el servicio sigue siendo insuficiente. “Antes el tren a Tucumán tardaba 16 horas; hoy tarda 26 o más; ni sabes si llegas. Pasa que hoy no hay máquinas ni trenes ni vagones: el estado de las vías desde Santiago del Estero a Tucumán es desastroso”, explica Miguel, con la misma sinceridad que le dice al número 86 que no conseguirá pasajes. Ante la pregunta de por qué no hay mayor frecuencia, agrega, aunque en un tono más bajo: “Es mucha la presión: un tren son 20 colectivos”, aplicando una lógica, otra vez, imbatible. “Tenés que ir a hablar con la Secretaría de Transporte”, finaliza, desentendiéndose.

A las nueve de la mañana del martes se terminará de vender la capacidad total del tren. Habrá abrazos, besos, y hasta aplausos para algunos, luego de una convivencia de tres días en las que hubo mates, cartas e insultos compartidos. Mientras, sobre los locales de Retiro se irá formando una nueva fila; la del 14 de febrero.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Un buen pescador

Un buen pescador es más que un tipo que saca muchos pescados. Es decir, es eso, pero también mucho más. Es un tipo tranquilo, que sabe apreciar paisajes y silencios. Un tipo que se mueve despacio, de movimientos sutiles y casi imperceptibles; una sombra en el bote y un árbol más en la orilla.

Él y la caña deben ser uno. Su tanza, una extensión de su mano; su señuelo, su disfraz. El dedo gordo, ultra sensible para sentir la carnada siendo acechada por una presa momento clímax de la cuestión, es clave, así como una buena vista, unos buenos anteojos de sol y una gorra que cubra las orejas del sol implacable del mediodía.

Sin paciencia no será nada ni llegará muy lejos quien se aventure al arte de la pesca. Pero sólo con ella tampoco; el buen pescador debe saber que se puede serlo sin sacar nada ni tener un puto pique en toda la jornada. Debe saber lo debe tener bien en claro que luego de la misma quien en voz alta haga alarde de la cantidad de pescados que sacó es, en verdad, el mayor de los papanatas y, en todo caso, sólo un intento de pescador que no merece mayor atención ni consideración. Porque, ante todo, un buen pescador debe mantener su humildad sin hacer alarde de ella.

La exageración es una propiedad posible, pero no implica nada ni es determinante. Quien lleve a cuestas el título de pescador, deberá buscar el éxito para comer, o, en todo caso, devolver el pez al agua. "Matar para comer" debe ser su lema. Además de todo lo dicho, una heladerita con hielo, una cerveza 3/4, y un poco de fiambre son esenciales, así como unos buenos panes de panadería, frescos del mismo día. Por último, una vieja y oxidada navaja una victorinox quizá cuyo precio sea mínimo pero cuyo valor simbólico tienda a infinito es condición inseparable.

Pero hay algo que todo buen pescador no puede nunca prescindir, algo con lo que estará eternamente atado: su suerte.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Correr el bondi

Una visión: se está yendo.

Un riesgo: que se vaya.

Una determinación: correr.

Un alivio: semáforo en rojo.

Una espera: la fila es larga.

Una pregunta: "¿Cierro?".

Una respuesta: "Dale".

Un número: 1,10.

Un placer: aire acondicionado.

Otro: un par de tetas increíbles.

Una sorpresa: no arranca.

Una duda: ¿Me bajo o espero?

Una certeza: me quedo.

Un hecho: arranca.

Un pedido: permiso.

Un ruido: timbre.

Un final: me bajo.