jueves, 28 de mayo de 2015

Por Todo Espacio, Por Este Tiempo

El libro cambió de forma al llegar a Buenos Aires. Cambió el papel, el precio -de un dólar pasó a 20-, y hasta la tapa. Silvio se hizo más protagonista, apareció en la portada y hasta algunos lo llaman "su" libro... "que no es lo mismo, pero es igual". 

Por Todo Espacio, Por Todo Tiempo fue presentado en el Centro Cultural Néstor Kirchner, empezó a tener nueva vida y a recorrer nuevos mundos. Un libro lleno de ternura y de amor, hecho y pensado para intervenir, con espíritu crítico, con denuncia, en una realidad que no es la que se quiere pero ahí está.

"Un mundo mejor es posible y hacia ese camino, vamos, querido Silvio", le dio la bienvenida Teresa al gran trovador, otra vez en Buenos Aires, otra vez como en casa.

"Lo que evidencia este libro no es más que la oportunidad tremenda que yo he tenido junto con Alejandro Ramírez y el resto del equipo que acompañamos a Silvio en los barrios de estar muy cerca de este proyecto, de poder ser testigos privilegiados", dijo Mónica Imilia, coautora encargada del texto y las crónicas, y aclaró que no hay ciencia en el libro sino apenas "nuestra propio testimonio", porque "la verdad está afuera, está en los barrios. Esto pretende ser apenas un acercamiento, una ventana, un cuento personal de lo que hemos vivido".

"Esta gira es del tamaño de un solo gesto perdido entre el público, en una multitud en la oscuridad, un gesto inadvertido, solitario, repetido acaso mil veces", leyó segundos después. Por Todo Espacio muestra los dos primeros años de una gira "interminable" que ya acaricia los cinco pirulos; la "magia" que sucede cuando Silvio llega y monta un concierto en un rinconcito olvidado de la gran ciudad.

No hubo preguntas, se debatió poco sobre el por qué de la gira, la necesidad del material, el por qué del momento. Pero hubo pinceladas, trazos apenitas de una lectura -y una aventura- que "puede no ser o ser", allá uno.

Aliverti, curioso encargado de la "mediación", eligió una cita del prólogo del libro de crónicas y fotos para arrancar la velada. No tiene desperdicio. Dice Fernando Martínez Heredia:

“Silvio ha puesto en práctica esta iniciativa desde una clara posición revolucionaria, en la que, por tanto, no hay lugar para la condescendencia ni la donación. Les lleva regalos maravillosos a esas comunidades tan necesitadas y desvalidas que son un serio indicador de deterioro de nuestro cuerpo social, pero esos dones no vienen para resolver sus carencias materiales. Son aportes a su espíritu, a lo que tiene de superior todo ser humano, a la autoestima, la alegría y el placer, a la cohesión de los vecinos y la pacificación de la existencia".

"Parten de la interlocución, la confianza y la fraternidad. En este tiempo en que el egoísmo, el conservadurismo, la aceptación de las desigualdades sociales y el afán de lucro ganan terreno en nuestro país y pretenden vestirse de alternativa, la Gira por los barrios es un formidable testimonio de lo mejor que hemos construido entre todos: darse y recibir, sin que medie ningún interés material. En los términos de Silvio: de amar y ser amado”. 

Mucho se puede escribir sobre las historias, la actualidad cubana, y mucho se está escribiendo en estos días, pero no habrá mejor síntesis que la de la propia autora. En las primeras páginas, entre razones y motivos, un párrafo entero de Mónica, imposible de partir en pedazitos -imposible de partir en dos-, y un poquito de la realidad cubana, aquí, en Latinoamérica, tan lejos pero a la vez tan cerca, tan hermanos pero a la vez tan distintos.

"En un solar cubano conviven un profesor y un vendedor ambulante, un custodio y un ingeniero, un artista y un auxiliar de limpieza; pueden ser incluso la misma persona. En otras latitudes, tales personajes no suelen tener paredes en común. Ni sus hijos crecen juntos. Todo parece indicar que al menos en ese aspecto no se trata de una versión de los tangueriles uruguayos, las villas miserias argentinas, las favelas brasileñas o cualquier otro paraje conocido en el mundo en calidad de barrio malo o marginal. Poseen no obstante índices de violencia altos y en ellos hay luchadores sin alternativas más o menos cuestionables, que comparten espacio cotidiano con los consagrados al trabajo, que hacen sacrificios indiscutiblemente grandes y ganan escasos ingresos por honradez”. 

..."No suelen tener paredes en común. Ni sus hijos crecen juntos".

De las plazas a las cárceles, de las cárceles a los barrios, y de los barrios al Centro Cultural Néstor Kirchner; el camino lo trajo a Silvio Rodríguez otra vez a la Argentina.

Pan y circo, le dicen algunos. 

Silvio: "Dejo lo que me corresponde dejar. A mí, a cualquier artista: puentes, líneas que se entrecruzan, que nos vinculan y se encienden a la vez, que nos muestran lo humanamente útiles que podemos ser".




jueves, 14 de mayo de 2015

Negros de mierda

Sólo los bosteros entendemos qué pasó hace un rato. Sólo nosotros, los que sabemos cómo en un par de años, en un par de éxitos, la cancha y la fiesta popular cambió.

Sólo nosotros, que entendemos qué pasó con esas salidas memorables, llenas de folclore verdadero, llenas de carnaval y de murga. Que sabemos cuándo La Bombonera empezó a cambiar, que entendemos esas pintadas cercanas al templo: “Que el pueblo vuelva a la cancha”.

Porque en un momento empezó la exclusión. Con el discurso de la seguridad y la prevención a veces, con el del mérito otras, ya no hizo falta hacer una fila, levantarse temprano, ir a la boletería y pagar tu entrada. Tenías que ser socio. Tener un carnet. Asegurarle una cuota al Presidente para poder pasar.

“Cartonero”, le dijo el Diego y nuestro máximo ídolo resignó gritar un gol ante el eterno rival para que escuchara a la hinchada, para que la sintiera.

Con ese ídolo crecimos. Viajamos, desde nuestras casas, por el mundo. Festejamos en el Obelisco, conocimos la rebeldía en cualquier cancha, pero también la humildad. De la mano del fútbol, conocimos y nos conoció el mundo. Aprendimos la bandera de Japón.

Pero el ídolo se fue, lo echaron. Lo echaron como a los hinchas. Por guita, vos te tenés que ir. El Diez sufrió el exilio.

A nosotros también. A los pibes nos pasó lo mismo, pero nos quedamos. A dónde íbamos a ir.

Con el verso de la seguridad, de normas y reglamentaciones mundiales, europeas, internacionales o todo eso junto, la popular se hizo platea y el hincha, socio. Tienen que estar todos sentados, fue primero el verso. Pero el medio quedó intachable. La segunda bandeja, leal.

Fueron pasando los años, el Jefe puso un delfín, que resultó un tesorero, el máximo enemigo de quien lo había desafiado. Y como en la mismísima Ciudad, ni rápido ni perezoso, el delfín aprendió: construiremos una Bombonera gigante para que ningún socio se quede afuera. ¡Haremos del Club un Club social!

Llegaron las corporaciones, las entradas a los turistas, las salidas del equipo cada vez más ajenas, más frías. Ni el Boca, mi buen amigo, del minuto 0, se escucharía ya como un grito único. La Bombonera cambió el Boca oro por el Boca Sinteplast, se cambiaron los carteles de las puertas del estadio por publicidad. Los jugadores amigos del rebelde, afuera.

Y llegó el socio adherente, para completar. Otra mentira para recaudar. Y hasta se cavaron pozos al costado de la cancha para meter -cada vez más- guita, no gente.

Y así, de la mano de una Bombonera corrompida, de un templo profanado, se empezó a perder sin equipo. Hasta desfilaron los ídolos, siempre únicos responsables. Mientras los de arriba manejaban la billetera y el marketing, siempre con grandes balances, midiendo qué decir en la tele de acuerdo a lo que dictaban las encuestas (como harán seguramente hoy, tras el bochorno: basta de violencia, y vaciarán el significante, apropiándoselo y haciendo los deberes frente a la televisión).

Hasta tuvieron suerte de que un tipo desde Europa quiso venir a cumplir su sueño. Pero censurado: “Una pregunta fuera de lugar y se termina la nota”.

Pero no hubo –no hay- caso.

Ayer se escribió, por un gil y una responsabilidad, una de las historias más tristes en la cancha de Boca. Una vergüenza. Por lo sucedido, pero también por la falta de respuestas; por el bochorno, pero también por la incapacidad después.

Inmediatamente, el lugar común: negros de mierda. Putos. Cagones. Bolivianos.

Y les hubiese encantado a muchos que haya quilombo, que se pudra, como pedía el periodista de Fox desde la impunidad del micrófono al tiempo que la televisión mostraba imágenes de la tribuna desde donde vino el quilombo, paradójicamente la platea baja: “¿A dónde está la policía? Yo me pregunto por qué no está la policía ahí despejando ese sector”.

¿Traducción? Repre. La conocemos, pero no lo dijo.

En otro canal se resaltaba la actitud de las decenas de miles de hinchas que, aún sin entender qué pasaba, daban media vuelta y se iban, injustamente. Por un gil.

El equipo –el Equipo- falló, el director técnico también; y el ídolo faltó.

Me hubiese gustado verlo a Román ahí, haciéndose cargo como se hizo siempre, pero más me hubiese gustado verlo ayer, en la mediocridad y en la falta de responsabilidad de burócratas y cómplices, de futbolistas y dirigentes del Club, pero también de las estructuras mafiosas que representan el fútbol como negocio.

Osvaldo tímidamente se acercó al banco rival, pero ahí quedó. Arruabarrena seguía en la suya. D’Onofrio insinuó pararlo todo, pero no pudo. Y me lo imaginé a Román asumiendo la que le tocó siempre, aún sin tener la cinta: ser el capitán. Así no se puede seguir, mirar a la tribuna, en silencio, desafiándola… como antes al Patrón. Sin importar las publicidades, los tiempos, el resultado.

Faltó esa dignidad, faltó el ídolo.

Y la responsabilidad, como la de evitar lo que pasó, es política. Tiene nombre y apellido: Angelici.

No hubo un solo incidente afuera. A pesar de la vergüenza, los bochornos y el papelón, nada.

Y el día después, la interpretación en disputa.

“Este es el país que  tenemos, la sociedad que tenemos”. Inadaptados sociales. “Negros de mierda, putos. Cagones”. Los lugares comunes de siempre.

Pero nosotros lo sabemos bien. Esto no es Boca.


lunes, 14 de julio de 2014

Cerrar la herida



Suena el pitazo a través de la tele. Terminó el partido. 122 minutos después. Se acabó. No va más. Alemania campeón, Argentina segunda. Duele, lastima. No hay nada que hacer. Nos miramos a los ojos. Algunos se tapan las caras con las dos manos, otro palmea al compañero. Un silencio dura años. Hasta que uno se le anima: “La puta madre que lo parió”.

Algunos se paran, salen al balcón. Es de noche ahí afuera. El tipo que estaba izando la bandera en la terraza de una torre de 14 pisos ya no está. En diagonal, el balcón del octavo está vacío.

Era un estadio ese mismo lugar en el entretiempo. Los ecos retumbaban, aparecían de allá y de acá, los pájaros volaban, desconcertados.

Otros se quedarán quietos un rato más, tratando de explicar por qué no, qué pasó, qué nos pasó, “si estuvimos tan cerca…”.

Pasan dos, tres, minutos más. Muchos seguimos mirando la pantalla. “¡Qué gol de mierda!”. La corrida de Schurrle por la izquierda no se borra y encima la tele la repite una y otra vez, la misma escena. “Faltaba tan poquito, tan poquito la puta madre".

Hay varios que todavía no reaccionamos. Un abrazo duele pero reconforta

– Qué cerca estuvimos… qué cerca estuvimos.

– Y bueno, dejamos todo.

Latorre se escucha a lo lejos y parece dar en el clavo, en lo más hondo: “Se perdió en equipo”. Tiene razón, el tipo. Once fieras.

Argentina recibe la medalla, Messi otro trofeo más, nosotros aplaudimos, los alemanes aplauden. Los alemanes, que nos dejaron afuera en el 2006 en los penales, que en el 2010 nos golearon y que le metieron 7 a Brasil y querían hacerles 10 más. Merkel está ahí. Los alemanes que…

¿Y ahora qué? Todos en el balcón, nos lo preguntamos. Alguno agarra la coca, otro la birra, parecen las 12 de la noche pero son apenas las 7 y media. Un grito lejano retumba en las medianeras y sube como un remolino, como una tromba: “Qué importa Argentina, ¡brasilero vos te comiste siete!”. Nos sonreímos y festejamos.

– ¿Y ahora qué hacemos?

– Vamos todos juntos, no sé.

– Vamos al Obelisco, ya fue, vamos a caminar.

Salimos. La calle. Uno vuelve a la pensión, otro se va con su novia. Quedamos once. Un grupo pasa en frente de fiesta, con gorro, bandera y bincha, y cerveza: “Brasil, decime que…”. Sale. Cantamos el himno.

El partido no terminó. Hay que cerrar la herida o la ilusión, no sé. Mientras, nos damos manija:

– No puede ser que perdimos. No puedo explicar lo que siento.

Diálogos y consuelos increíbles, los mejores en mucho tiempo. Irrepetibles, únicos. Una amiga responde:

– Es que no tiene palabras.

Llegamos a Santa Fe, se tira la de ir hasta Corrientes pero la corriente nos lleva. Apenas pasan autos. Una mano de la avenida es un río de gente que avanza como un torrente. “El que no salta, ¡es alemán!”, gritan unas pibas que pasan corriendo y saltando, pero las voces de los cánticos ya no son de tristeza o desazón, sino de otra cosa. Por allá se prenden con el cántico; por acá se prenden uno.

Pasa un 106, lleno. El bondi salta, va a los brincos. “Esto en Alemania no pasa ni en pedo”. Le sigue un insulto que le da potencia a la frase. Hay un tipo disfrazado del papa, unas chicas le piden foto, el tipo las abraza, y otro se desquita: “Francisco, andá a la reputísima madre que te parió”. Así, seco, el hombre sigue su marcha, altura Ayacucho.

Cada vez más cerca, más gente, menos autos, más bocinazos y trompetas.

– Eu, doblamos ahora

– Dale, dale, vamos a Corrientes

– Vamo’, vamo’

Giramos en Rodríguez Peña. 10 cuadras de paz. Noche oscura, poca gente, el partido vuelve como un eco que resiste y no se irá fácilmente. Que quizás hasta no se irá jamás.

– Lo perdimos en una que nos desconcentramos – dice uno y la charla no tiene fin: que cuántas nos erramos; que era nuestro, sí; que lo tuvimos; que lo dejamos pasar; que…

Qué bronca, qué bronca por Di María. Era de él la final, era suya. Fideo, si sos lo más grande que hay, digo en voz alta.

Corrientes. La calle completamente nuestra. Unos vienen, otros van. Algunos están decididamente alegres, a otros la caminata les pesa pero la marcha sigue como una peregrinación. Hay cámaras, banderas. Se venden pósters de Neymar, birra a quince pé. Nosotros, ahí vamos. Si no hay fuerzas o razones para cantar, alguna mirada te contagia.

Llegamos al Obelisco. Acá estamos. Nos detenemos. Nos miramos. La jarra gira. Lo que era pesadez ahora es: y bueno, acá llegamos, qué le vamos a hacer.

– Y si ganábamos, imagínate lo que era esto – ¿Derrota? Hay gente por todos lados. ¿Fracaso? Fiesta.

Decidimos seguir. Vamos por el costadito. Una bandera en la pared, fácil diez metros por tres: “La gloria es nuestra, le paramos la pelota a los buitres”. ¿Es así? ¿Griesa falló a favor? ¿La gloria es nuestra? Brasil perdió 7 a 1.

– Brasiiilll, decime…

Una palmada en el hombro, mi amigo Gabino.

– Che, ¿desde la sociología se intenta explicar todo esto? ¿Hay manera de explicarlo?

– Hay mucho, seguro. Es romper con la idea de que la economía lo determina todo. Es una locura, pero son las mentes, las mentes y cómo están trabajadas las cabezas. Todo pasa por acá, por acá. Hay algo religioso en todo esto.

– Posta… es una religión, el fútbol es una religión.

La pregunta me deja pensando. Todos detrás del símbolo. Ficciones, dijo una eminencia por los medios. Ficciones que son realidad, que son materia. Que se hacen cuerpo.

Acá estamos. En La Meca.

Logramos atravesar la vereda, pasamos un kiosco de revistas y una imagen se queda grabada. Hombre y mujer, veintipico, treinta años, bebé en brazos, tatuajes, gorrita, un cochecito viejo con otro pibe adentro y una vincha de la celeste y blanca. La familia vino quién sabe desde dónde, pero acá están, acá estamos. Ellos están quietos, miran para un lado, para el otro, de repente cantan. El pibe duerme.

Vamos Argentina, carajo. Uno pasa el vino, otro lucha con la tuca. Está peleado. Como Argentina-Holanda, como Argentina-Alemania. ¿Cómo Argentina-Alemania? La puta madre, ¡qué cerca estuvimos!

Diez minutos...

¡Diez minutos!

“Hay que saltar, hay que saltar, el que no salta, es alemán”, el grito sube una, dos veces, tres. En la tercera el cántico afloja, parece que está pronto a su fin, pero en el comienzo de la cuarta toma un giro inesperado, como la bocha de Messi contra Irán, como el rebote en el palo contra Suiza, como la… (ay, ¿serán ya solo recuerdos?): “El que no salta, es un inglés, el que no salta es un inglés”. Fiesta, delirio; la cosa toma ritmo. No da la vista, no da el corazón. Las personitas se convierten en una masa coordinada de saltos y empujones. El que no salta, es un inglés, el partido no terminó.

Un amigo se aparece, justo ahí, delante, entre la marea. Me mira fijo, lo miro. Me sonríe. Lo abrazo. Fuerte, interminable. Infinitamente. Nos vimos y nos vemos poco, pero hay un cariño ahí muy grande. Un respeto lindo.

– ¡Qué cerca estuvimos, la puta madre!

– Boludo, no lo puedo creer, no lo puedo creer – dice quebrado y se lleva la cara a la mano, se refriega los ojos avidriados – Vine solo, no sabía qué hacer.

– Esto, chabón, esto. Estar acá. Qué grande. ¿Y? Tuvimos tantas, ¡tuvimos tantas!

– ¡Lo perdimos nosotros!

Nos volvemos a mirar profundamente, hay un silencio entre nosotros, alrededor quilombo, bombo, bocinas…

– La de Palacio, la de Higuaín...

– ¡La de Messi!

– La de Messi…

Nos quedamos callados un instante, por primera vez sonreímos.

– Viejo, voy a seguir caminando – ¿O dando vueltas, me dijo? No me acuerdo. Un abrazo y se va y se pierde en segundos.

Vuelvo con los pibes. Hay que dar la vuelta; la vuelta al Obelisco.

– Vamos.

– ¿Vamos?

– ¡Vamos a dar la vuelta! ¿para qué estamos acá? – suelta y acompaña el Gabo, grande Gabo.

Sale la vuelta: barro, empujones, fiesta aquí y allá, manos y brazos en movimiento, cánticos nuevos, calor, color, agite, aliento, vamos Argentina. No importa nada. Suena: “A Messi lo van a ver, la Copa que va a traer...”, y hay como un respiro, por un instante todo se detiene y ahí sí, todos de pie: “Maradona es más grande que Pelé”.

¡Vamos Diego, carajo!

Seguimos caminando. En 30 metros nos perdemos entre cinco y seis veces. Que vamos por acá, por allá, que por acá es imposible pasar. Hay un cordón, algo raro. Vuela una piña, también una botella. Hacemos la de Rojo a Robben, la de Messi a la defensa suiza y tiramos la diagonal.

Alejados dos pasos, la música sigue. Hay 20 subidos a las rejas, no se para un segundo. Cuanto más cerca, más hay que alentar. Los brazos se agitan con las últimas fuerzas, pero todavía queda resto.

Listo, acá estamos. Nos miramos. Cantamos. Queda solo birra. Aparecen dos amigas, en bici.

– Nos cambió la cara, esto es una locura – Y una hermosa. Había que cerrar esta herida o esta ilusión, o bajar, o subir, no sé, no lo sé. Vamos Argentina.

Las saludamos, nos ponemos en ronda. Quedamos cuatro. Mascherano, Rojo, Romero y Di María.

El aire es otro, después de la vuelta. Algo cambió.

– Qué bueno que vinimos, loco.

Es momento de volver, ya está. Cumplimos, hicimos el rito pagano. Es hora de volver a casa, cuando de repente, un empujón nos tira para atrás. Segundos después, otro, más grande. La gente se corre, no se entiende qué pasa. Trato de entender: solo veo una cabeza, un tipo en cuero con una botella en la mano, corriendo. Nada más. "Corrámonos". Nos corremos. Parece el mismo tumulto que en el otro lado pero mucha más gente. Decidimos irnos.

Éramos 30 en el departamento de la abuela de un amigo; 11 arrancamos y acá estamos, los últimos 4. Emprendemos el regreso, los pensamientos van y vienen, y hasta se contradicen: que no importa, que lo perdimos nosotros, que podríamos...

El celular de Fede interrumpe. Es su novia. Preocupada, nos cuenta lo que están pasando por la tele: gases e incidentes. No lo podemos creer. Si era un fiesta.

Termino de escribir esto a la noche. Mascherano seguramente dejó la frase del Mundial: "Quiero dejar de comer mierda". Por mi parte, llegué a casa, no quise mirar ni prender nada y me puse a escribir, hermosa terapia, tratando de entender, en vano, qué carajo había pasado, qué carajo había terminado. Lo que viví en el Obelisco fue una fiesta, esa era la única certeza. Y me quedo con la charla, eterna, con mi amigo Pipa.

– Y bueno, esto nos dio el Mundial: volver a vernos, volver a juntarnos, los asados…

Y tenía razón, sin dudas tenía razon. Pero ¿y si ganábamos, y si ganábamos Pipita?

Foto: Contra Luz Fotografía / Colectivo Fotográfico

martes, 24 de julio de 2012

La despedida

El espectáculo no recuerda si fue ayer o si no fue. Está en el camarín. Plena oscuridad. Mucho olor a tabaco. A porro. Dos vasos de whisky en la mesada. No sabe. Entonces se despierta, se para con dificultad y al salir cierra la puerta con fuerza. El ruido rebota, retumba. Se expande. Se extingue. Un eco. No hay nadie. Unas vueltas y una escalera. Unos seis escalones que recuerda levemente. No, siete. Tropieza. Está arriba. Ve asientos. Muchos. Un tumulto. ¿Se lo imagina? Un micrófono. Se acerca. Lo ubica en su boca. Va a hablar. Algo lo detiene. "Hablar al micrófono es una responsabilidad", se retrasa. Piensa. Alguien le dijo esa frase. No recuerda quién. No importa, no sabe. El olor a tabaco. Nuevamente. A porro. El humo quieto, el ambiente denso. Va a hablar. Esta vez sí. Está decidido. Un sonido agudo se desinfla. "El show se ha terminado, mis amigos", devuelve el eco una vez. Dos veces. Tres. El espectáculo no sabe si terminó o no. No sabe si fue. O es. ¿Se lo imagina? No recuerda. "...es una responsabilidad". Entonces una reverencia. Las butacas no responden. Sólo el eco. Da media vuelta. Son siete. Sí, son siete. Antes de abandonarlo, mira nuevamente el salón. "Adiós", se despide. Un silencio y una sonrisa en la última butaca.