miércoles, 30 de julio de 2008

Firmes y dignos

Triste, con bronca, un poquito de verguenza. Un poco de rabia, un poquito de todo. De mala sangre, de dientes apretados... Algo traicionado. Después de cinco putos años, uno se da cuenta de qué personas está rodeado. No todas por igual. Algunas más, otras menos. Pero uno se da cuenta lo miserable que pudieron ser aquellas personas que uno consideró como amigos, como verdaderos compañeros de la vida, a quienes guardó para siempre un lugar en el corazón, que no va a ser tal, como en verdad uno quiso desde un principio. Pero el tiempo es sincero y se encarga de descubrir disfraces y decir quién es quién, de demostrar falsas solidaridades. Falsos discursos. Falsas personas; falsos sus corazones. Porqué haber confiado en ellos. Qué ingenuos habremos sidos. Porqué seguir creyendo. Uno dice basta. Se cansa. Y cada vez son menos los de este lado. Y todo pasa ahora, cuando esto ya termina. Cuando es en este momento de nuestras vidas que uno termina de moldearse, de formarse como ser humano, como ser pensante, cuando uno tiene la posiblidad única de decidir quién ser y cómo serlo, cómo escribir nuestra propia historia. Te queda la amargura de pensar que en estos años, todo fue una simple careta. Que nadie fue quien de verdad era. Triunfar van a triunfar. Este tiempo se compartieron miles de cosas, nos conocimos de memoria. Se generaron miles de afectos. Pero a dónde quedó eso. A dónde se fue la amistad, la coherencia. Que ya parecemos desconocidos. Dónde quedaron de repente nuestras convicciones. Allá, allá, bien lejos... Pero me enorgullece este pequeño grupo; saber que hay gente en quien uno puede confiar todavía. Saber que ellos no se voltearían. Y no me arrepiento. Los banco como nunca, a muerte, a todas partes. En cualquier etapa de sus putas vidas. En cualquier estado de ánimo, cualquier situación, en cualquiera de los cientos de errores que vamos a cometer a lo largo y ancho de nuestros caminos. Para qué seguir fingiendo. Para qué mentir. Si ya uno sabe quién es quién. Si ya uno sabe de quién está rodeado.

lunes, 21 de julio de 2008


"En busca de un sueño
hermoso y rebelde"

jueves, 17 de julio de 2008

Olvidados

El otro día, como tantas otras veces, volvía de noche a casa. Bajaba del colectivo. Caminaba unos pasos por la avenida, daba vuelta a la manzana, y ahí siempre me encontraba con el linyera que acostumbraba dormir debajo del techo de la verdulería, en un lugar inhóspito que rozaba lo cruel e insalubre. Solía darle algunas escasas -pero muy agradecidas- monedas cuando de ellas estaba provisto (aunque muchas veces preferí guardármelas en el bolsillo). El día que me refiero era ya de noche. Él se encontraba dormido, tapado con una sola manta hasta la nuca. De verdad que hacía frío. Intenté reducir el ritmo de mi andar para no interferir en su sueño, pese a que sabía que su tolerancia con el ruido estaba ya bastante bien entrenada, en un acto de rebuscada generosidad, acaso ficticia y típicamente burguesa. Autos, colectivos, camionetas pasaban por esa calle. Si bien no era muy transitada, el empedrado no ayudaba en nada y el ruido era insoportable. Agaché la mirada y seguí mi rumbo a casa.
Hacía años que ocupaba ese lugar. Ya me había acostumbrado a recorrer estas rutinarias cuadras con la presencia del vagabundo. Las primeras veces me resultaba extraño, como si lo ignorara y otro poco lo rechazase. Nunca pensé, ni se me hubiera ocurrido pensar, que él se daba cuenta de que yo era el mismo que había pasado ayer, y anteayer, y así todos los días de la semana. Hasta que un día mientras caminaba distraído, cansado de nada, me interrumpió y me dijo: “Te conozco”. Su aspecto no era el mejor, y su voz quebrantada, fuerte y ronca terminaron por asustarme. De veras me asusté. Tristemente me asusté. Me quedé callado, aturdido por su pregunta y seguí caminando. Luego, ya en casa, razoné cómo pude haberme quedado callado; que qué tonto había sido. Resentido, entré aturdido y me saqué el abrigo: me fui a dormir todavía pensando lo que había sucedido, y cuán ignorante había sido… Me puse en el lugar del tipo, y me sentí un hipócrita; lo mal que estaba vestido, lo sucio que aparentaba, su voz ronca, gastada paradójicamente del desuso, su imposibilidad de relacionarse con el mundo, de elegir un camino en la vida, de luchar por algo, por un futuro, por una mejoría. Quizás era esto último lo que más le dolía: su imposibilidad para plantearse y elegir su forma de vida, su trabajo, su hogar, su techo, su familia… en fin, su carencia de opciones, de oportunidades. Su vida era así y no podía hacer nada para cambiarla. La gente le daba unas monedas (me incluyo) y así no se solucionaba nada. Con el paso del tiempo amargamente su situación se volvía aún peor. Situaciones cada vez más antagónicas y extremistas. Pero nadie hacía nada, ni siquiera nadie se proponía, o acaso insinuaba, un cambio. Sabía que su vida sería desde el primer día que llegó a ese rincón, ese huequito y no mucho más. Recuerdo lo que me costó pegar un ojo en aquella noche.
Al otro día, volvía caminando del colegio. Mi recorrido no me hacía pasar esa noche por el cubículo del linyera. Pero me desvié unas cuadras. Estaba pensando, desnudo frente al poderío del cemento y del sistema, acariciando despreocupadamente su desprolija barba. Seguí caminando, y su mirada ni se desvió… Me dio vergüenza pararme después de lo que había pasado el otro día. Me hice el boludo, en verdad. Unos metros después, paré la marcha y, todavía dudando, decidí volver. Su rostro de cerca era aún más viejo de lo que aparentaba, y estaba todavía más deteriorado, y esto inevitablemente no sólo por el tiempo. Su barba me seguía sorprendiendo. Me quedé parado frente a él y durante unos segundos lo miré. Él hizo lo mismo. No pronunciaba palabra, esperando y observando muy atento lo que hacía. Eso me incomodoba aún más. Me costó empezar a hablar. Mirando el piso, le pedí disculpas por lo del otro día. Sabía que no eran necesarias, pero acaso una aparente mezcla de culpa, remordimiento y lástima me hicieron creer que estas eran no menos que necesarias. Le dije, entonces, y entró a reírse a carcajadas. No entendía. No tuve más nada que decirle, y todavía medio incómodo por la situación, di media vuelta. Me dio algo de miedo. Quizá no debería haberle hablado, pensé. Empezaba a caminar cuando me pidió si antes de irme no le podría dar unas monedas. Respondí rápidamente que sí, y con movimientos apresurados y toscos saqué del bolsillo todas las monedas que tenía, que no eran más que 80 pobres centavos. Cuando volví a casa recuerdo haberle dicho a mi madre que teníamos un nuevo vecino. Mi madre en cambio, lo único que supo decirme fue que tuviera cuidado.
A partir de ese día, me saludaba o hasta a veces yo mismo me paraba y tomaba la iniciativa. Siempre se mostraba de buen humor, y siempre tenía ganas de charlar. A veces demasiadas, para mí. Me contaba que una de las cosas más tristes de su vida actual, además de las obvias y muy evidentes a los ojos, era no poder hablar, comunicarse con otras personas, que lo traten como a un loco, como a un vagabundo, como a un inútil, o peor aún, como un sujeto peligroso. "¿Peligroso yo?" y se reía. "Yo soy más bueno que el pan, ¿porqué te creés que estoy acá?". Tarde a tarde conversábamos unos minutos. De ser el linyera que ocupaba un rinconcito, a ser el nuevo vecino, hasta considerarlo como amigo, entonces. Era triste escuchar reclamarle al sistema su total indiferencia con su situación y la de muchos otros más, que se encontraban igual que él, o aún peor. Le enervaba su incapacidad para hacer algo que modificase su historia, y también la de sus hijos, los cuales no veía hace meses. Su vida se limitaba a pedir unas limosnas y, por sobre todas las cosas, contentarse con ellas, porque creo era esto su vida: saber contentarse, casi por obligación. El día que procure algo más, sabía iba a enloquecer y terminar mal, o peor que lo que estaba. Cuando su malhumor era excesivo, me contaba, necesitaba distraer su mente. Hundía sus sentimientos de bronca e indignación en unas botellas de alcohol, aislándose cada vez más. Su voz, cada vez más ronca y apagada.
Otro día, volví, como tantas otras veces, a doblar por la esquina. Ya tenía en la mano unas monedas que tenía pensado darle al linyera. Me sorprendí al ver que en ese hueco del edificio, en ese rincón de la calle, no había nadie. Volteé para ver en frente, pero tampoco había nadie, ni nada. Seguí caminando, pensando que quizá podía haberse ido unos metros más adelante, en el edificio que seguía. Pero tampoco. Dejé de caminar. Me quedé quieto un rato. Hacía años que dormía allí. Incluso dejaba sus cosas si algún día como excepción se alejaba. Pero hoy no; no estaban… ni su carro, ni su manta, ni sus cosas. Dónde estaba ahora me preguntaba, qué había pasado con él. ¿Habría conseguido algún lugar para vivir, alguna salida para su humillante modo de sobrevivir? Sabía que esto era casi imposible….Sabía que lo más probable era que su vida hubiera acabado. Esto era normal, un fin inexorable para todo ser humano. Pero lo que realmente me inquietó en ese momento, hasta darme un sentimiento de bronca de lo más profundo, era que tal vez nunca haya podido cumplir con su inalcanzable pero simple, casi tonto sueño de poder vivir en una casa propia, dormir en un colchón digno, una frazada limpia y un almohadón acolchonado, como el mío.