jueves, 17 de marzo de 2011

Una Pepa cualquiera

Agobiada por el fuerte calor que inundó a la Ciudad de Buenos Aires, así como por la fuerte correa que la sujeta, Pepa, una perra adulta, espera, sentadita y obediente, que su dueña le señale el momento oportuno para cruzar Riobamba y Corrientes.
Pepa está vieja; tiene el pelo algo canoso -aunque lo mantiene lacio y brilloso- y dos de sus dientes negros, pero a pesar de sus años, que notablemente le pesan, es observada y algunas veces hasta acariciada por los peatones.
En el medio de la calle recibe el saludo, que es casi una cachetada, de un niño con ganas de jugar, pero ella pareciera estar pensando en otras cosas y, sin rechazarlo, continúa su camino, que es el de su correa, que es el de su dueña: “Vamos”, le ordena esta y, tras un leve tirón en su cuello, ella entiende el mensaje y avanza, educada, sin reprochar ni tironear de la soga.
Al cruzar Riobamba es Pepa, la vieja Pepa, que jadea sin interrupciones, cansada tras una caminata por el caluroso cemento del centro de la Ciudad, la que asume el riesgo de un eventual tirón y toma la delantera.
Su ánimo recién se recupera al tomar contacto con uno de los suyos, cuando sus orejas, otra vez paraditas, recuperan la atención y su olfato se activa.
Es su hocico el que manda ahora.
Pepa se olvida del collar, del calor de su cuello y de todo lo demás; se olvida que tiene sed, que su dueña quiere volver a casa y sólo olfatea sin preocupación, adueñándose de un aroma que seguramente recordará pero difícilmente vuelva a sentir.
“Dale Pepa”, la apura su dueña, que acompaña cada orden con un nuevo tirón en el cuello.
Pepa, como siempre, no tiene opción.

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