Veníamos bien, un 2 a 0 tranquilo, contundente. Pero un bochazo desde afuera del área, casi desde el lateral derecho, lo sorprendió al Pipa que pobre, no tiene la culpa de medir 1.50 pero que dale, podría haber estirado un poco más la mano. De todos los goles que le hicieron, la mitad, ponele, fueron así: él adelantado y una pelota llovida desde cualquier lado le cae por encima y pum, a llorar a la Iglesia.
Pero eso no importa, la cuestión es que se vienen. Se vienen y está díficil. El fantasma de la promoción del año pasado cuando nos dieron vuelta el 1 a 0 que nos daba el ascenso y la gloria, acechaba. Lo sabíamos. Los rechazos les empiezan a quedar a ellos, las pelotas divididas no ganamos ni una. Encima, hacemos faltas y de un tiro libro el 9 de ellos logra peinar la pelota y, por suerte y para alivio de la tribuna -que este domingo como muchos, y encima esta vez con un trapo, es claramente probetiana-, la pelota se va alta y afuera.
Entonces es en una de esas jugadas que el volante de ellos la recupera y elude a uno de los nuestros cuando me decido a dar una mano en el medio y perseguirlo. El tipo la tira un poco larga y yo, que llego en diagonal, acelero y en un instante dudo pero no, la determinación, mal o bien -ya es tarde para eso-, está tomada. Al piso voy y le entro con toda, áspero, casi que violento, levantando una nube de polvo, ensuciando pantalón y camiseta, y... olvidando la amarilla que me había sacado el árbitro junto al cinco rival por "manotazos en el área".
Es un minuto de incertidumbre. La gloria, el "bueena daro", o el fracaso total y dejar al equipo con ocho jugadores, cosa casi imperdonable. Y hasta quizás una roja directa y un partido de suspensión.
Pero, como de repente, una certeza: no hay reclamo de falta ni de tarjeta. Y la pelota, de destino incierto tras el choque, al abrir nuevamente los ojos está en mi botín, quieta, absolutamente inmóvil; mía. Así que me levanto y trato de ubicar al gabo, compañero de ataque, que pica por la banda y exige al defensor rival que ante la asistencia no se complica y tira la pelota a la mierda. El saque de banda, la pelota que se va lejos, nos oxigena y nos da tiempo. El quite fue perfecto.
Encima después, la tribuna sentenciaría que el volante voló después de la barrida y que tragó un poco de tierra pero claro, eso yo no lo vi. Y más: Pipa me relataría que unos que pasaban y que justo se preguntaban quiénes eran los que estaban jugando vieron la jugada y la gozaron con un uuuuuhhhh bien futbolero.
En los cinco minutos finales del encuentro el Maxi tiene otra chance, un lindo tiro desde afuera después de quebrarle la cintura a un rival pero no tiene suerte y se va ancha por poquitos centímetros. Así que a sufrir hasta que el juez se digne a sonar su silbato...
Cuando lo hace, la primera victoria y los saludos de haber dejado todo se disfrutan como nada. Los contrarios también se acercan y nos felicitan: "Partidazo, eh", "Muy bueno". El arquero me pide perdón y me aclara que no fue mala leche cuando salió y me puso una linda patada en el muslo que todavía siento como uno de los grandes planchazos del fútbol. Y también me homenajea: sabe mi nombre. Otro, con el que tuvimos el econtronazo en el área, se aproxima y tira flores: "Un crack, eh".
Y lo demás, entonces, no importa nada.