lunes, 1 de agosto de 2011

La marca

Cuando se la cruzó a una cuadra de llegar a su casa, la saludó con un beso. Lo tenía decidido hacía rato, cuando pensó algo así como que era un día clave y que en ese saludo, en ese beso, entendería qué era lo que le estaba sucediendo.

Entonces ella desorbitó los ojos, se entregó como la primera vez, y hasta lo rodeó con sus brazos peludos. Pero no, no era un buen mensaje. Era el mesnaje equivocado, entendería después: un mensaje forzado. Pero allí ese beso era lo máximo, sin importar circunstancias ni tiempos ni olvidos. Así que almorzaron juntos y, en lo que pudieron, se sintieron juntos.

Hasta que él, en el momento en que entraba a pensar que podrían compartir toda una tarde más allá de todo, un llamado le señaló el destino de esa y de otras muchas: ella se iría después de comer y después de contarle cómo le había ido en la facultad, de hablarle de cómo estaba su madre, la relación con su hermana; es decir, se iría después de conversar de todas esas boludeces que, ese día, no importaban.

Había, sin embargo, alguna duda. Quizás se quede, pensaba. Quizás lo deje para mañana, anhelaba. Y eso pasaría, pero no como se lo imaginaba.

Es que cocinando, mientras él se encargaba del horno y ella lavaba o limpiaba la mesada -no viene al caso qué es lo que estaba haciendo, ni importa ya- le vio algo que le reveló, finalmente, el desenlance final.

-¿Qué pasa? ¿Qué tengo?- le preguntó.

Y él, aunque sabía que debía dejar pasar lo visto, tardó en responder y evidenció su incomodidad. Tras un silencio, en el que le corrió el pelo y le observó por un segundo el cuello, en su costado derecho, ese que soñaba vuelva a ser suyo, dijo, conociendo ya que era imposible volver atrás, entendiendo que había metido, otra vez y quizás definitivamente, la pata:

-Nada, no tenés nada

Ella, era de esperarse, no le creyó y fue al baño a mirarse al espejo. Tenía una marca en el cuello que, obviamente, no era de él.

Almorzaron y él no pudo evitar poner esa cara de mierda que luego le recriminaría. "¿Y sí, qué otra cara querés que ponga?", le contestaría, aunque sin mencionarle esa triste marquita que estaba en todo el derecho de tenerla pero que, pensaba, podría haberla evitado sabiendo cómo estaban las cosas: "¿Para qué la marca si podías cojer sin ella?", se preguntaba para adentro, entre enojado y dolorido. Lo empezaba a reprimir.

La escuchó como pudo, respondió de mala manera y recordó.

Recordó que en un mensaje le había dicho "te amo"; que le había pedido que la lleve a la costa en vacaciones, que se moría de ganas de que vayan juntos a un recital en noviembre, que era ésta la "situación ideal" y hasta que le había dicho que él la mantendría con su trabajo y peor: "siempre estoy pensando en vos", le había dicho, y no hace mucho; tan sólo algunos días.

Pero también se acordó de que en uno de esos le había dicho: los besos así no, las manos acá no. Cosas que no le había dicho nunca, ¿y por qué ahora que no estaban? ¿por qué ahora que no los unía nada más que un almuerzo o un desayuno, una fría mañana de lectura?

Levantaron la mesa, subieron, charlaron y ella se fue.

Si se hubiesen visto al otro día quizás la marca hubiese desaparecido y otra hubiese sido la suerte. Pero ya no se habían visto durante una semana y eso, para él, era demasiado.

1 comentario:

Fernando dijo...

Es terrible la sensación de saber que es necesario alejarse…

Buena Historia.