viernes, 25 de mayo de 2012

Haroldo Conti, el suspirante



El 25 de mayo de 1925 nació Haroldo Conti en Chacabuco, provincia de Buenos Aires. Allí se crió, trepó los primeros árboles y pescó sus primeros pejerreyes.

Egresado en 1954 en la UBA como filósofo, todas las biografías acuerdan en enumerar una gran cantidad de oficios y profesiones que practicó durante su vida: profesor de filosofía y latín, empleado bancario, navegante, aviador, escritor y más, pero la mejor manera de definirlo es como un caminante, un buscador de caminos. Como a él le hubiese gustado, como un vagabundo.

Alguna vez escribió: "No sé si tiene sentido, pero me diga cada vez: contá la historia de la gente como si cantaras en medio de un camino, despojate de toda pretensión y cantá, simplemente cantá con todo tu corazón; que nadie recuerde tu nombre sino toda esa vieja y sencilla historia". Así se resumía Conti, quien además decía ser escritor solamente cuando escribía, "el resto del tiempo me pierdo entre la gente".




Como dice en la nota, en su proceso de maduramiento una novela política, comprometida, era su duda y su deuda, su desafío y el signo de crecimiento como escritor. Y esa novela llegó, tarde pero segura, "emergiendo con naturalidad y no como una cosa impuesta", como debía ser: Mascaró, el Cazador Americano, que fue publicada en 1975 y recibió el premio Casa de las Américas.

Esa, cuenta en su prólogo, es la primera -y la única- que concibió desde principio a fin antes de empezar la escritura. "Mascaró tenía que madurar dentro de mí. Mascaró me hacía señas desde un costado de mi vida llamándome a su loco camino", escribe allí. "Pues bien, tanto empujó, que otro buen día, para cortar amarras, salté de golpe al camino, me marché inclusive de mi casa, abandoné todo y ahí empezó mi vida con Mascaró, es decir, empezó la novela que para mí es siempre un auténtico modus vivendi". "Mascaró daba para todo. Creció y creció como un tremendo canto, y yo era a medias el cantor porque se juntaron tantas y tantas voces, que Mascaró realmente no me pertenece".

Así nació su primera novela comprometida, que fue la última: "Creo, con Galeano, que nuestra suprema obligación es hacer las cosas más bellas que los demás, sobre todo que lo que la puede hacer el adversario". Y cumplió.

Al poco tiempo recibió las primeras advertencias: para las fuerzas armadas del país él era, por su pluma, un "agente subversivo". Llegada la dictadura, estas continuaron, pero él ya estaba completo, había logrado esa novela. Mejor dicho, había emergido lo que las descripciones de su amado Río Paraná no habían podido. "Uno elige, me quedaré hasta que pueda y Dios verá", le escribió en una carta a Gabriel García Márquez. "Porque, aparte de escribir, y no muy bien que digamos, no sé hacer otra cosa", continuaba allí. A esa altura, él y su esposa Martha eran "prácticamente unos bandoleros".

En febrero de 1976, nació su hijo varón, a quien dieron el nombre de Ernesto, quizás -casi con seguridad- por homenaje a uno de sus escritores favoritos: Hemingway. El 4 de mayo escribió por la mañana su último cuento: "A la diestra". Al otro día, por primera vez en seis meses, volvieron a ir al cine: vieron el Padrino II. Ernesto, de tres meses, y Myriam, de siete años, se quedaron a cuidado de un amigo de ellos que dormiría en el sillón.

Cuando volvieron, no pudieron abrir la puerta. Un hombre armado con una ametralladora de guerra los recibió y con otros cinco milicos más los amordazaron y molieron a patadas. El amigo estaba tirado en el piso con la cara desfigurada. Los chicos, dormidos con cloroformo en uno de los cuartos.

Conti y Martha fueron separados en cuartos distintos. Mientras la casa de Villa Crespo era desvalijada de todos los objetos de valor, los hombres armados interrogaban a Haroldo acerca de dos viajes que había realizado a la Habana. Para ellos, habiendo escrito siete libros, cuatro novelas y tres compilaciones de cuentos, él era un agente de la revolución cubana. Un enemigo interno. Otro.

Cuatro horas después, a las cuatro de la madrugada, "uno de los asaltantes tuvo un gesto humano, y llevó a Martha a la habitación donde estaba Haroldo para que se despidiera de él. Estaba deshecha a golpes, con varios dientes partidos, y el hombre tuvo que llevarla del brazo porque tenía los ojos vendados. Otro que los vio pasar por la sala, se burló: "¿Vas a bailar con la señora?". Haroldo se despidió de Martha con un beso. Ella se dio cuenta entonces de que él no estaba vendado, y esa comprobación la aterrorizó, pues sabía que sólo a los que iban a morir les permitían ver la cara de sus torturadores".

Fue el último beso y la última vez que estuvieron juntos.

En su escritorio, meses antes y anticipándose, había escrito un letrero: "Hic meus locus pugnare est et hinc non me removebunt". La frase, en latín, traducía proclamaba: "Este es mi lugar de lucha y de aquí no me moverán". Los militares no supieron leerla y la dejaron. Aquí, en este humilde espacio, la frase también se encuentra por ahí debajo, invisible, a modo de homenaje.

Catorce días después del secuestro, el 19 de mayo, la junta militar organizó un almuerzo con destacados "hombres de la cultura" para alivianar las críticas internas y blanquear la imágen, ya imblanqueable, del gobierno. Los hombres elegidos y que asistieron fueron Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, el presidente de la Sociedad Argentina de Escritores Horacio Ratti y el sacerdote Leonardo Castellani. Fue este último, ideólogo del nacionalismo católico argentino, quien tuvo un gesto honorable. Le entregó en la mesa un papel a Videla con el nombre de Haroldo. El dictador, sin embargo, tan sólo aseguró que la paz iba a volver muy pronto al país. Y de Conti no dijo nada.

Aún hoy, su nombre forma parte de las listas de desaparecidos, ni muerto ni vivo.

Recomiendo, menciono, algunos trocitos de su obra: la novela Alrededor de la Jaula, el cuento "La Balada del Álamo Carolina", nombre también que recibe uno de sus tres libros de cuentos, el cuento "Como un León" y, finalmente, su última novela:

"El Príncipe aludió luego a la naturaleza errante de aquel oficio tan distinto de casi todos los otros, generalmente de asiento, y con todo tan acordado con la sustancia del hombre, que es un viajero sobre la Tierra, en perpetuo tránsito, por cuanto errare humanum est y esta vida es un vallecido de lágrimas que se transcurre a los pedos. Aplausos y llantos".


1 comentario:

Ayelén B. dijo...

Me gustaría que un día me prestes el libro de Conti del que nos leíste la introducción. Por otro lado quería decirte que me encanta que hayas escrito sobre él, es una manera de que todo lo que hizo no haya sido en vano y de que gente que no sabe quien es se vaya enterando. Muy bueno dari, como todo el blog