martes, 5 de julio de 2011

Paisajes y silencios

Este texto lo subí hace más de un año, quizá dos. Lo llamé en ese momento: "Recorrido de un recuerdo". Porque fue eso. Empezar de una foto y llegar a las anguilas, a Angélica, a Rayo, y a todas esas cosas que ya están casi olvidadas (casi, sí). Lo subo ahora porque no sé por qué figuraba como borrador (y por lo tanto no se veía). Y, además, porque es una manera de leerlo con atención, de retocarlo un poquito, de ver los avances y retrocesos. De compartirlo de vuelta, una vez más. Para los que ya lo leyeron, olvídense: aquí no hay nada nuevo.

Me perturbaban un poco esos silencios profundos del campo, esa exagerada tranquilidad de sus pobladores. No soportaba ese momento de la siesta; en ese entonces era sólo un niño con ganas de correr, jugar, de gastar energías. No comprendía como los demás, mi familia paterna digo, disfrutaban ir hasta allá simplemente para dormir, aunque luego entendería: nada como una buena siesta luego de un buen asado. Pero para eso faltaba.

Patear la pelota sobre el paredón que separaba mi casa de la de Angelica era uno de mis pasa tiempos preferidos. Angelica era la vieja, dulce vecina de al lado. Recuerdo los pasillos de su casa como si fuera la mía; la sencillez de sus habitaciones y la frescura del comedor; su cálida humedad. La puerta oxidada del fondo siempre abierta y las gallinas que se ubicaban debajo de la mesa. Recuerdo también el mate siempre presente, que no me gustaba pero que aceptaba para sentirme parte de ese rito que me resultaba tan extraño como asqueroso y lejano.

Además, Angelica era una cocinera impresionante. El mate no me gustaba, pero sus torta fritas eran increíbles, eran verdaderas torta fritas, no como esas que uno ve hoy en día. Sería injusto no mencionar también las facturas que se hacían (y se deben seguir haciendo) en Oliden. También eran verdaderas facturas. Las de acá pueden pasar tres días y parecen como recién saliditas del horno, no sé qué cosas les pondrán. Allá el pan es pan, y cada cosa, su propia cosa, su propia esencia. Lo mismo con la carne... Especialmente con la carne.

Volviendo: Oliden es un publo chiquito, de una sola manzana. De una sola carnicería, de una sola escuela, de una sola panadería. De una sóla maestra, de un sólo policía... La gente vive de una manera que díficilmente un porteño de toda la vida pueda comprender. Uno camina y lo saludan como si lo conociesen de toda la vida. En el pueblito todos se conocen con todos; nombres, familias, problemas; historias. Todos saben todo de todos. Uno allí se encuentra en contacto con otros ritmos y sensaciones, distantes filosofías y formas de entender la vida.

Son muchas las cosas que aprendí gracias a Oliden: andar a caballo, por ejemplo. Aunque siempre tuve mis miedos... Tengo fija en mi memoria esa frase de mi viejo que estoy seguro quedará sellada en mi cabeza por toda la vida: "Los caballos sienten si uno les tiene miedo", me decía, e inmediatamente esa advertencia, esa posibilidad me ponía la piel de gallina.

Mi caballo se llamaba Rayo. Igualmente no lo consideraba mío; ¿cómo un caballo puede ser de alguien? ¡Qué cosa más absurda! Un perro, un gato, un canario, pueden tener dueño, pero un caballo no lo creo; un animal tan noble no puede pertencerle a nadie. Rayo era (y es) un caballo manso, pero con una personalidad increíble. El nombre suena tonto, pero tiene su explicación: la madre se llama Nube, y no sólo eso: tiene en una de sus ancas una mancha rarísima, que era coidicada por los lugartenientes del pueblo. Además, tenía una buena parada y un buen andar. Eso decían. Incluso el panadero una vez me lo quiso comprar, y ofreció como mil quinientos pesos, que en esa época era realmente mucho. Pero un caballo, como dije, es mucho más que una simple posesión, que un simple televisor o una simple radio, y uno no puede arrogarse el derecho de entregárselo a otro así como si nada.

Otra de las cosas que aprendí, mejor dicho, que me enseñó Oliden, fue a pescar ranas. "Qué asco", pensaba cuando me dijo mi viejo que vaya a pescar ranas por primera vez (sutil manera de decirme que lo dejase dormir la siesta, que al poco tiempo se mostraría como una técnica más que eficaz). De hecho no tenía ni idea de la diferencia entre sapos y ranas; ahora no es por agrandarme pero a 50 metros, 100, uno los puede distinguir: incluso llega hasta indignarme quien confunde una pequeña y húmeda rana con un áspero y gordo sapo. Hasta las palabras lo dicen: "sapo" suena vacío; la boca se queda con una sensación desierta y adormecida. En cambio, rana nada que ver. Rana a mí me suena a picardía, a inteligencia. Sapo definitivamente no. Espero haber aclarado un poco más el asunto.

Continúo: yo algo pescaba, pero ¿ranas? "Pescar" junto con "ranas" me hacía ruido. No se exigían mutuamente como café con leche, para nada. Si en este momento, señor lector, usted piensa ingenuamente como yo en aquel entonces que se debe usar un azuelito pequeño para engañar a estos pequeños anfibios, le tengo que decir que hemos cometido el mismo error. La rana no es un pez. La rana no come, no mastica; sólo succiona. Por lo tanto es todo más fácil y por así decirlo, "artesanal". Es cuestión de conseguirse un palo largo y fuerte, que funcione de caña, y una tanza de metro, metro y medio. Se lo ata a la punta, y atamos como carnada un pedazo de carne fresca, o un cacho de salame o cualquier cosa bien tentadora, da igual. Y ya casi está; falta una sóla cosa, un balde que debemos mojar previamente -¡un balde hondo y mojado!-. Luego viene la parte más díficil: recorrer charco por charco en profundo silencio.

Son dos las estrategias posibles: la primera parte de un supuesto importante que me olvidé de aclarar: las ranas no tienen memoria, o son muy tontas, o no sé, pero cuestión que pueden caer dos veces en la misma trampa, y eso es lo que nos importa. ¿Qué quiero decir con esto? Uno puede acercarse de repente -pero mirando con mucha atención- a un charco simplemente para observar si hay ranas allí o no: están generalmente fuera del agua, aunque ante el menor susto se tiran al agua, y ahí sí se complica el verlas.

Imaginémosnos la situación entonces. Las ranas se han echado al agua y adivrtieron nuestra presencia. En este caso recomiendo continuar caminando y volver a este lugar en unos 10 minutos, o más: eso sí, volver despacio y con cuidado. Ahora sí, empieza la pesca propiamente dicha, que no debiera tardar más de 5 minutos, aunque hay ranas y ranas, como hay pescadillas y pescadillas, pejerreyes y pejerreyes.

La técnica más efectiva -me lo dice mi vasta experiencia en el tema, confíen- es la siguiente: primero, un fuerte golpe de la carnada en el agua, como para llamar la atención. Luego, salpicar el agua con la carnada, pero en una forma suave y nunca constante. Y sólo es cuestión de tiempo. La rana suele no resistir la tentación, y aunque uno no la vea, se acerca de a saltos al sabroso pedazo de carne, y cuando uno menos se lo espera ¡zas! Es pesca de sonidos.

Y he aquí el momento más complicado, el arte del asunto; la rana puede soltarse en cualquier momento. Hay que actuar rápido; levantar la caña y traer al desdichado animal a la mano de uno, luego agarrarlo y arrojarlo (con cuidado) al balde. No se preocupe si la rana ante semejante vuelo decide escupir la carnada; es lo más normal. Aunque he allí el momento en donde los pescadores como yo deben probar su habilidad: no debe escaparse de ninguna manera; su escape es nuestro fracaso y derrota; nuestra humillación.

En una buena caminata podemos juntar unas quince, veinte ranas; luego hay que devolverlas. Hubo una sóla vez que las comimos, y debo admitir que es una sensación extraña (pero sabrosa). Básicamente es como comer una milanesa, con la única diferencia de que cuando uno come una milanesa no ve la forma de la gallina en el plato, en cambio la forma del anfibio no se disimula demasiado, casi nada debo decir. Sin embargo, uno puede rechazar la primera pieza por cierta impresión, pero si una prueba, chau, quiere más. Se los aseguro. Se los apuesto.

Incluso, una vez, llegamos hasta pescar anguilas, pero esto me da asco hasta a mí: son bichos horribles, como prehistóricos. Pescar anguilas es más díficil y hay que saber dónde están, hay que fijarse bien. No es cuestión de caminar, observar, probar. No, definitivamente no. Pescamos dos de estos bichos y nunca más voy a querer hacerlo. Tocarlos es aún más áspero y desagradable. Fue horrible.

Otra de las cosas que el campo me permitió hacer fue cazar. Nada profesional, por cierto. Con aire comprimido, bien deportivo. Salíamos a la tarde en la camioneta. A veces no se encontraba nada, pero era emocionante el hecho de tener que agudizar la vista; los sentidos. Había que ir despacio; estar atento. Buscábamos perdices. Habremos cazado menos de diez en total, pero siempre me acuerdo cómo la gente se sorprendía cuando le decíamos que las habíamos cazado con un rifle de aire comprimido, el cual ante un disparo necesitaba volver a cargarse, y esto demandaba unos instantes, lo que hacía más excitante la cuestión.

Era una verdadera caza deportiva y artesanal. Una vez logramos capturar un par y las hizo Angelica al escabeche, y para que vean que no miento ni soy un exagerado con todo lo que les estoy contando, les admito que no me gustaron.

Siguiendo con el relato: yo no tenía buena puntería, pero algo hacía... creo. El tema era así: íbamos en la camioneta despacito. El rifle lo tenía yo, y mi viejo manejaba. Cuando se aparecía algún bicho o algo sospechoso por el lado derecho, enseguida sacaba la escopeta por mi ventana, mi viejo me daba la posición con el auto y yo sabía que tenía sólo tres segundos después de apuntar en el animal. "Uno, dos..." Sabía que aunque me diera cuenta que el tiro no iba a ser de lo más preciso, cuando llegaba a "tres" debía gatillar. Todo esto si la perdiz no se había volado o ido a la reverenda mierda, cosa más que probable.

Si disparaba, y el tiro aparentaba ser efectivo, los dos debíamos salir disparados del auto y echarnos a buscar a la perdiz, la cual es imposible que de un tiro se quede inmóvil o muerta: o se escondía entre los arbustos, herida, o tomaba vuelo, quizá cayendo unos metros más adelante y haciendo más difícil la cuestión: ¡cuántas se nos habrán ocultado en los arbustos! Todavía recuerdo como si fuera ayer cuando a mi viejo se le soltaban las casillas y corría, corría, desesperado, bolsa en mano, para atraparla. Las más de las veces se nos escapaban, y las más de las mases la diminuta bala no acertaba ni a dos metros. Era una verdadera caza deportiva y artesanal, sí.

En fin, cuando vuelvo a pensar en Oliden, pienso en gallinas, en abejas; en una miel espesa y dorada, en olores y sabores profundos, en caminos de tierra. Pienso en tranqueras y bifes anchos; en bichitos de luz y la inmensidad de su noche.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Probablemente Oliden fué la hoja sobre el cemento, el caballo y el perro como compañeros en lugar de "mascotas", el canto de los pájaros para mitigar el ruido de los autos, las noches estrelladas como alivio de las luces de neón, el asado y la apasionada sobremesa familiar para alternar la hamburguesa recalentada, pero también el paso del tiempo integrado a la naturaleza, y no como reflejo de un espejo.

Jr. dijo...

Mi infancia, a excepción de la caza y la pesca de ranas...

Los caballos no sienten solo el miedo, también el enojo y otras emociones. Al caballo que yo montaba le habían pegado mucho de potro y de abajo era asustadizo y medio arisco, pero de arriba mansito mansito.

La infancia en las grandes ciudades debe ser una tortura, aunque los pibes sin conocer nada mejor deben estar conformes... Yo soy de una ciudad chica, casi pueblo.