jueves, 14 de abril de 2011

Las dos amarillas

"Una, fue cualquier cosa; la otra, bueno, había que cortar"

La primera fue en un partido que empezamos siendo 6 contra 9, que empatamos casi milagrosamente uno a uno. Los tipos eran más grandes y creían que nos iban a comer crudos -como creían casi todos en el torneo-, pero siendo tres jugadores menos uno se agranda, se saca las presiones y juega. Se sabe.

Me acuerdo que lo vi al grandulón yéndose con la pelota por la banda y decidí tirarme al piso. Dicen que tengo piernas largas, yo no sé si es tan así, pero gracias a estas, quizá, toqué la pelota, que se fue al saque de banda, y el tipo como que voló un poquito y se quedó tirado, exigiendo sentencia. Un culpable.

Para mí, no fue falta; es más, fue un quite bonito, elegante, con, quizás, demasiado estilo. No sé si el árbitro, que estaba bien cerquita, pensó que el partido se pondría chivo de no cobrar esa supuesta falta; tampoco sé si no vio nada y bueno, se dejó llevar por las circunstancias...

Cuestión que vino corriendo hacia mí como quien decide trabarse en una pelea, pero no sacó ningún cross ni nada; sólo su mano del bolsillo de la camiseta y una cartulina fosforescente. Fue amarilla y tiro libre.

El mensaje era claro: "Si quieren ganarnos, que sea porque juegan mejor, no por viejitos piolas".

La segunda amarilla, en un partido en el que éramos más nosotros, y jugábamos contra pibes más pendejos, fue grotesca. No sé si innecesaria, al día de hoy me lo pregunto -en esas reflexiones post partido que se hacen eternas-, pero lo cierto es que fue indignante ver como el habilidoso del equipo rival no podía ser parado por ningún mediocampista del equipo.

Al ver semejante situación, había comenzado a bajar -estaba juganddo de delantero-, como para colaborar un poco. Me puse a marcar el pase, a tratar de ordenar, pero el 10 de ellos se decidió por la opción de continuar, él solito, bien prepotente, hacia el arco...

Había que cortar, sí. No había dudas. Había pasado a como 3, o 4. Íbamos ganando 2 a 0, pero no podíamos permitirnos -ni permitirles- ese gol. Así que me acerqué con la máxima velocidad que pude -no mucha- y tiré el guadañazo... Que entró perfecto.

El 10, bastante plumita a decir verdad, cayó brutal y violentamente al suelo, mejor dicho: aterrizó en él. Se tocaba la rodilla, apretaba sus dientes. Lo palmié en la espalda, le dije que no era tanto, que me disculpara, si él lo sabía: "había que cortar". Igual, tenía razón el equipo rival, que rápidamente se juntó al lado del presunto cadaver: había sido un enemigo del fútbol, un sanguinario del deporte al ejercer tan tamaña rigurosidad.

El árbitro, con quien había pegado onda al principio del encuentro, se acercó despacio y, con glamour, me dijo al oído -de manera cómplice y para que nadie escuche-: "Si sabías que era rápido...", y luego sentenció: foul, y tarjeta.

Al mirar el color de la cartulina, respiré con alivio.

1 comentario:

Jr. dijo...

El guadañazo! Criminal, pero había que bajarle los humos al 10. Después no quería ni ver la pelota, jajaja.

Copado el relato. Un saludo!