martes, 30 de noviembre de 2010

De corrido

Era un ambiente -otra vez- difuso. El momento justo. Ella, víbora -como siempre-, lo tomó de las manos, lo arrastró hacia un rincón. Le suspiró al oído, le habló con dulzura -mirándolo con ternura- como sabía le gustaba.

Le acarició los dedos, la palma de sus manos, mientras le dirigía su mirada hacia el centro de sus ojos. Él, reacio -como nunca-, la esquivaba; sudaba, pensaba -resistía-. Ella le vio esa primera gota de sudor caer de su frente y supo que lo tenía -amarrado-. Se aproximó, pegó su cuerpo y sus pechos al de él.

Le habló suavemente -con olor a tabaco-. Él la sintió cada vez más cerca -respondió con aliento a alchol-. Sentía únicamente su oreja -cosquillas en su oido- y algún que otro sonido -sin sentido-. Estaba a punto de cerrar los ojos -derrotado-, aunque se mantenía con un último hálito de firmeza -dudosa-. Faltaba el tiro de gracia -sabían-. Al fin, ella le dijo que no conoció un hombre como él -sensual-.

Enseguida: humedad, calor, sábanas, domingo. Nueve de la mañana. Un pensamiento. Un beso. Un adiós -el último-.

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