jueves, 23 de febrero de 2012

Lo que sea

Ellas no sabían nada. Su amiga les había mandado un mail, con una semana entera de anticipación cuando jamás se avisaban con tanto tiempo las salidas o las juntadas. El mail era seco, constaba de dos párrafos y una fría firma: "Las quiere, Lucía".

El grupo de amigas era de 14, todas entre los 19 y los 21 años. Lucía era la más grande y, también, la más enquilombada de todas. Problemas en la casa, muchos, pero ellas, cuando lo contaban hacia afuera, como que no iban a las causas sino a las consecuencias más visibles: "Todos sus novios son un desastre", decía una, mientras que otra, más rotunda, señalaba que en verdad eran todos unos forros pero que lo más triste era que ella los elegía así.

Se sospechaba que por ese lado venía la cosa. Ella nunca organizaba nada; los mails así, las juntadas así de "les tengo que decir algo" eran muy especiales o hasta ni eran; en la vida del grupo -desde que este era concebido como tal, como "el grupo de las 14" que era hace unos cuantos años-, habían transcurrido una o dos citas como la que propuso, esta vez, Lucía, y jamás habían tocado temas felices.

Así que se prepararon para lo peor. Ellas sabían: no había que molestarla antes de la fecha que había dispuesto para hablar. Lo había dicho clara y taxativamente: "Por favor, no insistan antes del sábado", y los pedidos entre buenos amigos así, tan claros, no admitían segundas lecturas. A lo sumo, lo único que podían hacer era eso, no hincharle las pelotas y hablar entre ellas para que no falte nadie, para estar todas presentes y ayudarla en lo que sea. Lo que sea, sí, repetían. Lo que sea, máxima de la amistad.

Llegó el sábado. Llegó Lucía a la cita; ellas ya estaban todas. La saludaron tratando de que no se note lo tensas que estaban, la manija que se habían dado entre ellas y el miedo que la mayoría tenía y escondía como podía. Sabían que hace unos meses estaba saliendo con un chico nuevo que había conocido en las vacaciones, pero nada más. Las historias eran viejas y repetidas: un novio golpeador, un ex que ahora estaba preso y ella, desconcertada, que seguía eligiendo casi apropósito alguien que la lastimase.

Tras la comida, Guada asumió el papel que hace rato le tocaba y dijo con una ternura que no mostraba siempre: "Dale, hablá, estamos todas con vos".

Entonces Lucía se paró y estando todas sentadas, expectantes, respiró profundo. Hubo un silencio díficil que nadie se animó a romper. Solo una mueca, una leve curvación de su boca, de sus labios, como una fina sonrisa entre pícara y alegre, totalmente feliz. Pero las palabras no salían y de pronto la mueca desaparece y el silencio, incómodo, vuelve a ser protagonista. Un ruido a cuchillos, un golpe tonto de vasos. La mirada penetrante de Guada y un ambiente denso en sentimientos, casi pesado; incierto. Una lagrimita de sus ojos chillones las hace temer lo peor. Una lágrima que Lucía no contiene, sino que deja caer y ahí sí, con el cachete mojado y el alivio de una lágrima que se fue, se envalentona y les cuenta, bajo un lloriqueo feliz que pronto se hace colectivo: "Chicas, van a ser tías".

sábado, 4 de febrero de 2012

Aunque parezca extraño y pronto

No hay beso, sólo miradas.

Y no es que ninguno no se anime sino que esta noche, no se sabe bien por qué extraña conexión, por qué extraño eclipse lunar, un beso no dice nada, no hace falta. Nos hasta tomamos de la mano, nos hasta hacemos alguna que otra caricia para conocernos la piel, pero beso no hay. No esta noche.

"Te voy a ir buscar", me dijiste con tan sólo unas horas de conocernos, aunque lo dijiste al pasar, es verdad, pero con una espontaneidad y frescura difícil de olvidar, porque no era si venías o no, si iba o no a donde estuvieses, sino poder decirlo, que me lo digas, sin miedo en la voz, sin pelos en la lengua, que implicaba quererlo pero algo más que eso; una confianza surgida, lograda, sin besos, sin tiempo, sin más que miradas. Una seguridad de ojos. ¿Es que de algún lugar nos conocíamos? ¿La primaria? ¿El colegio? Quizás alguna vez nos habíamos cruzado en la calle, por qué no, si, al ratito nos enteraríamos, vivíamos ahí nomás el uno del otro.

¿Son los primeros diez minutos decisivos? No lo sé, pero la primer mirada seguro que sí.

Después la primera pregunta, el a dónde vas, de dónde venís, quién sos, como te llamás, y hasta una caricia más tarde. Pero todo eso después. Después de la primera mirada que ya todo lo había dicho. Apenas la mirada de la despedida puede parecerse, pero ni siquiera. Me refiero a esa que expresaba la duda de ambos al tomar caminos separados, y que no era más que una confirmación. Una confirmación de que ambos, al menos un poco, y hasta casi apresuradamente, nos extrañaríamos. Es decir, una confirmación de aquella primera mirada tan tan algo raro. Tan especial. "Te voy a extrañar un poco", nos mentimos.

Después un poco de música, los ojos cerrados, la distancia de dos que recién se conocen -o no, no se sabe, no importa- pero que extrañamente se sienten. Luego tu respiración al quedarte dormida en mi hombro todo huesudo y hasta el deseo de que aquel viaje en tren, misterioso capricho, se estire tan sólo un poquito más.

-¿Querés un buzo?
-No, así está bien- respondiste con voz de dormida e inmediatamente palmaste, mientras me divertía pensando cuánto durarías durmiendo así.

Misteriosamente, como todo aquella vez, no despertarías nunca, y tuve que ser yo quien, atreviéndome sólo un poco -y porque mi hombro empezaba ya a temblar-, con la palma entera de mi mano tomase tus cabellos largos y los intentase acomodar en otro sitio, frente al asiento, aunque, claro, fallidamente, porque despertaste y me agradeciste con esos ojos achinados y esa sonrisita de dormida que expresaba algo así como un gracias por el sueño.

Que con los 40 grados de calor me ofrezcas tu pierna como almohada y que me mientas cuando te pregunte si es que no te estabas muriendo de calor con el contacto de nuestros sudores también. Algo decía. Y que te rías, después, al verme despertar con un cachete todo empapado, pero sin asco, sino al revés. Que me vuelvas a hacer palmas en tu pierna como dos nenes diciéndome vení, acostate, ahora te toca a vos. Y que, claro, yo acepte sin dudarlo.

En fin, que los dos hagamos el tres de la misma manera. Que los dos nos hayamos ocultado un ratito mientras, al llegar, todos acomodaban sus cosas, sus mochilas, para escribirnos al menos una frase tonta para estar en el otro, con el otro, cuando las distancias lo impidiesen.

Y efectivamente, allí estuvimos, implacablemente lejos pero de alguna extraña manera cerca. Eso que uno llama conexión, vio.