lunes, 18 de abril de 2011

Gotán

No eran tantas las veces que Gotán se volvía loco con el aroma de una perra en celo y se iba por las calles de tierra y volvía todo roñoso, cansado, luego de una mañana agitada. Pero a veces sucedía: se iba con otros perros a sentirse libre un rato. Era normal. A veces también salía despedido detrás de los olores de un asado de algún vecino, y al rato volvía. Pero ese día Gotán no volvió.

Miguel salió a caminar durante toda la tarde: era raro que pasada la media hora Gotán no haya vuelto. Pasada la hora, la preocupación de Miguel era inmensa. Estuvo buscándolo incluso con la caída del sol, manejando despacio con la camioneta, recorriendo cada recobeco de la ciudad, cada callejón sin salida.

Volvió bien entrada la noche, abatido. "¿Por qué no lo entré?", se lamentaba. "¿Por qué le dejé la puerta cerrada?", se cuestionaba.

Esa noche no pudo dormir, y apenas amaneció volvió a la búsqueda casi imposible; Gotán podía haberse ido 10 kilómetros a la redonda, podía estar en cualquier casa, en cualquier árbol, durmiendo en cualquier pasto. Las noches que siguieron a esa tampoco pudo dormir.

El segundo día la búsqueda corrió la misma suerte. Miguel preguntaba a todos los vecinos si lo habían visto, si lo habían escuchado. Al gallego de atrás, a quien nunca se había animado a pedirle algo, hasta le pidió que lo acompañe, pero ni rastros de Gotán encontraron. Un sólo tipo, a 9 cuadras de la casa, mencionó la posibilidad de haberlo visto, pero no aseguró nada, ni sabía en qué dirección se había ido.

Al término del segundo día, Miguel no sabía qué hacer. Había probado todo; había dejado de hacer todas las cosas que debía: se olvidó de los impuestos, de los llamados, del trabajo y también del tiempo. Todos los días eran iguales; viernes, martes o domingos. Recurrió a la radio, pegó papeles en el centro, siguió preguntando, pero nada. Gotán no aparecía.

Al cabo de una semana, Miguel volvió a la Capital sin novedades. Lo que más le molestaba no era volver sin su compañero -de hecho, era un perro viejo, casi sordo con el que ya no tenía la misma relación que hace tiempo- sino no saber qué había sido de él.

La situación le hacía recordar una vieja figura que se encontraba en lo más negro de su memoria: la del desaparecido, ni vivo ni muerto. La pérdida de su compañero le hacía revivir 35 años atrás cuando las personas, sus seres más queridos, caían presos de la dictadura. De alguna manera, le había fallado a Gotán. De alguna manera, él podría haberlo evitado.

Las noches eran oscuras, siniestras, como las del pasado. Daba vueltas en la cama, sin cerrar los ojos. Por su cabeza fluían pensamientos que no lo dejaban descansar. Dormía, sí, pero sin descansar. Se levantaba perdido, tras sueños y pesadillas horribles: su hermana, la cárcel, el 76, Gotán, sus compañeros. Todo se mezclaba.

Pasaron semanas, meses, y el rostro de Miguel cada día más expresaba su sufrimiento. Hablaba cada vez más suave, más bajo. No sonreía. No nada.

Así, el viejo Miguel quedó atrás, y el Miguel sin brillo en los ojos, el Miguel flaco y de poca vida, triste, el que hablaba bajito y sin entusiasmo, fue el de todos los días.

Hasta que un año y un més y dos días después sonó el teléfono, y su cara se fue transformando de a poco, recuperando esa sonrisa perdida, ese color olvidado. Es que Gotán había dejado de ser un desaparecido. Lo tenían en una clínica.

Gotán estaba muerto.

jueves, 14 de abril de 2011

Las dos amarillas

"Una, fue cualquier cosa; la otra, bueno, había que cortar"

La primera fue en un partido que empezamos siendo 6 contra 9, que empatamos casi milagrosamente uno a uno. Los tipos eran más grandes y creían que nos iban a comer crudos -como creían casi todos en el torneo-, pero siendo tres jugadores menos uno se agranda, se saca las presiones y juega. Se sabe.

Me acuerdo que lo vi al grandulón yéndose con la pelota por la banda y decidí tirarme al piso. Dicen que tengo piernas largas, yo no sé si es tan así, pero gracias a estas, quizá, toqué la pelota, que se fue al saque de banda, y el tipo como que voló un poquito y se quedó tirado, exigiendo sentencia. Un culpable.

Para mí, no fue falta; es más, fue un quite bonito, elegante, con, quizás, demasiado estilo. No sé si el árbitro, que estaba bien cerquita, pensó que el partido se pondría chivo de no cobrar esa supuesta falta; tampoco sé si no vio nada y bueno, se dejó llevar por las circunstancias...

Cuestión que vino corriendo hacia mí como quien decide trabarse en una pelea, pero no sacó ningún cross ni nada; sólo su mano del bolsillo de la camiseta y una cartulina fosforescente. Fue amarilla y tiro libre.

El mensaje era claro: "Si quieren ganarnos, que sea porque juegan mejor, no por viejitos piolas".

La segunda amarilla, en un partido en el que éramos más nosotros, y jugábamos contra pibes más pendejos, fue grotesca. No sé si innecesaria, al día de hoy me lo pregunto -en esas reflexiones post partido que se hacen eternas-, pero lo cierto es que fue indignante ver como el habilidoso del equipo rival no podía ser parado por ningún mediocampista del equipo.

Al ver semejante situación, había comenzado a bajar -estaba juganddo de delantero-, como para colaborar un poco. Me puse a marcar el pase, a tratar de ordenar, pero el 10 de ellos se decidió por la opción de continuar, él solito, bien prepotente, hacia el arco...

Había que cortar, sí. No había dudas. Había pasado a como 3, o 4. Íbamos ganando 2 a 0, pero no podíamos permitirnos -ni permitirles- ese gol. Así que me acerqué con la máxima velocidad que pude -no mucha- y tiré el guadañazo... Que entró perfecto.

El 10, bastante plumita a decir verdad, cayó brutal y violentamente al suelo, mejor dicho: aterrizó en él. Se tocaba la rodilla, apretaba sus dientes. Lo palmié en la espalda, le dije que no era tanto, que me disculpara, si él lo sabía: "había que cortar". Igual, tenía razón el equipo rival, que rápidamente se juntó al lado del presunto cadaver: había sido un enemigo del fútbol, un sanguinario del deporte al ejercer tan tamaña rigurosidad.

El árbitro, con quien había pegado onda al principio del encuentro, se acercó despacio y, con glamour, me dijo al oído -de manera cómplice y para que nadie escuche-: "Si sabías que era rápido...", y luego sentenció: foul, y tarjeta.

Al mirar el color de la cartulina, respiré con alivio.

martes, 12 de abril de 2011

Recordar

Recuerdo la seven up que se interponía entre nosotros; las burbujas que emergían desde el fondo del vaso, inquietas, haciendo ruidito, rebotando en el vidrio de aquí para allá; salpicando, humedeciéndolo todo.

Recuerdo a todos sentados ahí, como dormidos, inmóviles; a nuestra conversación mundana, inútil, nada prometedora. Y recuerdo, de pronto, tu interrupción, tu tan esperada pero a la vez súbita y tonta interrupción: "¿Me acompañás a la cocina?". Recuerdo mi tonto desconcierto: ¿A la cocina? ¿Para qué?

Si en el vaso todavía quedaba seven up, pero claro, si vos no empezabas por algo, la cosa nunca hubiera marchado. Lo sabíamos. Eras un bien inalcanzable -hasta esa noche-.

A partir de allí, los recuerdos se confunden, acelerándose en el tiempo. Recuerdo que abrimos la heladera como para justificar nuestra huída hasta que alguno, sincero, propuso subir al viento frío de la terraza.

Recuerdo la mejor subida de escalera de toda mi vida. Éramos, al fin, después de muchos meses, y hasta quizás años, vos y yo, sólos, sin nadie a nuestro alrededor. Éramos, al fin, nosotros dos juntos sin excusa ni motivo alguno.

Recuerdo la pared de ladrillos, tus movimientos atolondrados, los míos; tu boca gruesa, tus ojos saltones; tus cachetes gordos y rojizos. Recuerdo tus manos heladas en mi cintura, tus palabras suaves en mis oídos, tu boca húmeda en mi nariz, tu frente en mis labios. Recuerdo la luna, enorme y luminosa, impresionante junto a tu cara. Redondas. Lindas. Hermosas.

Nuestros cuerpos apretados y el abrazo infinito del adiós, sincero, triste, final, ya que el horario te corría y debías irte apresuradamente. Y por último, los veinte escalones más tristes de mi vida.