viernes, 28 de mayo de 2010

Profesiones

Ricardo tenía algo de experiencia cuando empezó con el tema de los bancos. Antes, era del "sector polirrubros" -así se definía él. Robaba carteras en la Avenida Santa Fe, había sido motochorro en el centro porteño, y solía meter mano en bolsillos ajenos de la línea B de subte los días de semana, siempre en hora pico. Era fiel a la tradición de su viejo, quien había sido un gran prófugo de la justicia, un gran bandolero, sólo apresado mediante un gran operativo montado por la Policía Federal junto a la Bonaerense en la que se movilizaron unos 100 efectivos. De hecho, sólo lo pudieron atrapar por la declaración de una de sus ex mujeres, quien se sentía despechada, y le exigía el paso de dinero de manera mensual y constante. Ricardito se vería atado a un mismo destino, corriendo una suerte parecida.

El tipo robaba bancos desde los 21 años. Sabía las mañas del oficio. Era reconocido en el barrio, protagonizaba una figura misteriosa, solemne, de profundo respeto aunque oscura y tenebrosa. Nadie sabía bien qué hacía ni a qué se dedicaba. Sólo unos pocos conocían con plenos detalles su actividad, y eran precisamente quienes formaban parte de su grupo selecto de profesionales, de técnicos expertos capacitados para el robo a grandes y pequeñas sucursales de las firmas bancarias más importantes.

Desde que robaba bancos, Ricardo se sentía más que un chorro. Robaba a los grandes ladrones, por lo que se sentía más un Robin Hood que un reberendo hijo de puta. Nadie lo dudaba. Trataba siempre de no herir a nadie en sus asaltos; eso -decía- lo hacía un profesional como cualquier otro. No tenía nada que envidiarle a nadie. A veces lo molestaba un poco el hecho de vivir casi en la clandestinidad; nunca un lugar fijo, siempre una vida inconstante e incierta. Pero en algunas ocasiones la disfrutaba de sobremanera.

Tardaba junto a su grupo aproximadamente entre tres y seis meses para preparar un asalto a un banco, a veces más, otras menos. El proceso de observación era el más largo: rutinas, horarios, personal, seguridad privada. Pero siempre, siempre había algún punto débil; era imposible que no lo haya, y esa era la clave. En caso de éxito, se repartía el botín. Caso opuesto, el grupo solía desmantelarse para no dejar pistas. Al menos por un tiempo.

El negocio iba a la perfección. Llegó a juntar mucha guita. Pero el vivir siempre al límite no podía salir siempre bien. La ambición, o el desafío por peces cada vez más gordos, hizo que una vez las cosas no salieran como se esperaba. Uno de sus colegas fue atrapado y torturado por la policía. Habían jurado callar, habían jurado hacer silencio: "Todos para uno y uno para todos". Pero Ricardito estaba seguro que el boludo de Juan no iba a poder cerrar la boca, lo conocía muy bien. Ricardo sabía que su final estaba cerca. Su largo historial hacía imposible pensar en otra cosa que no sea una cadena perpetua y la vida entera en una jaula.

Pero la cárcel le gustó. Allí tenía un respeto aún mayor, y era reconocido, no sólo por los otros presos, sino por los oficiales encargados de la seguridad del penal, a quienes se atrevía a llamar de "empleados", aunque con respeto. Tenía una fama bien ganada, y en la escala social de los presos, él estaba en la cima; su enorme trayectoria, su carátula de haber robado más de dos millones de dólares de bancos multinacionales, y el no olvido y la no negación de sus raíces a pesar de semejante éxito profesional, lo convirtieron rápidamente en uno de los líderes más importantes. Un líder benevolente, magnánimo y respetuoso; un líder como pocos.

Gracias a un acuerdo entre una Universidad de la ciudad de Buenos Aires y el sistema penitenciario, había podido terminar la secundaria e incluso iniciar una carrera. Allí, había mantenido una muy buena relación con los profesores, quienes en un principio sólo podían pensar en asesinos seriales y violadores crónicos. Ricardo rompió con este mito. Y gracias a su buena conducta, pudo salir, pudo volver a ser libre. Lucas, su profesor, le había dado un abrazo profundo el último día que lo vio en la cárcel y le había deseado suerte. Estaba triste, no lo vería nunca más, pero sentía una alegría inmensa por Ricardo, comparable a los momentos más felices de su vida.

Al otro año lectivo, Lucas volvió a participar del programa educativo. Entró al aula que le habían designado, un aula pequeña, en mal estado, con una sola ventana y un olor a humedad impresionante, y saludó a sus estudiantes, con el nerviosismo propio de un nuevo curso. Empezó a dar la clase; empezó por la Revolución Industrial del siglo XVIII, y cuando estaba hablando de las migraciones a la ciudad calló de pronto. Tragó saliva y esperó. "Acá estoy, profe", dijo Ricardo, que recibió la mirada atónita de su profesor, desde uno de los rincones. Lucas un poco que se emocionó, estaba sorprendido. Siguió la clase como pudo, como debía. Y cuando se habían ido todos, lo abrazó.

La pregunta por el qué pasó era inevitable; su respuesta, también. Ricardo dudó un momento y finalmente contestó: "Y... es que uno extraña...". Lucas volvió a insistir y le preguntó si se había vuelto a meter en el tema de los bancos, pero ya temía la respuesta. Ricardito le respondió, totalmente convencido: "¿Sabés lo que pasa, profe? Como dice Ueber, yo soy de esos tipos que orienta sus acciones racionales con arreglo a fines concretos, no hay otra". Lucas sonrió.

1 comentario:

pau dijo...

no tenía duda alguna que ibas a escribir sobre esto.. lo vi en tus ojos brillosos cuando contabas la historia.

muy piola, daro.